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Las peripecias de un cachanilla-VI

By June 12, 2019 No Comments
IMAGEN: Nelly Carlin. Foto sacada del anuario del año 1968 de la academia militar IAAFA.

PRIMERA IMAGEN: Un servidor y otros del departamento de adiestramiento de aviones. Foto sacada del anuario del año 1968 de la academia militar en la cual yo estaba destacado.

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ME FUI CON LA FINTA Y METÍ LA PATA

El año mil novecientos sesenta y ocho fue un intervalo memorable en mi entonces temprana vida. Importantes eventos personales ocurrieron ese año. También descalabros. Después de cumplir más de doce meses en la base aérea Albrook y de tener que aguantar la humedad, el tremendo calor y los aguaceros casi diarios de esa zona tropical, me acostumbré a vivir en esa tierra panameña. De cierta forma, la empecé a llamar mía. Me habitué a su comida, a sus gentes, a sus costumbres, y al ir y venir de ese mundo alegre con el cual me acoplé casi de inmediato.

La vida me reía en esa base aérea, en la Zona del Canal, y en ese país de tamborito, de polleras, y de eternos carnavales. No me perdía ningún bailongo los fines de semana, ni las citas con chamacas o las parrandas con cuates. Pero también me dediqué al estudio. Todas las noches, de lunes a jueves, y a veces los sábados, asistí a cursos universitarios en un pequeño campus que allí tenía la Universidad del Estado de Florida (Florida State University). De esa institución educacional recibí en abril del año mil novecientos setenta mi grado universitario.

A principios de ese año todavía salía con Lola, de quien ya les he platicado en otras ocasiones. Nuestro noviazgo iba con viento en popa, excepto que por cosas barajeadas por intrusos llegué a conocer a la hija de un sargento, una joven mujer con quien eventualmente me comprometí y con quien casi me caso, pero con quien no me casé. Era de origen mexicano, criada por papás con similares raíces, pero con otros modos, de esos que jalan más hacia el lado gringo. Rompimos nuestro pacto en junio o julio de ese año por inconsecuentes razones. Fui yo el que se arrepintió de tomar tan inexorable paso. Fui yo, no ella, como reza la ya choteada frase. Eso sí, una vez que ambos partimos hacia diferentes destinos, fui yo el que sufrió, ya que pronto quería andar con ella de nuevo. Eso pasa cuando uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo ve perdido, como dice una canción.

Pero no hay mal que por bien no venga, como también reza un dicho. Se debió a ese idilio con ella por lo cual me animé a comprar un vochito del año a pagos. Lo que pasa es que la gente agringada está acostumbrada a andar en carro. Además, ella lo exigió. Era un VW del sesenta y ocho, de color blanco. Una vez que esa dama se esfumó de mi vida, ese vochito se convirtió en mi Rocinante. Con él conocí Panamá, sus más lejanos rincones, y por supuesto, en él se pasearon amigos y amigas.

Durante ese año también di una gran metida de pata. Lo hice con una compañera de trabajo, una mujer un poco mayor que yo, quien estaba casada con un gringo. Eso decían. Ella era la secretaria del departamento de adiestramiento de aviones de la academia militar, en la sección en la cual yo trabajaba. Era alta y risueña y lucía adornada con un cuerpo antojadizo. De esos que causan estragos en los hombres mirones. Manejaba un enorme auto, creo que era un Lincoln Continental, amplio y elegante para fácilmente meter su alto y sutil cuerpo en él y para llevarla a todos lados. De dicho coche se desmontaba todas las mañanas, ante los fisgones ojos de decenas de intrusos, más que todo de las lujuriosas miradas de imprudentes instructores alojados en la parte alta de la jaula en la cual yo tenía mi nido. Nunca supe su apellido de soltera, pero era conocida como la señora Nelly Carlin.

A pesar de que no conversaba sobre cosas personales con casi ningún otro, ella y yo nos llevábamos bien. Le gustaba platicar conmigo y más que todo sobre mis aventuras amorosas. Lo hacíamos cuando sus dos jefes se ausentaban de su oficina. En una ocasión me convenció de que llamara a una chamaca que me traía embelesado, pero que, como decimos los mexicanos, no me pelaba. Lo hice ahí mismo en esa oficina y a través de su teléfono. Llamé a mi pretendida. No recuerdo qué fue lo que me dijo aquella mujer que yo deseaba tanto, pero sí recuerdo bien haber hecho dicha llamada ante los oídos de Nelly. Recuerdo además que accedí a hacerlo porque ella me lo pidió, ya que yo siempre la consideré como una amiga del alma y en cierta forma también como una hermana mayor. Fue debido a esa imaginada relación que le hice caso.

Pero eventualmente «la mano negra» metió su cuchara. Así le decimos en México a la gente afanada en causar el mal. Si se tratara de fútbol, diría que me fui con la finta y caí como menso en la trampa.

Una mañana bien tempranito, antes de irme a trabajar, recibí una llamada en la barraca a través del teléfono comunal que a esas horas generalmente no sonaba. Parecía ser la voz de una mujer. Me explicó que ella era la empleada de la señora Carlin y que me quería informar que su patrona estaba loca por mí, pero que no tenía el valor para decírmelo.

—Te quiere mucho, pero tú te le tienes que declarar —dijo aquella voz a través de ese aparato electrónico.

Yo no sabía qué creer. Pensé que se trataba de una broma pesada, pero también tuve mis dudas. Era muy posible que en realidad yo le gustara a la tal Nelly. A la mejor ni casada estaba, me dije a mí mismo. Así que esa misma mañana fui a hablar con ella cuando se encontraba sola en la oficina y le dije lo de la llamada y a la vez le declaré mi amor.

Ella se puso seria. No recuerdo exactamente qué me dijo, pero desde ese momento nuestra amistad ya no fue la misma. Nunca más platicamos sobre cosas personales, así como lo hacíamos antes, ni intercambiábamos gustosos saludos entre el uno y el otro. Yo prefería esquivarla y no hablar con ella a menos de que se tratara de asuntos oficiales. Ella, me imagino, hacía lo mismo.

Fue un triste final a una grata relación de amigos, que se rompió para siempre, sólo por dejarme llevar por las instigadoras palabras dichas por la (o el) compinche de algún «tal por cual» que logró burlarse de mí.

Ése sí que fue un descalabro. Por andar metiendo la pata.

AUTOR: Pedro Chávez