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Raíces en Mexicali, primera parte

By September 15, 2019 No Comments

IMAGEN: Escuela Presidente Alemán, a la cual asistí en el turno vespertino desde el año 1952. Dicho turno llevaba por nombre Centro Escolar Revolución.

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El doctor acomodaba una máscara de hule sobre mi nariz y mi boca para que yo aprendiera a respirar apropiadamente. Según él, mi tartamudez era causada por no respirar en la forma correcta. La máscara estaba conectada a un tanque de oxígeno ubicado junto a la silla en la cual me tenía que sentar. A mí no me gustaban el olor del oxígeno ni del hule de la máscara. No eran nada agradables. Menos de veinte años después, cuando ya volaba en el asiento de atrás de un avión supersónico y a propulsión a chorro, el F-4 Phantom II, también tuve que usar una máscara y por medio de ella respirar oxígeno. Para ese entonces ya no me molestaban dichos olores.

Fue mi madre quien decidió llevarme a ese doctos para que me curara de la tartamudez. Ella siempre se preocupaba por mí. Creo que yo tenía nueve años de edad cuando hicimos esas visitas semanales a esa clínica. Tomábamos un autobús desde nuestro barrio hasta llegar a un punto medio lejos de dicho lugar, ubicado en la colonia Industrial. Desde allí caminábamos hasta llegar a la clínica. Era una larga caminata, en el mero verano, y en los días más calientes del mismo. Así es Mexicali durante esos meses infernales. El sol pega duro. El calor es peor cuando no hay viento ni brisa. Parece que no existe aire que respirar y que uno se va a sofocar.

El doctor no era nada de amable. Lo recuerdo muy bien. Me gritaba y me decía que me relajara, pero era muy difícil hacerlo con tanta gritadera. Más bien yo tartamudeaba más cuando trataba de explicarle que odiaba la máscara y el olor del oxígeno. Pero a él no le importaba y con una mano me metía en la silla y me exigía que no me moviera. Con la otra mano colocaba la máscara sobre mi cara y la sujetaba con una correa. Después no me quedaba otra sino hacer los ejercicios de respiración por casi una hora. Mi mamá sólo me observaba y se quedaba callada. Una vez concluida la visita, ella sacaba veinticinco pesos de su bolso y se los daba al doctor. Esa cantidad era mucho dinero en esos tiempos. Equivalía a exactamente dos dólares. Se podía comprar mucho con dos dólares en aquel entonces, a mediados de los años cincuenta.

Si es que lo recuerdo correctamente, dejamos de ir al doctor después de la cuarta semana. Yo logré convencer a mi mamá para que ya no lo hiciéramos. Además de ser cara cada visita, mi tartamudez no se había curado, más bien había empeorado. Entre paréntesis, a mí no me molestaba tener ese impedimento al hablar, ya que siempre creí que ese mal iba a desaparecer eventualmente y por su propia cuenta. De ello me acuerdo perfectamente. Sin embargo, había gente que se burlaba de mí, más que todo chamacos del barrio y de mi escuela. Algunos adultos también. Pero a mí no me molestaban las burlas, ya que yo me miraba a mí mismo de diferente manera. Según yo, yo era medio listo. Pero en realidad no era así, ahora que lo pienso de nuevo. Creo que yo inventé eso de ser inteligente para sentirme mejor.

Eso sí, me iba bien en la escuela, al principio más que todo. Antes de empezar el primer año, ya dominaba las tablas de multiplicar. También medio sabía como leer y escribir. Aprendí las tablas por pura chiripa cuando mi mamá se las enseñaba a mi hermana mayor. Primero practicaban las multiplicaciones por uno, después por dos y después por otras cifras hasta llegar al doce. A mí no me invitaban, pero yo me invitaba solo porque yo también quería aprender a multiplicar, más que todo para sentirme importante. A mi hermana no le gustaba que yo me entrometiera, ya que yo casi siempre gritaba el resultado de la multiplicación antes de que ella lo hiciera. Creo que me encantaba molestar a mi hermana. Yo tenía cinco años de edad en ese entonces, ella seis.

También aprendí a leer ese mismo año; lo hice mirando revistas de «monitos», de cómics, y tratando de descifrar lo que en esas historietas se decía. Yo pedía prestadas dichas revistas a un vecino quien tenía caja tras caja de ellas en el ático de su casa. Él era mucho mayor que yo y había coleccionado las revistas a través de los años. A mí me gustaban mucho las del Conejo de la Suerte y las del Pato Donald. Pronto aprendí a leer con esos cómics. A ese vecino le encantaba el béisbol. Era lanzador de un equipo amateur local. Cuando estaba yo más grande le ayudaba en sus prácticas de béisbol, como receptor. Tiraba la bola bien duro, pero yo me aguantaba y no decía nada.

Conforme se acercaba el principio del año escolar, yo estaba desesperado por empezar el primer año. Contaba los días. Una vez iniciadas las clases me encantó ir a ellas. Creo que el fervor que yo le tenía a la escuela se asemejaba a la pasión que mi vecino le tenía al béisbol.

No recuerdo mucho sobre lo sucedido durante ese primer año, excepto de un par de detalles. Me acuerdo que me sentaba en el frente del salón de clases y que a menudo levantaba la mano para contestar las preguntas que hacía la maestra. Al principio me escogía a mí, pero eventualmente dejó de hacerlo. A la mejor yo le causaba lástima y prefería no tener que presenciar mi tartamudeo. A la mejor no. O quizá le quería dar oportunidad a otros estudiantes para que ellos también participaran en la clase. Ella era muy buena conmigo. Un día me dijo que yo era muy inteligente. Esas palabras hicieron sentirme a todo dar.

El otro detalle del cual también me acuerdo tiene que ver con una estudiante que también cursaba el primer año, pero en otro salón. De vez en cuando me topaba con ella en el pasillo aledaño durante las medias horas de recreo. Tenía los ojos de color azul. Nunca crucé palabras con ella, pero me gustaba mucho. Eventualmente aprendí su nombre, años después; se llamaba Carmen. Una vez que ambos nos graduamos de la escuela primaria y del sexto grado, no la volví a ver. Ella siguió sus estudios en una escuela católica en la colonia Nueva, en la sección riquilla de Mexicali. Estaba bien bonita esa chamaca.

AUTOR: Pedro Chávez