IMAGEN: Invitación a nuestra boda en San José, Costa Rica, 11 de abril del año 1970.
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Pedir la mano de Vilma resultó ser mucho más formal de lo que yo deseaba. Pero así se llevaban a cabo esos trámites en esos tiempos de hace ya casi medio siglo. Fui a la casa de mi futura esposa ya tarde, con el fin de reunirme con su papá, un hombre serio, dueño de una pequeña empresa en la que se fabricaban muebles y estufas en San José, Costa Rica. Él trató de disuadirme, pintándome un incierto futuro entre un extranjero y una costarricense. Me dijo además que esa hija era muy trabajadora y hacendosa, pero que tenía su carácter. Sin embargo yo insistí y le dije que estaba muy enamorado de ella y que prometía ser buen esposo. Parece que mi tanto insistir logró convencerlo de que no iba aceptar que me negara la mano de dicha hija y ese mismo día me dio el «sí».
Mirándolo bien mirado, como dice la canción, yo creo que al papá de Vilma le preocupaba que se fuera a casar con un mexicano, ya que en aquel entonces nosotros teníamos la fama de ser enamorados, parranderos y jugadores, como el tal Juan Charrasqueado, el de otra canción. Me imagino, estoy seguro, que fueron las películas de Jorge Negrete y Pedro Infante las que crearon esa imagen del hombre mexicano a través del continente. Al igual que en otros países de nuestra América, sin embargo, en México existen hombres con diferentes niveles de responsabilidad, los que se portan bien y los que no. Digo yo.
Menos de cuatro meses después nos casamos, el once de abril del mil novecientos setenta. Vilma se encargó de todos los detalles. La ceremonia se realizó en la iglesia Santa Teresita del Niño Jesús, muy cerca de Guadalupe, en San José, Costa Rica. En un salón adjunto a la capilla, el Ateneo Donus Dei, se llevó a cabo la recepción. Fue un evento familiar pero con toda la pompa y circunstancia requerida por las bodas formales. Estuvieron presentes más que todo parientes del lado de ella y un puñado de amigos, también de ella. Todos ticos, excepto un servidor y un amigo de la Fuerza Aérea, de apellido Trujillo, quien vino de Panamá y de la base a participar en la ceremonia y a servir de «Best Man».
Yo había manejado mi vochito del sesenta y ocho desde la Zona del Canal, República de Panamá, hasta la capital tica y en ese mismo carrito partimos Vilma y yo hacia el idílico puerto de Puntarenas esa misma tarde. Allí celebramos nuestra luna de miel. Creo que nos quedamos ahí tres días, en un conocido hotelito, de los baratos, pero cuyo frente daba a la playa. Estoy casi seguro que se llamaba La Riviera. El baño de nuestro cuarto no tenía puerta alguna y las sábanas de la cama eran como quien dice de lona. Pero para el caso nada de eso importó, ya que cuando uno anda de luna miel muchas cosas mundanas no importan, excepto la celebración de una nueva etapa en la vida de los novios.
Puntarenas tenía en ese entonces la playa más popular de los ticos. Se llegaba a ella en tren o en autobús desde San José, y por supuesto también en auto. Era, además de un puerto en el Golfo de Nicoya en la costa del Pacífico, un poblado a la antigua, repleto de casas y pequeños edificios de madera, al estilo colonial. En ese bello y singular puerto abundaban los restaurantes de mariscos y comida china, pero más que todo los toldos que le daban vida a un interminable paseo frente a la playa. En esa explanada se reunían los viajeros para disfrutar bebidas tropicales, cocadas, platillos típicos de ese lugar y otros antojos. A mí me encantó montones ese lugar. La primera noche la gastamos allí Vilma y yo, en uno de esos toldos. Ella ordenó una resbaladera, una especie de horchata a la tica. Yo me tomé una cerveza; creo que fue Imperial. Platicamos por largo rato; me dijo de esto y lo otro. Yo le dije cosas también. Ya que teníamos poco de conocernos, había mucho que decirnos el uno al otro y viceversa. Ya tarde por la noche decidimos caminar sobre la arena, en la playa y dejar que la brisa del mar nos envolviera en su vaivén. Después nos regresamos a nuestro cuartito en La Riviera y las inolvidables sábanas duras, hechas casi con tela de lona, especialmente para los enamorados que por largos ratos se olvidan del contorno.
La mañana siguiente decidimos desayunar en un pequeño puesto de comida junto al hotelito (en Costa Rica a los puestos los llaman chinamos). Al revisar el menú noté que se servía un platillo llamado «gallo pinto». Tenía un precio bastante módico. Yo me imaginé que de seguro se trataba de un pedazo de pollo, sacado de algún gallo que en vida fue pinto, pero Vilma me explicó lo que era: un platillo típico de su tierra, preparado con arroz y frijoles negros y no sé qué más. Yo lo pedí de todas maneras. ¿Y saben qué? Estuvo bien bueno ese gallo pinto.
Después caminamos por el centro de ese pueblo, cuna del puerto más antiguo de ese país, el cual fue utilizado para transportar a otras naciones granos de café tico. Fue también, siglos atrás, refugio de piratas y de otros malhechores que andaban detrás del oro saqueado de nuestro hemisferio. Llegamos hasta la terminal del ferrocarril. Vilma me platicó que en los años cuarenta y cincuenta su papá había trabajado para esa empresa estatal y que había tenido un alto puesto en dicha organización ferroviaria. Cruzamos calles y viejos edificios, vimos deshechos de otrora naves oceánicas, de casas descoladas y huellas que databan a otros tiempos. Yo no me cansé de ver tanta historia atiborrada en ese lugar, pero había que visitar la playa y regresar al cuartito con sábanas duras, pero alentadoras, especialmente para los enamorados que andan de luna de miel. Recuerdo bien una canción que estaba de moda en esos tiempos, la cual escuché montones de veces por la radio durante nuestra estancia en ese cuartito chiquito de ese hotelito. Se trataba de «Senderito de amor», una melodía interpretada años antes por Pedro Infante, pero ahora por Julio Jaramillo. Que chula canción.
Dato curioso: ahora que inversionistas gringos y de otros países se han adueñado de la costa costarricense, Puntarenas ha perdido su popularidad, ya que por ambos lados de ese país, junto al Pacífico y el Atlántico, se han inventado una gran cantidad de destinos turísticos. De esos con edificios modernos, con jardines de encanto, y con bellezas artificiales. Los ilusos palacios de hoy en día. Lugares costosos, de esos que te quitan un ojo de la cara al visitarlos. Con camas cubiertas con finas sábanas, no como las de La Riviera, las de aquel entonces cuando Vilma y yo culminamos nuestro noviazgo con una luna de miel humilde, en un puerto adornado con casas y edificios a la antigua, todo de madera, como en los tiempos de antes. Escuchando «Senderito de amor».
Como quien dice, «como lo manda Dios».
AUTOR: Pedro Chávez