IMAGEN: Entrada a la base aérea Albrook, Zonal del Canal, República de Panamá. En el edificio del lado izquierdo se ubicaba la Academia Inter-Americana de las Fuerzas Aéreas. Años sesenta y tantos.
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GRATA BIENVENIDA A UN MUNDO NUEVO
Como ya lo había contado en la primer entrega de estas peripecias personales, llegué a la base aérea Albrook, en la Zona del Canal, a principios del mes de enero de mil novecientos sesenta y siete. Estaba bien ilusionado. Para que me acantonaran allí tuve que pasar varios exámenes que verificaran mi fluidez en el idioma español, tanto hablado como escrito, además de tener que echar un berrinche en mi base aérea anterior. Se debió indirectamente a esa rabieta el que terminara yo en la Academia Inter-Americana de las Fuerzas Aéreas y en Panamá.
Lo del berrinche se los cuento en otra ocasión; por ahora me quiero enfocar en describir ciertos detalles inolvidables, que aún perduran en mi mente y que se desenlazaron al arribar yo a esa base por vez primera. No cabe duda, esa disyuntiva en mi carrera militar me ofreció algo que no tiene precio, ya que fue allí donde aprendí a apreciar costumbres y gentes de otros pueblos latinoamericanos y a sentirlos también míos. Aprendí de ellos, además, de sus dichos, de sus canciones, de sus cosas.
Después de reportarme con el primer sargento de mi nuevo escuadrón, me fui a mi dormitorio, el cual estaba ubicado en el cuarto piso del primer edificio en el lado izquierdo después de entrar a esa base y en el que se albergaba además la comandancia de dicha academia militar. Excepto por cuatro pequeños cuartos, ubicados en cada esquina de un gran salón rectangular, y reservados para los sargentos con más rango, el cuartel se encontraba completamente abierto. Los espacios entre una cama y la otra estaban a veces divididos por armarios de metal y tocadores de madera. A diferencia de las dos plantas en el segundo y tercer pisos, en donde se ubicaban las oficinas administrativas de esa institución, nuestro piso no gozaba de aire acondicionado. El calor y la humedad ambiental lo atacaban a uno sin clemencia, causando estragos, y empapando la ropa casi de inmediato.
No había nadie en esa barraca al llegar yo a ella; todo mundo andaba metido en sus deberes militares. Una vez colocados mis tiliches en el espacio que me asignaron, bajé a la primer planta y me dirigí a la oficina de mis superiores, la cual se encontraba al cruzar la calle. Después de medio conocerlos a todos y ser informado sobre mis funciones en esa academia, un sargento de apellido Choi me llevó en su diminutivo auto marca Fiat a un hangar en donde se ubicaba mi futuro lugar de trabajo. Se trataba de una enorme jaula en la planta baja y en medio de las dos alas del hangar. El sitio se notaba desorganizado, con herramientas tiradas por todos lados, y en él al igual abundaba toda clase de basura. El sargento comentó que mi chamba iba a consistir en almacenar las herramientas y en facilitárselas a los estudiantes, quienes vendrían a pedirlas prestadas durante las horas de clase.
—Pero, primero, hay que limpiar el lugar —me dijo.
El sargento Choi era de origen panameño, pero con raíces chinas. Agregó que la mañana siguiente me tenía que reportar con el sargento Moroni en ese mismo hangar. Ese sargento iba a ser mi jefe, me explicó. Aunque era aún temprano, antes del mediodía, me llevó a mi barraca y me dijo que aprovechara el resto del día para organizar mis pertenencias y descansar un poco. Pero antes de ello, conforme manejaba hacia al dormitorio, Choi me mostró la ubicación del comedor militar, de la cafetería y de otros sitios de importancia personal en esa base de la Fuerza Aérea.
Después de organizar mis tiliches traté de dormir un poco, pero fue imposible hacerlo, ya que el calor y la humedad eran inaguantables, y por lo cual me fui a caminar y conocer la base. Noté que junto a varias aceras habían grandes árboles de mango, repletos de fruta en sus ramas. Me di cuenta además que montones de esos mangos yacían regados en el suelo. Se me hizo raro que nadie se los comiera. Ni siquiera los pájaros. Me sorprendió también que en pleno mes de enero se diera tanta fruta. Pero así sucedía en esa tierra tropical, después me enteré. Los mangos se daban durante todo el año. Y casi todo mundo los despreciaba en esa base.
Me fui a la barraca a eso de las cinco de la tarde. Ese lugar ya tenía vida; al llegar allí me di cuenta. Muchos de los ocupantes ya estaban de regreso de sus labores. Algunos descansaban sobre sus camas, otros se vestían con ropa civil para irse a la calle, otros escuchaban música. Bellas melodías se regaban por todos lados. Procedían de modernos aparatos electrónicos, de esas grabadoras con cinta de carrete a carrete. Había varias de ellas en ese dormitorio.
Pronto me presenté con ellos. Era gente de todos lados y casi todos hablaban español, excepto por dos o tres militares estadounidenses dedicados a funciones de apoyo. La mayoría de mis nuevos vecinos pertenecían a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Gente más que todo de origen mexicano, pero también puertorriqueño. Gente de Tejas, de California, de Arizona, de Nueva York, al igual que de «La isla» (Puerto Rico). Un buen puñado de mis nuevos compañeros, sin embargo, militaban en las fuerzas aéreas de países latinoamericanos. Se trataba de soldados que habían venido a esa academia a servir como instructores en diferentes ramas de la aeronáutica.
No lejos de mi espacio se ubicaba un sargento venezolano, de esos hechos a la antigua. Junto a él se alojaban dos instructores brasileños. Resultaron bien cómicos esos cariocas. Habían dos paraguayos también; uno de ellos, me di cuenta después, resultó ser bien enamorado. Era alto, de tez clara, y con ojos azules. Con el pasar del tiempo me enseñó varias frases en guaraní. No menciono su apellido, en caso de que todavía esté vivo y bien casadito allá en su tierra. «Por si las moscas», como decimos los mexicanos. No sea que su esposa se entere de sus travesuras y lo agarre a trancazos.
Claro, dicho instructor paraguayo no era el único que andaba haciendo de las suyas en cuestiones del amor en esos lares panameños. Varios soldados de otros países hacían lo mismo y al igual andaban con la rienda suelta. Algunos de ellos supuestamente estaban casados. Pero así se acostumbraba en ese entonces, digo yo. Cuando los caminos tenían dos puntas, y como podría también rezar una conocida canción chilena.
«En una punta con la paisana, en la otra con la fulana».
AUTOR: Pedro Chávez