IMAGEN: Raúl con su hija Cristina. Foto sacada de la página en Facebook de Raúl.
Gracias a las redes sociales, a veces nos toca dar con gente valiosa. Es por eso, más que todo, que aprecio el útil y práctico mundo virtual. En mi caso, he encontrado varias conexiones extraviadas, a gente de mi pasado, y también a otros menos perdidos, personas que me han ayudado a conectar lo conocido con lo desconocido. Una de esas conexiones, encontrada en uno de los grupos virtuales de Mexicali, sabe algo de mi familia, de mis padres, de mi barrio, y de aquella casita en la avenida Lerdo en la cual yo nací, a pocas cuadras del centro del aquel entonces pueblito. Se llama Raúl Velázquez esa conexión virtual. Se trata de un hombre de edad madura, con ochenta y cuatro abriles bien cumplidos, quien aún vive en esa ahora enorme ciudad, a pesar de haber trabajado y haberse jubilado de una entidad gubernamental del otro lado, de Calexico, California. Decidió quedarse a vivir en el lado mexicano por diferentes razones.
—Aquí me rinde más el dinero, mi pensión, que no es mucho —explicó—, además no tengo que pagar renta, pues mi casita, aunque humilde, ya está pagada.
Raúl se ha convertido en mi cuate, como llamamos a los amigos nosotros, los de esa tierra cachanilla, los de Mexicali. He hablado con él por teléfono en varias ocasiones, más que todo para no meter la pata y andar diciendo lo que no debo a la hora de publicar mis tarugadas en mi blog. Él conoce bien a ese pueblo y a gente contemporánea que todavía anda por allí haciendo de las suyas. También a otros que ya se fueron.
—Tu papá era un gordito, un señor que siempre andaba en su carrito, uno bien bonito —me dijo—. Le gustaba andar con sombrero también.
Muy atinada la descripción de Raúl. Aunque yo no recuerdo esos tiempos, ya que estaba aún muy chamaco, recuerdo bien a nuestro padre de años después, quien siempre andaba con su sombrero bien puesto, de esos tipo Fedora. Lo hacía más que todo para protegerse del polvo cuando operaba tractores en los campos agrícolas del valle Imperial.
Raúl agrega que vivió sobre la avenida Lerdo desde que nació, el once de mayo de mil novecientos treinta y siete, hasta el treinta de abril de mil novecientos cuarenta y nueve. Conoció a mis parientes, me dice, a mi tía María y mi tío Jesús, los padres de Jorge «El Payo» Rubio Chávez, quien hace poco falleció. Me cuenta también que por años él y su familia acudían a la tienda de abarrotes de doña Cecilia Ramos, ubicada en la esquina oeste de la propiedad de los Rubio. Ella era la mamá de mi tía María, quien era media hermana de mi papá, por parte del padre de los dos, un señor de nombre Pedro Chávez, así como me llamo yo. Me imagino que deben de haberse dado cuenta que a mí me dieron el nombre de mi abuelo. Creo que fueron los Rubio, especialmente las mujeres en esa familia, quienes insistieron que yo me llamara como ese otro Pedro Chávez, el abuelo que nunca llegué a conocer. Mi mamá quería bautizarme con el nombre de Armando, como el de mi papá, pero no se le concedió el deseo. Hablando de mi mamá, les cuento que mi cuate Raúl la recuerda bien.
—Era una mujer grandota —dice Raúl—. Eso me lo dijo mi hermano mayor.
Muy cierto y atinado de nuevo lo que dice mi amigo, y de acuerdo con lo que su hermano le contó. Nuestra madre era grandota y fuerte, de tez morena y con ojos placenteros y alegres, pero también amenazadores. Con sólo mirarnos le hacíamos caso. No tenía que levantar la voz o buscar una vara de cachanilla y pegarnos con ella para que nos portáramos bien.
Raúl agrega que llegó a conocer mucha gente de ese barrio, sobre la avenida Lerdo y las calles B y C. Cuenta también que ese hermano mayor trabajó con mi tío don Jesús Rubio, en la Algodonera del Valle.
—Don Jesús era inspector de campo; era un hombre muy serio y recto, quien a veces daba miedo —dice Raúl—. Eso me lo dijo mi hermano.
Recuerdo muy bien a mi tío Jesús; era serio, pero también se reía. Era alto además, bien alto. Sus dos hijos varones, Armando y Jorge, también salieron altos, al igual que casi todas las hijas. Había un montón de ellas; yo las recuerdo a todas. Parecía que todas tenían unos ojotes bien grandotes. También una sonrisota, de esas pegajosas que le alegran a uno la vida.
Dándole un pequeño giro al tema, les diré que durante el transcurso de nuestra amistad virtual, he llegado a enterarme de varios datos sobre mi cuate Raúl. Se casó con Emilia González, el cinco de septiembre de mil novecientos cincuenta y ocho. Ella era de Calexico, del otro lado. Tuvieron tres hijos, Cristina, Raúl Jr., y Alejandra. Trabajó en la Western Auto por once años, desde 1971 hasta 1982; después consiguió un puesto con el condado del valle Imperial, en el departamento de salud mental, del cual se jubiló en el año dos mil tres.
Dato curioso: años antes de que Raúl trabajara en la Western Auto, yo iba a esa tienda a menudo a echarle ojo a un montón de cachivaches que me gustaba sólo, ya que no tenía los medios económicos para comprarlos. Como bicicletas y patinetas. Era pura soñadera. Lo hacía para pasar el rato, más que todo, mientras mi mamá compraba artículos para el hogar en la tienda Kress, en el lado sur de esa calle. En una ocasión me metí a la Western Auto con una bolsa de palomitas, un antojo que me había comprado con diez centavos que mi mamá me dio para que dejara de dar lata. Al entrar a la tienda, un hombre joven estadounidense me dio la bienvenida, me dijo algo en español y después metió la mano en la bolsa que yo traía y sacó de ella un puñado de palomitas. De inmediato se las devoró. A pesar del atrevimiento, me cayó a todo dar ese gringo, no por robarme las palomitas, sino porque después precedió a mostrarme un montón de juguetes que se exhibían en esa tienda. Lo hizo, me imagino, para complacerme. Me imagino también que él bien sabía que yo, un chamaco cuyo único tesoro era una bolsa de palomitas ya casi vacía, no tenía los medios para comprar juguete alguno.
—Debe haber sido el gerente de la tienda —me dijo Raúl cuando se lo mencioné—. Él era así, muy amable y llevadero con la clientela.
Raúl sabe mucho sobre esa región fronteriza, sobre Calexico y Mexicali, y sobre el barrio en donde yo y él nacimos, y acerca de gente que pobló esas tierras, cuando nuestro terruño apenas echaba a abrir sus alas. Gente pionera o hijos de pioneros que llegaron a esa zona entre patrias a realizar sus sueños, a echar a andar sus objetivos, a triunfar.
Te saludo don Raúl, don Raúl Velázquez, y te doy las gracias por ser mi cuate, aunque por ahora sólo sea en forma virtual.
AUTOR: Pedro Chávez