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Rigo, el súper sabio cachanilla original

By December 13, 2020 No Comments

IMAGEN: El jardín de una casa en Mexicali muestra la nevada que ocurrió el 13 de diciembre del año 1932.

Lo nombraron Rigoberto en la pila bautismal de una improvisada iglesia, aunque desde ese primer año de vida fue más bien conocido como Rigo, a cecas. Nació a finales de la segunda década del siglo veinte, en un rancho del valle de Mexicali, una región fronteriza que apenas se poblaba y levantaba sus alas en cuestiones ligadas con la agricultura. Eran tiempos de lucha eterna y de escaseces para los habitantes de esas fértiles tierras, a pesar de que muchos de ellos ya habían aprendido a sacarle jugo a los otrora campos ociosos e inhabitados, los que en un antaño no muy lejano a menudo se inundaban con las crecientes aguas veraniegas del río Colorado.

Existían pocas escuelas por esos lares en ese entonces, especialmente en zonas rurales, pero esa falta de aulas y maestros no detuvo a Rigo para que se dedicara a cuestiones de aprendizaje y de investigar el porqué de las cosas. Desde muy chico, Rigo echó a andar su mente creativa, tratando de inventar mil cosas, explorando el mundo de la ciencia y aprendiendo de todo conforme observaba y estudiaba el ámbito que lo rodeaba. Decían propios y extraños que era un niño genio, un chamaco lleno de promesa. La gente cachanilla que lo conocía bien decía que Rigo era más bien un súper sabio, un supuesto muchacho prodigio. Conste que dicho sobrenombre se le otorgó a él mucho antes de que se publicaran las tiras cómicas Los Supersabios pocos años después.

Cuando tenía escasa edad, Rigo colocó la punta de una de sus manos en un serrucho circular para ver qué tanto filo tenía. Perdió parte del dedo índice al hacerlo, pero así era él, bien curioso y aventado. Cuentan que lloró, pero que el descalabro no aminoró su deseo de investigar esto y lo otro. Conforme pasaba el tiempo, siguió haciendo de las suyas. Descuartizó ratas para examinarles las entrañas y atrapó enormes pájaros para estudiarles las alas y entender los principios del vuelo. También cazó topos vivos para observar cómo era que dichos roedores usaban los dientes para destruir todo lo que se les ponía enfrente.

Una vez que aprendió a leer, mucho antes de cumplir la edad cuando esa pericia normalmente se obtiene, Rigo empezó también a incursionar en libros de física, química y astronomía, en tomos que más bien se usaban en la secundaria y la preparatoria. Tanto su mamá como su papá no sabían leer o escribir, pero apreciaban la avidez del hijo y con gusto conseguían algunos de los libros que el niño pedía, a pesar de no gozar de la holgura económica para hacerlo. Los dos trabajaban en el rancho en donde Rigo nació y en donde todavía vivían, una granja de ganado vacuno, del tipo lechero. El papá se dedicaba a darles de comer a las vacas y ordeñarlas; la mamá laboraba como mucama.

En una ocasión, poco antes de que cumpliera los siete años de edad, Rigo decidió replicar un experimento que tenía que ver con hacer volar un globo tipo miniatura. Siguiendo las instrucciones encontradas en un libro de física, Rigo construyó el supuesto dirigible con papel de China, pegando el material con engrudo, un mejunje a base de harina de trigo que él mismo preparó y calentó sobre la estufa. Le agregó una pequeña plataforma, la cual serviría como especie de ancla y contrapeso y en la se se colocaría una bujía con petróleo para calentar el aire ambiental. Las dos secciones estaban conectadas con varios hilos, los cuales unían la plataforma con un aro de alambre en la base del globo. Por en medio de ese aro supuestamente iba a subir el aire calentado por la bujía.

Una vez que terminó de crear el artilugio, Rigo invitó a varios amigos para que lo vieran volar, y también para que le ayudaran a llevar a cabo el experimento. Uno de ellos sostuvo el globo, mientras que otro se aseguró de que la plataforma no se tambaleara. Segundos después Rigo encendió la bujía. Tardó un buen rato para que la nave se inflara con el aire calentado, pero una vez que eso sucedió, empezó a elevarse. Desafortunadamente, el globo no alcanzó gran altura. Una inesperada ráfaga lo sacudió, volcando la bujía y regando fuego por todos lados. El globo siguió ascendiendo, sin embargo, pero pronto todo se envolvió en llamas. Primero agarró fuego la base y los hilos que la sujetaban al globo. Después se incendió el papel de China, el cual se consumió de inmediato. Todos los presentes, incluyendo a Rigo, se mantuvieron boquiabiertos al presenciar lo que sucedía. No podían creer lo ocurrido y el ingrato final que había tenido el experimento. Poco después de un prolongado silencio, todos aplaudieron. Luego de notar la imagen victoriosa que se desprendía del creador del proyecto, aplaudieron de nuevo y gritaron con gozo.

—Por lo menos voló —gritó Rigo eufórico.

—¡Claro que sí! —agregó uno de sus compañeros.

En otra ocasión, años después y todavía con el afán de crear naves que llegaran a volar, Rigo construyó un pequeño avión ultraligero. Lo fabricó con corteza de álamo, un árbol que crecía junto a los canales y los riachuelos de ese valle. Aprendió como curar la madera, extrayendo la información de uno de los tantos libros que tenía a su disposición. La secó con el calor del sol y después sobre una fogata. Luego la cortó en largas tiras. Con un filoso cuchillo y a mano, formó entonces el fuselaje, las alas y el empenaje de cola. Tenía más o menos medio metro de largo la nave. Las alas tenían similar longitud, ya que según Rigo era algo necesario que así fuera para prolongar el tiempo de vuelo del aeroplano. Una vez que terminó de construirlo, lo pintó todo de color negro, excepto la nariz. En esa sección frontal Rigo le dibujó el pico de un halcón, pintado con un color entre el naranja y el amarillo. Antes de invitar a sus compañeros para que vieran al avión volar, lo probó repetidamente para asegurarse del aerodinamismo del mismo.

—Volaba a todo dar —según él.

Varios de sus amigos acudieron al vuelo inaugural. Ninguno de ellos había antes observado ese tipo de naves ultraligeras en pleno vuelo, pero todos estaban ansiosos por ver una de ellas por vez primera. Rigo se subió al techo de uno de los establos del rancho y desde ahí lanzó el aeroplano. Había poco viento ese día, pero era suficiente según él, ya que el tiempo ventoso no era ideal para ese tipo de naves. Una vez echado a volar, el avión fue agarrando altura conforme se paseaba en el aire. Aunque efímeras ráfagas lo hacían cambiar de rumbo, esos ligeros cambios de dirección lo ayudaban para que además se luciera, ejecutando garbosas danzas mientras viajaba con alborozo en ese espacio sideral. Todos aplaudían y gritaban al ver volar a esa alegre nave. Nadie podía creer además cómo era que ese aparato ultraligero se mantuviera por tanto tiempo en el aire. Pero eventualmente se acabó el gozo. Un enorme halcón, uno de verdad, el cual salió de quién sabe dónde, se acercó a la aerodinámica obra creada por Rigo y la atacó, haciéndola mil pedazos con sus garras. Dichos restos de madera se quedaron suspendidos en lo alto por un rato, flotando lentamente, pero poco después terminaron en el suelo. Al notar el infortunio, todos los presentes se quedaron callados, incluso Rigo.

—Eso pasa por andar pintándole un pico de halcón a ese avión —dijo en forma de broma y de consuelo uno de los invitados.

—Así es —dijo Rigo.

Hubo otros descalabros durante la niñez de ese creativo muchacho, pero ninguno de ellos lo llegó a desanimar. Él seguía adelante con sus proyectos y sus inventos. Uno de esos propósitos, sin embargo, logró ser exitoso y con grato final, excepto que nadie en ese valle, ni siquiera el propio Rigo, supo que fue él quien hizo que nevara en esa región cachanilla en el año mil novecientos treinta y dos.

Resulta que antes de que empezará el invierno ese año, se le había metido en su curiosa cabeza que no era justo que en ese valle de Mexicali no cayera nieve, especialmente en la época navideña cuando Santo Clos supuestamente venía del polo Norte a dejar regalos por todos lados.

—En la Navidad debe haber nieve —se dijo a sí mismo ese audaz chamaco cachanilla.

Pero era otra la cruda realidad. Nunca había nevado en ese valle hasta ese entonces, no por desaires de la Madre Naturaleza, sino porque esa región desértica no tenía los ingredientes requeridos para que en ella cayera nieve. Pero a Rigo le valió un cacahuate dicha excusa y decidió que iba a encontrar la forma para que nevara. Se metió en los usuales libros de física y uno de meteorología. Después de estudiar el fenómeno a fondo, se dio cuenta que ciertas condiciones atmosféricas tenían que ocurrir simultáneamente para que cayera esa fría, lenta y ligera lluvia blanca del cielo. Rigo concluyó que a pesar de que ese valle en donde él vivía era demasiado seco para que ocurrieran nevadas, se podían alterar las condiciones atmosféricas para que ello sucediera.

—Hay que picarles a las nubes en días extremadamente fríos —se dijo a sí mismo.

Pronto echó manos a la obra. Imitando lo hecho casi dos siglos atrás por Benjamín Franklin, uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, Rigo construyó un enorme papalote, al cual le colocó una gran antena metálica. Lo probó mil veces, echándolo a volar cuando el cielo se llenaba de nubes. Su plan era atraer descargas eléctricas hacia esa antena. De acuerdo con la teoría discurrida por él, esas descargas eventualmente causarían disturbios en las nubes y provocarían la lluvia.

—Si eso se da cuando esté bien frío, con una temperatura menor a los cero grados —se dijo a sí mismo—, de seguro cae nieve.

Tenía algo de sentido su teoría, pero estaba también algo de incorrecta, ya que hasta esa fecha y hasta ahora, nunca se ha llegado a comprobar que la antena de un papalote cause inestabilidad en las nubes.

Pero Rigo, un chamaco precoz, atiborrado de ingeniosas ideas y con un incansable espíritu innovador, echó a andar su plan de todas maneras. Lo hizo un día lunes, el doce de diciembre del año mil novecientos treinta y dos. La temperatura en ese valle se encontraba por debajo de los cero grados. Aunque no hacía mucho viento, Rigo logró hacer volar el papalote. Lo movió, lo jaló y lo movió de nuevo hasta que llegó a gran altura. Rigo permaneció allí por un buen rato, esperanzado en que rayos provenientes de las nubes embistieran la antena montada en dicho papalote. Pero ello no sucedió sino hasta ya tarde. De repente, Rigo notó varios relampagueos dentro de las nubes, lanzando rayos a diestra y siniestra. Eventualmente uno de ellos hizo contacto con la antena y la destruyó, achicharrándola tanto a ella como al papalote.

Rigo se fue a casa. Estaba cansado y desesperanzado. Su experimento no había causado ni lluvia ni nieve, según él.

—A la mejor me equivoqué —se dijo a sí mismo.

Pronto se fue a dormir también. El cansancio lo había agotado por completo. Trató de no pensar más sobre ese experimento y más bien darlo por fallido. Después de todo, se trataba de uno más de esos descalabros que por años habían ocurrido en su corta vida. Pronto se quedó dormido. No soñó con nada, ni con inventos o con la augurada nevada.

Pero se llevó una gran sorpresa la mañana siguiente. Su mamá lo despertó para que viera la nieve.

—Nevó, hijo, nevó —le dijo ella casi a gritos.

Rigo se asomó por la ventana y notó la capa blanca que cubría los campos, los techos de los establos, y los senderos de ese rancho. Pensó que estaba soñando, pero al frotarse con las manos ambos ojos, se dio cuenta que no se trataba de sueño alguno, que sí había nevado en ese valle esa madrugada del trece de diciembre.

Colorín colorado. Este cuento se ha acabado.

AUTOR: Pedro Chávez