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Cuento navideño

By November 18, 2019 No Comments

IMAGEN: Cantina y taquería El Tenampa, Mexicali, Baja California, México

* * *

José, su esposa Ernestina y sus cuatro hijos llegaron al valle de Mexicali a principio de los años mil novecientos cuarenta, a finales del renombrado asalto a las tierras. Venían del estado de Michoacán, al igual que miles de otras gentes que ya habían venido de ese estado y de otros rincones mexicanos, alentadas por las promesas de la reforma agraria. Todos ellos arribaron a ese valle cachanilla con la mira de apoderarse de los campos que hasta ese entonces eran cultivados por la Colorado River Land Company, una empresa estadounidense que había recibido los derechos para explotar esas tierras a principios de ese siglo. Dicha compañía extranjera fue fundada por el director general del periódico Los Angeles Times, Harrison Otis, y su yerno Harry Chandler. Eso sucedió antes de que estallara la revolución mexicana de mil novecientos diez. La concesión la recibieron a través de un señor de nombre Guillermo Andrade, con la aprobación del gobierno de Porfirio Díaz. Una vez echada a andar la reforma agraria en todo el país, a finales de la década de los años treinta, los entonces fértiles campos mexicalenses se convirtieron en un blanco fácil de los otrora peones de grandes hacendados y latifundistas.

Desafortunadamente, José y su familia llegaron al valle de Mexicali demasiado tarde. Casi todas las parcelas ya habían sido «asaltadas» o repartidas, con la excepción de pequeños terrenos en algunos ejidos, los cuales los tenían bien «guardaditos» los mandamases locales, para eventualmente dárselos a parientes de allegados políticos. Después de buscar y buscar una parcela disponible y no encontrarla, José y Ernestina decidieron quedarse en ese valle y trabajar en la cosecha del algodón.

La pizca de dicho producto agrícola fue fructífera. Una vez concluida la cosecha, sin embargo, no encontraron otro tipo de trabajo, por lo cual ponderaron la opción de regresarse a Michoacán. Pero no lo hicieron por diferentes razones. Prefirieron quedarse en ese valle y probar suerte en otros rumbos de esa región fronteriza. Para principios de noviembre, José, su esposa, sus tres hijos y la hija, se fueron a la ciudad de Mexicali en busca de un mejor futuro. Les habían contado que encontrarían varias oportunidades de empleo en esa zona urbana, pero la realidad fue otra. Gran parte de la mano de obra en ese lugar estaba ligada a la industria del algodón, una fuente laboral cíclica. Una vez que entraba el invierno, mucha gente se quedaba sin empleo, incluso aquellos que laboraban en los campos agrícolas en el lado americano, en el valle Imperial.

Con parte de los pocos pesos que habían logrado ahorrar durante la cosecha, alquilaron un pequeño cuarto y allí vivieron por un tiempo. José buscó trabajo por todos lados, sin éxito alguno. Pero no se dio por vencido fácilmente, aunque se sentía desesperado. Con el fin de ganarse por lo menos algo para sobrevivir, propuso barrer los frentes de tiendas y limpiar las ventanas de las mismas a cambio de unas monedas. Algunos propietarios de esos comercios aceptaron su oferta, más bien para ayudarlo. Pero era muy poco lo que ganaba. De vez en cuando le iba mejor, en la descarga de mercancía, ofreciendo sus servicios a camioneros que llegaban a las tiendas del centro de la ciudad. Lo que devengaba por día, sin embargo, apenas servía para comprar un poco de comida.

Como a mediados de diciembre se les agotaron los ahorros y al no tener lo requerido para pagar el albergue en donde se quedaban, tuvieron que optar por vivir en la calle. Fue una opción devastadora. Aunque eran gente de rancho, acostumbrada a aguantar los castigos del medio ambiente, el asedio del inclemente invierno cachanilla era otra cosa. El frío era inaguantable.

Cada noche dormían en un lugar diferente, generalmente en rincones detrás de edificios en donde buscaban protección contra el gélido invierno. Dormían sobre pedazos de cartón convertidos en camas y se cobijaban con ese mismo material, cartón extraído por José de algún basurero. Los niños no se quejaban, pero Ernestina se angustiaba y hacía todo lo posible para hacer rendir los mendrugos que compraba con lo poco que se ganaba su esposo. José se afligía también. Estaba a punto de darse por vencido y casi decidido a regresarse a tierras michoacanas. Pero no tenían los fondos requeridos para costear el viaje de regreso, por lo cual se quedaron en Mexicali.

El veinticuatro de diciembre se refugiaron detrás de una cantina y taquería de nombre El Tenampa, ubicada en la avenida Obregón. Fue una noche más fría de lo normal. Mientras la música de mariachi hacía temblar las paredes del lugar, esa familia ambulante trataba desesperadamente atrapar las ondas de calor que se desprendían de sus cuerpos debajo de dichas cobijas de cartón. Los cuatro niños lograron dormirse poco después de acostarse, pero no José ni su esposa, ya que el ruido y el regocijo de la gente que celebraba la Noche Buena en aquel lugar los mantuvo despiertos. Para eso de las tres o cuatro de la mañana no aguantaron más y se quedaron dormidos, poco antes de que se acabara el borlote y que todo mundo se marchara del lugar.

Minutos después de concluir esa noche de fiesta, salió de esa cantina un hombre a tirar la basura. Era el que limpiaba la cantina y la cuidaba por la noche. Al acercarse al basurero notó que algo vivo se encontraba dentro de una pila de cartones ubicada junto a una de las paredes del edificio. En eso se despertó José y lo saludó y enseguida le explicó por qué dormían allí. El empleado no podía creer lo que había visto, más aún conforme se fueron despertando los demás. No sabía qué decir ni cómo aceptar la triste realidad por la que pasaba esa numerosa familia. Una vez superado el embate del asombro, los invitó a que se fueran a dormir dentro del local.

—Se pueden quedar aquí hasta muy tarde, pues hoy no abrimos —les dijo—. Es Navidad. Yo cuido el lugar, además conozco bien a los dueños. Ellos lo van a entender si es que acaso se dan cuenta.

Una vez dentro de El Tenampaintercambiaron sus nombres. La persona que cuidaba el lugar les dijo que se llamaba Rafael. 

—Yo me llamo Ernestina, pero me dicen Tina —dijo la esposa de José.

Los cuatro hijos también se presentaron. Ernesto era el mayor; tenía siete años de edad. Le seguían Enriqueta de seis, Heraclio de tres y Francisco de dos años.

—Deben tener hambre, me imagino —le dijo a José y a la vez se sonrió y se dirigió hacia todos. Rafael quería que se sintieran como en casa—. Quedaron varios tacos que la gente no se comió. Yo los guardé, pues no me gusta desperdiciar la comida. Si quieren los caliento, pues no saben muy bien fríos.

Después de disfrutar el inesperado manjar de tacos recalentados, José y su familia disfrutaron de una prolongada dormida dentro de ese lugar. Como cama utilizaron los mismos pedazos de cartón que tenían afuera, pero las cobijas sobraron. Rafael sacó varios sarapes para que se abrigaran con ellos.

Se despertaron como a las diez de la mañana. Para ese entonces, el oportuno anfitrión ya tenía lista una gran olla de café. Lo acababa de chorrear y estaba bien calientito. Es casi seguro que ese mañanero olor fue lo que despertó a los invitados, pues ese aroma se había metido por todos los rincones de ese lugar. José se sorprendió al levantarse. Hacía tiempo que no lograba dormir y descansar por tantas horas. Se sentía bien, pero se encontraba también confundido. Pensó que estaba soñando. Al ver a Rafael en la cocina, sin embargo, realizó que no era así. Los dos se saludaron. Lo mismo hizo Tina un poco después.

Antes de servir el café, Rafael mencionó que se había encontrado una caja llena de buñuelos que tampoco fueron consumidos la noche anterior. Agregó que los pensaba calentar en el horno. Tina le pidió que la dejara ayudar. Rafael accedió y después se sentaron todos alrededor de una de las mesas grandes de la cantina. Ella se encargó de servir el café y los buñuelos, los cuales bañó con miel de abeja. Los niños no pararon de comer hasta consumir hasta las últimas migajas que encontraron en sus platos. Los tres adultos platicaron por buen rato durante el transcurso del almuerzo. José contó sobre los aprietos y las angustias que les habían acaecido durante la trayectoria de Michoacán a Mexicali, pero más que todo acerca de las penas recientes al tener que vivir en la calle.

Rafael contó que él también había pasado por similares pesares. Agregó que era del estado de Sonora, de Magdalena. Tenía más o menos la misma edad que José, un poco más de treinta años. Su mamá se lo trajo a Mexicali a mediados de los años veinte, explicó, pues temía que lo fueran a involucrar en la contienda revolucionaria, ya que los pleitos de esa guerra civil todavía estaban en su apogeo a finales de los años veintes. Les contó además que a su papá lo habían matado las fuerzas carrancistas durante una batalla sanguinaria en el norte del país.

—Mi mamá eventualmente se regresó a Magdalena. Pero yo me quedé aquí, en Mexicali, pues andaba bien enamorado de una mujer tapatía. Fui un tonto —explicó—. Ella nunca me quiso y un día, sin decirme adiós, se fue para el otro lado, a los Estados Unidos.

Durante la plática, Rafael les dio información sobre una posible oportunidad de albergue. Les dijo que la señora de enseguida, conocida como doña Soledad, tenía cuartos de alquiler. Los rentaba por día, por semana o por mes.

—Es alojamiento muy básico —agregó—, pero es mejor que andar en la calle.

—Sería bueno poder conseguir uno de esos cuartos —dijo José—, sin embargo, por ahora no tenemos con qué pagar.

—Te entiendo —contestó Rafael—. Pero es posible que la dueña de esos cuartos les intercambie el hospedaje por trabajo, pues siempre anda buscando gente que le ayude con varias labores que tienen que ver con el mantenimiento del lugar.

José no dijo nada. Ya había perdido las esperanzas de que ocurrieran milagros, con tanta pesadumbre y desaliento y por todo lo que habían pasado. Rafael se dio cuenta de ello y trató de animarlo.

—A veces la suerte cambia —dijo Rafael. Se sonrió además y le dio una pequeña palmada a José en la espalda—. Esa señora es estricta, pero es de buen corazón, además, si es necesario, yo puedo avalar por ustedes. Yo sé que no van a quedar mal.

—Yo no sé cómo te encontramos, Rafael —dijo Tina—, pero sí que nos has salvado. Yo por mi parte estoy bien agradecida y si esa señora deja que nos quedemos en uno de esos cuartos, claro que lo aceptaremos.

—Estoy de acuerdo —agregó José—. Parece que las cosas han cambiado de la noche a la mañana. No lo puedo creer. Claro que aceptamos tu ayuda, pero no sé cómo te vamos a pagar todo lo que has hecho por nosotros.

Rafael les dijo que no se preocuparan y que ese pago ya lo habían hecho por anticipado.

—El dejarme que los ayude es suficiente para mí.

Antes de visitar a la propietaria de los cuartos de alquiler, Rafael les contó también sobre una posible oportunidad de empleo en una distribuidora de frutas y verduras al sur de La Jabonera, junto a la vía del tren. Les dijo que a menudo buscaban gente para descargar los furgones y acomodar la mercancía en el almacén del lugar. Un amigo de Rafael, quien trabajaba allí, le había mencionado en varias ocasiones que los trabajadores no duraban mucho, pues no aguantaban lo pesado que era ese trabajo. Acordaron que José iría el día siguiente a la distribuidora a solicitar empleo.

Poco después se fueron a visitar a la vecina. Al llegar a su casa, Rafael habló primero con doña Soledad y le comentó sobre las penurias y otros pormenores sufridos por esa familia. También le dijo que él estaba dispuesto a avalar por ellos.

—Llámenme doña Chole —les dijo ella—. Así me llaman casi todos.

Agregó que no era necesario que Rafael avalara por ellos.

—Aquí se pueden quedar mientras se acomodan en un lugar más apropiado, algo mejor para toda la familia. Me pueden pagar con trabajo, ya que tengo varias cositas que arreglar.

—No sabemos cómo agradecerle —dijo Tina.

—Algo más —agregó doña Chole—. Y esto es un requisito. Una vez que se acomoden en el cuarto y descansen un poco, quiero que me acompañen en una pequeña cena. Con la ayuda de Tina, me gustaría preparar una olla de champurrado y unas cositas que comer. La invitación es para ti también, Rafael.

La temperatura ambiental había cambiado; ya no hacía tanto frío. Lo primero que hicieron los niños fue a correr y jugar en un pequeño patio frente al cuarto alquilado. Tina y José se bañaron y después descansaron. También los niños se bañaron. Un par de horas después, Tina se fue a la casa de doña Chole a cumplir su promesa de ayudar y entre las dos prepararon champurrado y una bandeja repleta de enchiladas. Una vez anunciado que estaba lista la cena, llegaron los demás invitados. Se comió, se platicó y se disfrutó el convivio. También se cantó. Rafael había traído su guitarra y con ella acompañó por buen rato la interpretación en grupo de varios villancicos. Todos cantaron y en todos se reflejaba la felicidad. Así pasaron la Navidad todos ellos ese año.

AUTOR: Pedro Chávez