IMAGEN: Vilma y un servidor en el patio del Ristorante Rialto Sul Canallgrande, junto al Ponte di Rialto, en Venecia. Foto tomada por nuestra hija. Los tres andábamos de vagos en Italia en octubre del año 2017. Buena cerveza, buen vino, buen ambiente, y una vista espectacular del Gran Canal.
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Me gusta leer; también viajar. Leo todos los días por medio de mi computadora y gracias al mundo cibernético. Le doy una buena ojeada a las noticias del momento, a notas sobre esto y lo otro, generalmente escritas por expertos. Reviso las redes sociales, más que todo mis páginas en Facebook, la personal y la de este blog. También la que está conectada a mi otro blog, uno en inglés y el cual lo bauticé con el título de The Mexican Next Door (El vecino mexicano). Trata más de política que de otra cosa.
Cada vez que la ocasión lo permite, leo parte de un libro, generalmente novelas (literatura). Estoy por terminar de leer El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Es genial ese autor, un verdadero tesoro de nuestras letras. También estoy por terminar un libro en inglés de Sandra Cisneros, A House of My Own: Stories from My Life (Casa propia: relatos de mi vida). Es un buen libro, autobiográfico, muy bien escrito. Sandra es un tesoro también. Una poetisa a todo lo ancho y largo de la palabra.
Al igual leía mucho cuando estaba chico, pero más que todo el periódico. Mi pueblo, Mexicali, tuvo varios de ellos cuando yo vivía allí, como El Nuevo Mundo, La Última Hora, el ABC, y después El Mexicano. Yo llegué a venderlos en la calle, todos, allá en los años cincuenta, cuando me dediqué a ganarme el pan de cada día limpiando zapatos y vendiendo chicles y periódicos. También leí revistas en aquél entonces, las que me encontraba en la casa de mi amigo Jesús Vásquez. Él y su papá tenían montones. Una de ellas era la revista semanal Siempre, un compendio de opiniones políticas y propaganda institucional. En esa residencia de los Vásquez, en la sección norte de mi colonia, tuve además la oportunidad de leer varias obras literarias. Una de ellas fue Fábulas de Esopo, la cual consistía en dos elegantes y generosamente ilustrados tomos que parecían haberse impreso para sólo mirarlos y hojearlos con cariño, no para leerlos. Yo los leí, sin embargo, una y mil veces, y en esos cuentos encontré consejos y valores sabios muy parecidos a los que nuestra madre nos inculcaba en casa, a punta de amenazas y una vara de cachanilla que siempre tenía a la mano para que la obedeciéramos.
Entre otras obras también leí La vida inútil de Pito Pérez, de José Rubén Romero. Todavía conservo ese libro. De acuerdo con lo anotado dentro del mismo, parece que pagué 17 pesos por él (un dólar treinta y seis centavos al intercambio de ese entonces). Un ojo de la cara. Lo compre en la librería Atenas, avenida Madero 460, de acuerdo con un sello grabado en la primer página de ese libro. Se trata de una obra que he leído de nuevo y que de seguro ha influenciado mi propia forma de contar las cosas. Con sencillez pero bien dicho.
También me encanta viajar, como ya lo dije; desde chico he sido de «pata caliente», como dicen en Costa Rica, el país de mi esposa. Me gusta conocer otros rumbos, otras gentes. Cuando chamaco deambulaba por todas las calles aledañas a nuestra casa en la colonia Cuauhtémoc. La vagancia y el descubrir cosas nuevas alimentaban mi imaginación. Esa afición a la andanza fue aumentando con el pasar del tiempo. Cuando nuestros abuelos por el lado materno se mudaron a la colonia Pro-Hogar, por ejemplo, los visitaba a menudo y durante esa jornada paraba en las cercanías de la pista del aeropuerto de Mexicali para ver los aviones despegar y aterrizar. Allí me quedaba buen rato, observando a esas naves de acero subir al cielo y bajar al suelo. Nunca me imaginé en aquél entonces que en un futuro no muy lejano estaría yo volando en un avión supersónico.
Conforme fui creciendo mis recorridos en Mexicali se tornaron más extensos y a lugares más lejanos. Montado en una bicicleta llegué a conocer todos los rincones de mi pueblo. Una vez emigrado al país donde supuestamente el dinero crece a granel en los campos y se barre con una escoba, como si fuera basura, las excursiones a lugares conocidos y desconocidos continuaron. Como ya tenía mi carrito, un hermano menor y yo nos íbamos a visitar pueblitos en las montañas, en la Sierra Nevada, destinos que en el otrora fueron los favoritos de gambusinos contagiados por la fiebre de oro. Lugares también de malhechores y forajidos en busca del dinero fácil y de lo ajeno.
Yo creo que se debió a esa exigencia personal de andar de vago que me alisté en la Fuerza Aérea. No por la pericia de ser militar y de andar uniformado. No, claro que no. Fue esa oportunidad de viajar la que me convenció que iba a ser beneficioso darme de alta en esa rama de la milicia.
Y así fue.
En mi primer base aérea, en la cercanía de San Luis, Misuri, viaje en autobús por todos lados, ya que no había de otras. Una vez acantonado en la Zona del Canal, las cosas cambiaron. Pronto me compre mi vochito y en él llegué a vagabundear por casi todo Panamá. Conocí sus pueblos, sus gentes, sus playas, sus cantos y sus tambores chiquitos. También sus mujeres. Anduve en Boquete, en David, en Puerto Armuelles. En una ocasión disfruté la siesta en una hamaca frente a la playa en San Carlos; en otra, jugué en un partido de fútbol en las islas de Bocas del Toro. Y en múltiples ocasiones bailé bien despacito y bien pegadito con agradables damas, bajo la luna y acompañado del vaivén de leves olas, de esas que abundan en la cercanía de las ruinas de Panamá Viejo.
Después de casarnos, mi esposa y yo viajamos por carretera desde esa tierra panameña hasta California. Fueron cerca de ocho mil kilómetros los recorridos durante un trayecto que duró veinte días, ya que paramos por todos lados y disfrutamos el camino. Nos codeamos con gentes de otros países, observamos edificaciones de otros tiempos, y apreciamos culturas del ayer, las que aún perduran. Vimos Centroamérica y gran parte de México. Nos tomamos una horchata frente al lago de Ilopango en El Salvador, escuchamos bellas melodías interpretadas por una marimba en la Antigua Guatemala, y compartimos un elote a la mexicana en Chiapas, al cruzar la frontera con México. Digo que lo compartimos, pero la mera verdad, mi esposa (Vilma) se lo comió casi todo. No me imaginé que le iba a gustar el elote con chile y limón, por lo cual sólo compré uno. Pero le encantó. Así que me quedé con las ganas.
Hay mucho más que contar sobre la gran cantidad de viajes que hemos hecho Vilma y yo desde aquel periplo hacia el país de los gringos. Pero eso lo dejo para otro relato. Por ahora sólo quiero agregar dos detalles: uno, que hemos logrado viajar no por ser pudientes o ricachones, sino por cosas del trabajo o por caprichos personales, y por tener esas ganas de andar de vagos. El otro detalle, el cual es también una especie de consejo: aproveche los años mozos y la mediana edad para viajar. Cuando el cuerpo se encuentra en mejor condición para enfrentar esos trotes. Si no que me lo pregunten a mí.
Claro, yo sigo de vago. Aunque a veces mi cuerpo me diga que me calme.
AUTOR: Pedro Chávez