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Raíces en Mexicali, tercera y última parte

By December 6, 2019 No Comments

IMAGEN: Pedro Chávez, el autor, al cumplir un año de edad.

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Nací en Mexicali, cerca de un canal hediondo, en una casita bien chiquitita, ubicada junto a otras casitas igual de pequeñas, las cuales compartían la misma dirección: Avenida Lerdo 1046. Llegué al mundo a la antigua, con la ayuda de una partera. Fue el 19 de julio de 1946. Mi hermana mayor nació allí también, en mayo de 1945, y de la misma manera. Al igual lo hizo un hermano menor, a principios del 1949, un año antes de que nos mudáramos a otro barrio. Menciono ese canal porque en realidad olía bien feo. Traía las aguas negras de una fábrica de jabón conocida como La Jabonera; también las de las casas que se encontraban en su camino. De seguro ese fétido olor no me molestaba tanto cuando yo estaba pequeño, ya que a los niños generalmente les importa un cacahuate los malos olores cuando a jugar se dedican. Pero sí detestaba el olor años después, cuando regresábamos a visitar dicho barrio. Sí que olía feo ese canal.

IMAGEN: En mi casa, en la colonia Cuauhtémoc.

Creo que abandonamos esa vecindad en el año mil novecientos cincuenta. Nos fuimos a la colonia Cuauhtémoc. Nuestros padres habían comprado un enorme lote en esa vecindad y en dicha propiedad empezaron a construir una casa. Nos mudamos a ella antes de que estuviera terminada. Estaba techada, pero las ventanas se encontraban cubiertas con tablones; también una de las puertas. Las paredes eran de adobe, un material de construcción que se fabricaba allí mismo, con una mezcla de tierra, hierba seca y agua. El piso era de tierra también. Teníamos que mantenerlo mojado para que el polvo no volara por todos lados. Era además medio peligrosa esa vivienda. Los alacranes, las víboras de cascabel y las arañas tipo viudas negras se escondían por todos lados. Es que esa colonia se había establecido en lo que hasta hacía poco había sido un enorme rancho, ubicado en la antigua colonia San Rafael. Le pertenecía a la Colorado River Land Company, una empresa estadounidense que había colonizado esas tierras poco antes de que estallara la revolución mexicana.

IMAGEN: Un servidor de un año de edad.

Tomó algo de tiempo para que nuestro nuevo hogar estuviera listo para vivir en él como Dios manda. Eventualmente se le agregaron los marcos a las ventanas y a las puertas y cemento a los pisos. Las paredes internas se revistieron. Lo que daba hacia afuera se hizo dos años después. Nuestro humilde hogar tenía tres cuartos, un porche enfrente y un cobertizo en la parte de atrás. Ese patio trasero tenía piso de tierra también. El cuarto principal servía como cocina, comedor y guarida de todos nosotros. Allí escuchábamos la radio y eventualmente también mirábamos la tele. Esa sección de la casa estaba conectada a una recámara en la cual dormíamos todos nosotros, los huercos. Nueve chamacos. El tercer cuarto era una especie de recamara matrimonial. Estaba medio pequeña pero en ella se ubicaba una máquina de coser marca Singer, en la cual se la pasaba cosiendo nuestra madre. También servía como escritorio esa máquina. Para mí por lo menos. El pequeño cuarto además sirvió como bodega, ya que en él almacenábamos los zapatos que vendíamos de casa en casa y a pagos. Éramos falluqueros.

No teníamos agua potable o baño dentro de la casa. En una sección del cobertizo trasero se construyó una ducha, con paredes de cartón y cuya entrada era protegida por una cortina de plástico. Para bañarnos teníamos que acarrear el agua desde un pozo contiguo. Durante el crudo invierno nos tocaba calentar el agua sobre una fogata cerca de ese pozo. El excusado era de madera, ubicado en la sección de atrás de la propiedad. A cada rato lo teníamos que traspasar, ya que éramos muchos y pronto se llenaba. Olía bien feo ese excusado. Me recordaba al fétido canal de mis primeros años de vida, el que se originaba en La Jabonera y venía repleto de aguas negras.

Mucho antes de que nuestra casa estuviera terminada, nuestra madre plantó toda clase de vegetación en ese enorme lote. Por supuesto, a muchos de nosotros nos tocó ayudar, más que todo a los más grandes. Plantamos toronjos y naranjos frente a la casa, también rosales, los cuales supuestamente iban a cumplir la función de protectora cerca. Una vez crecidos esos árboles frutales, no nos tocó disfrutar ni de naranjas o de toronjas. Se las robaban antes de que estuvieran maduras. Mi mamá le echaba la culpa a los vecinos, pero dudo que fueran ellos los culpables. Esa fruta tentaba a todo mundo.

En la parte de atrás del lote teníamos un montón de árboles frutales. Higueras, viñedos, granados, y no recuerdo qué más. También una prolífica palmera ubicada no muy lejos del excusado. Era una palmera que daba dátiles. Su fruta era dulce, sabrosa, y bien jugosa. Ya se imaginan a qué se debía eso.

Vivimos en esa casa hasta el verano del año mil novecientos sesenta y dos, cuando nos fuimos de Mexicali hacia los Estados Unidos, en busca de mejores oportunidades económicas. Ahora que me pongo a pensar sobre esa decisión, yo creo que hicimos lo mismo que los italianos, los que se habían ido de su país durante el siglo anterior. Hicimos lo mismo que había hecho la mamá de Marco, excepto que nosotros no nos fuimos muy lejos. Sólo a California, al otro lado de la frontera. Ella se fue a otro continente, a Argentina.

Aunque sólo vivimos en la colonia Cuauhtémoc por menos de doce años, gran parte de nuestra vida se quedó aliñada con las vivencias allí acontecidas. Mucho ocurrió allí, mas que todo conmigo. Crecí con premura, pero no con la rapidez que yo deseaba. El tiempo voló, aunque a veces parecía que el reloj de la vida se había quedado atorado. Eso creía yo. Viví allí deseoso de llegar a ser mucho. Soñé y soñé. Quería ser esto y lo otro; nada material, sólo cosas imaginadas en mi mente. Se trataba de sueños que según yo se cumplirían con el pasar de los años. Como eso de llegar a ser un gran físico o un gran químico. A la mejor un gran cirujano. Añoraba la notoriedad. Ahora que lo pienso bien, yo creo que quería hacerme famoso sólo por ser famoso. Añoraba conseguir el éxito sólo para lucirme.

Mucho ha cambiado desde ese entonces, aunque hoy sigo igual de soñador. La añoranza por la fama desapareció pronto; también la tartamudez, pero muchos años después, cuando tenía veintiuno, a la mejor veintidós años de edad. Las vitales lecciones que aprendí cuando vivía en esa colonia Cuauhtémoc, sin embargo, me han ayudado montones. Más que todo para guiarme en la vida. Pero esas memorias, esas vivencias, las que viví en ese terruño, para siempre se mantendrán vivas en los más profundo de mi corazón. Allí las tengo bien guardaditas.

AUTOR: Pedro Chávez