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Raíces en Mexicali, segunda parte

By October 25, 2019 No Comments

IMAGEN: Nuestra casa en la colonia Cuauhtémoc, todavía sin terminar. Un servidor en el columpio.

Poco después de empezar el segundo año, tuve problemas con la aritmética. Tenía que ver con las multiplicaciones con dos dígitos. El maestro nos enseñó cómo hacerlo con un ejemplo que resolvió en el pizarrón, pero yo no entendí lo dicho, ni cómo resolver esas ecuaciones. Le pedí que me explicara cómo hacerlo durante el recreo, pero seguí sin entender. No tuvo mucha paciencia conmigo, recuerdo eso bien, y de inmediato se frustró y en lugar de tratar de ayudarme se fue del aula. Me imagino que tenía cosas propias que hacer durante el descanso. Una vez concluido el recreo, varios de nosotros tuvimos que efectuar ese tipo de ecuaciones en el pizarrón. Yo seguí sin entender y fui incapaz de resolver el problema que me asignaron.

Antes de irme a casa al finalizar las clases de ese día, el maestro me dijo que no regresara a esa aula el día siguiente, que me tenía que regresar al primer año. Eso de postergar a los estudiantes y bajarlo de grado sucedía a menudo en las escuelas de aquellos tiempos. Yo me sentí mal y no le dije nada al maestro. Pero estaba seguro que yo iba a hacer todo lo posible para aprender cómo ejecutar dichas ecuaciones correctamente y que no me iba regresar al primer año.

Esa noche le pedí a mi papá que me enseñara cómo multiplicar con dos dígitos. Él acababa de llegar a casa, después de haber trabajado todo el día en los campos agrícolas del otro lado. Sabía que estaba cansado, pero antes de que se negara a ayudarme, le dije que era imprescindible que yo aprendiera cómo resolver dichas ecuaciones para poder hacer mi tarea. Eso sí, no le conté que el maestro me había enviado de regreso al primer grado. Esa noche aprendí cómo solucionar esos problemas aritméticos. Mi papá me explicó que la hilera del segundo dígito se movía un puesto hacia la izquierda, debajo de los resultados de la primera hilera. Fue cuando se me prendió el foquito y me di cuenta de lo que estaba haciendo incorrectamente. Entre paréntesis, yo no tenía tarea que hacer. Sólo se lo dije a mi papá para que me ayudara. Fue una mentirilla piadosa.

El día siguiente me regresé a mi aula de segundo año. Me hice el tonto y no me reporté al salón de primer año como me lo había mandado el maestro. Traté de esconderme de él, así que me senté en un asiento junto a la pared de atrás del salón, pero al pasar lista tuve que admitir que me encontraba presente. Él no dijo nada. Eso sí, una vez que empezamos a practicar ecuaciones de multiplicación con dos dígitos, yo fui el primero a quien llamó para que resolviera un problema que había escrito en el pizarrón. Era una cifra enorme, pero no tuve problema alguno para ejecutar la operación correctamente. Todos aplaudieron, incluso el maestro. Después de dicho desliz y de escaparme de tener que cursar el primer año de nuevo, me llegó a gustar mucho la aritmética.

No recuerdo mucho acerca de lo sucedido en el tercer y cuarto año, excepto que me robaron mi libro de lectura de cuarto grado y que tuve tres diferentes maestros ese año. El primer maestro estuvo con nosotros por más o menos un mes y fue bajo se estadía que me robaron el libro. Era un tomo escolar bastante caro. Lo tuvimos que comprar en una librería en el centro de Mexicali. En esos tiempos no se proveían los libros escolares gratuitos. Mi papá se enfureció cuando le dije que me lo habían robado, así que decidió ir a la escuela y hablar con mi maestro sobre el robo. Pero fue una pérdida de tiempo. A mi maestro le importó un comino lo sucedido y le dijo a mi papá que era muy difícil prevenir que los estudiantes se robaran las pertenencias de sus compañeros.

Con el fin de deshacerse de mi papá, el maestro le prometió que iba a tratar de investigar el caso. Agregó además que le diera mi nombre y algunas señas sobre mi apariencia. Mi papá le dijo que me llamaba Pedro Chávez y que era así y asá.

—Ah, es un muchacho que parece tontito —dijo el maestro.

No recuerdo exactamente qué fue lo que mi padre le contestó al maestro, pero espero que me haya defendido, aunque lo que fue dicho en ese entonces ya no importa. Lo que sí recuerdo es que mi papá y yo tuvimos que regresar a la librería a comprar otra edición del bendito libro.

También recuerdo que esa obra literaria me encantó una vez que la leí en su totalidad. Estaba colmada de dolorosos relatos acerca de jóvenes italianos. Uno de ellos era Marco, un muchacho de trece años de edad que había zarpado desde Italia y hacia Argentina en busca de su mamá. Ella había emigrado de su país natal hacia ese país sudamericano en busca de trabajo. Pensaba trabajar en Buenos Aires con una familia rica. Anhelaba además poder enviarle dinero después a su familia, la que se había quedado atrás en los Apeninos, en Italia. Eso de emigración fue algo verdadero que ocurrió a fines del siglo diecinueve. Miles y miles de italianos se fueron a Sudamérica y a otros lugares del mundo en busca de oportunidades de trabajo. El libro, cuyo título en español es Corazón,fue publicado por vez primera en italiano. Su título original fue Cuorey fue escrito por Edmondo de Amicis.

*  *  * *  *

Vivíamos junto a la escuela, la Presidente Alemán, en la avenida Honduras. Nuestra calle estaba ubicada en el costado norte de ese plantel escolar. El frente de nuestra casa daba hacia los jardines de dicho lugar y a una gran explanada de concreto que servía como cancha de básquet y de foro de eventos escolares. Durante los recreos, mi mamá trataba de ubicarme desde el frente de nuestra casa. Es que se preocupaba por mí.

—Era fácil encontrarte —me lo repitió entonces y años después—. Sólo tenía que buscar al niño que caminaba solo y que no andaba jugando con los demás.

Tenía razón mi mamá. En cierta forma me tocó andar solo. No por gusto propio, sino porque así fue. La mayoría de mis compañeros se involucraban en otras actividades, jugando algún deporte o corriendo a lo loco y gritando por todos los rincones de esa escuela. A mí no me apetecía andar gritando y correr por todos lados, pero sí me gustaba jugar fútbol o béisbol. Pero casi nunca me escogían para que formara parte en uno de los equipos que se formaban. Es que era muy maleta. Digo yo.

Era por eso que me la pasaba solo durante los recreos. Me gustaba además observar a los demás. Yo creo que fue por ese afán que me salió eso del periodismo. Aprovechaba además dichos recreos para disfrutar de los antojitos, los que se vendían en carretas en las entradas y salidas de la escuela. Con los veinte centavos que mi mamá me daba me compraba una naranja o un pepino en rajas, rociado con chile en polvo y limón. A veces disfrutaba de una tajada de jícama o de coco. Costaban lo mismo y también venían bañadas con bastante chile y limón. Habían otros antojos que costaban más, las tortas, por ejemplo. Las vendían a un peso. Se miraban ricas, pero yo creo que nunca llegué a comprarme una de ellas cuando acudía a ese plantel escolar. Es que costaban un ojo de la cara.

Tuve tres grandes amigos en esa escuela primaria y en la secundaria. Uno de ellos, Daniel Barajas, estuvo conmigo también en la prepa. Era bueno para jugar fútbol, Daniel, más que todo para defender la portería. Lo escogieron como arquero en por lo menos dos ocasiones, como integrante de la selección de Mexicali, para jugar a nivel nacional. Los otros dos amigos fueron Francisco Celaya y Santiago Miranda. Los dos eran bien inteligentes, pero más que todo Francisco. Él era un genio. Sabía de todo. No supe mucho de ellos después de terminar la secundaria. Ambos se fueron a una escuela privada, al CETYS, con beca. Yo me fui a la prepa pública. La única en ese entonces y la que usaba como plantel la escuela Cuauhtémoc. Tampoco supe más de otros compañeros de las diferentes escuelas o de mi barrio, ya que nosotros, los Chávez García, nos fuimos a los Estados Unidos. Es triste, pero así es la vida. Casi todos eventualmente agarramos nuestros propios rumbos.

AUTOR: Pedro Chávez