CAPÍTULO UNO
Carnicería en el rancho
JOSÉ LLEVABA MÁS de una década trabajando en ese rancho el día del asalto, cuando una jauría de pistoleros a sueldo se presentó para apoderarse de la propiedad por la fuerza. A causa del atraco y de las secuelas que dejó, era muy probable que José no volviera a trabajar allí. Situada en el norte de Michoacán, cerca de Zamora, la hacienda tenía los toques habituales de otra época, de una forma de vida que favorecía a los ricos, pero que había sido transformada por la prolongada revolución mexicana y la nueva ola de líderes políticos oportunistas. La casa principal del rancho, la llamada casa grande, era enorme y estaba adornada con los ubicuos arcos y un patio central, una moda traída al nuevo mundo por los españoles, pero una costumbre probablemente concebida por los moros, tal vez los romanos, cuando uno de esos dos grupos se turnó para gobernar a España. La inmensa casa estaba rodeada de campos y campos de tierras de cultivo de primera calidad. Aunque se suponía que ya no se permitía la existencia de ranchos tan grandes, después de la revolución, este todavía existía por razones desconocidas. Era colosal e imponente, como los de los latifundistas, los propietarios privilegiados de las vastas haciendas que abundaron durante una insigne, pero nefasta época mexicana.
La policía local llegó aproximadamente una hora posteriormente al ataque, justo después de que alguien los llamara. Se encontraron con una escena espantosa; había muertos por todos lados. Toda la familia que administraba la granja desde hace tiempo murió durante la refriega. Todos los atacantes también murieron. La policía no podía creer la atrocidad del espectáculo ante sus ojos. Un par de veteranos de ese escuadrón policial dijeron que no habían visto semejante carnicería desde los días de la revolución.
Además de perder a sus patrones, auguraba un tipo adicional de malas noticias para la mayoría de los trabajadores que habían estado empleados allí durante años. Casi todos ellos probablemente perderían sus trabajos, a excepción de algunos hombres y mujeres que se quedarían por un tiempo, una cuadrilla esqueleto para cuidar a los animales y hacer otras tareas necesarias hasta que los funcionarios del gobierno decidieran qué hacer con el rancho.
A José no le tocó quedarse ese día, pero esperaba que después le dijeran que todavía tenía empleo. Había realizado principalmente labores agrícolas durante todos los años que había trabajado en esa hacienda, cultivando fresas, maíz y otros plantíos. Con el tiempo, el rancho se había convertido en algo inseparable, un pedazo primordial de su vida, ya que había pasado innumerables horas trabajando en ese lugar, realizando una gran cantidad de tareas en la enorme granja, día tras día, a menudo también los domingos. Laboraba allí temprano y tarde, respirando el acogedor frescor del rocío de la mañana o dirigiendo un arado bajo la luz de las noches estrelladas. Estaba familiarizado con todo el rancho. Sabía el tamaño de cada campo y las características físicas que tenía cada uno, el curso de cada canal, la profundidad y el tamaño de cada estanque, la ubicación de cada recodo en todos los caminos de esa granja. Disfrutaba trabajando allí, al aire libre, en contacto con la naturaleza y ayudando a cosechar el fruto cultivado en la rica tierra negra de ese terreno.
Unos cinco años antes del terrible suceso, José había considerado dejar su trabajo en el rancho y mudarse al valle de Mexicali, una próspera región de cultivo del algodón en Baja California. Estaba ya casado con Tina en ese entonces. Miles de michoacanos como José y sus respectivas familias se estaban yendo a ese valle en masa, alentados por el revuelo que se extendió durante el bullicio de la reforma agraria. Se iban a esa supuesta tierra prometida con la mira de arrancarle un cachito de suelo a los inmensos tramos de territorio mexicano que habían sido otorgados a una empresa estadounidense a principios del siglo XX, durante el régimen de Porfirio Díaz. Aunque la arriesgada odisea ofrecía la posibilidad de conseguir una parcela de cultivo propio en ese valle lejano, después de una larga y prolongada deliberación personal sobre esa imperante encrucijada, José decidió continuar trabajando en la hacienda a pesar de que a Tina le hubiera gustado irse a ese valle en busca de un pedazo de tierra propia.
—Mejor nos quedamos queditos —le dijo José a su esposa en aquel entonces, más que todo porque no le gustaba correr riesgos y le costaba tomar decisiones.
—Mejor nos quedamos aquí en Michoacán, en nuestra tierra —agregó.
Ahora que reflexionaba sobre su posible pérdida de empleo y la destrucción humana causada por el abrupto ataque en el rancho, José se sintió arrepentido por no haberse ido a ese valle en el norte de México cuando años atrás su esposa insistía en hacerlo.
El devastador asalto a la casa principal de la hacienda ocurrió el miércoles 18 de febrero de 1942. Fue perpetrado por una pequeña banda de pistoleros, contratados por una familia que durante años había afirmado que la hacienda les pertenecía a ellos legalmente. Los atacantes entraron con apremio a la casa, a media tarde, disparando sus armas mientras derribaban puertas violentamente. Pero para su sorpresa, los residentes de ese hogar los estaban esperando, escondidos en pasillos y detrás de grandes muebles, y armados hasta los dientes. Habían sido alertados unos minutos antes por uno de los peones del rancho, quien había visto a la pandilla montada en sus caballos y galopando hacia la hacienda. Pronto se produjo un feroz tiroteo, el que eventualmente causó la muerte de todos aquellos que se encontraban dentro de esa casa, entre ellos los intrusos.
José estaba en uno de los cobertizos del rancho recogiendo una carretilla y una pala cuando escuchó repetidos disparos provenientes de esa casa. Los sonidos de las armas eran de diversa intensidad. También se oían muchos gritos. Decidió quedarse ahí por un rato, por lo menos hasta que cesaran los disparos. Otros trabajadores en ese almacén y en otros lugares cercanos hicieron lo mismo, optando más que todo por protegerse del tiroteo. Las balas volaban por todos lados, dentro y fuera de la casa principal, rompiendo ventanas y pegándoles a objetos en los alrededores, incluso a las paredes y al interior del lugar en el que José y otros empleados habían encontrado una seguridad ilusoria.
—Madre María purísima —dijo José cuando una de las balas le pegó a la parte metálica de un arado guardado en el cobertizo y cerca de él.
Los disparos y los gritos duraron menos de cinco minutos, pero para aquellos que buscaron amparo en convenientes refugios, la trifulca se asemejó a una eternidad. Una vez que cundió el silencio por un rato, varios trabajadores de ese rancho, entre ellos José, y algunos curiosos que andaban ahí de visita, salieron de sus escondites y caminaron con cautela hacia la casa principal para inspeccionar la escena de los hechos y brindar ayuda si ello fuera necesario. Había cuerpos por toda la casa, en el suelo, desplomados contra las paredes interiores, encima de los sofás y cerca de la puerta trasera. También había pistolas regadas por todas partes, pero sobre todo al lado de personas que parecían estar muertas. Un hombre moribundo ubicado cerca de la cocina pedía ayuda. Se trataba de uno de los atacantes. Estaba encorvado sobre una silla, con la mano derecha tocando el suelo y todavía sosteniendo su pistola con ella. Uno de los trabajadores de la hacienda le quitó el arma de la mano de una patada y luego lo empujó de la silla con el pie.—Cabrón —le dijo y lo pateó varias veces.
Había una mujer cerca de la puerta trasera que también pedía ayuda. Era la hermana mayor de la familia atacada y la autoproclamada jefa de la granja. La mayoría de los trabajadores solían temerla. Era mala, arrogante, y a menudo insultaba a todo mundo, pero más que todo a los peones más humildes. También era cruel, con los demás y con sus propios hermanos y hermanas. En una ocasión le arrojó agua hirviente a un hermano menor solo por contradecirla.
—Ayúdame por favor —le preguntó ella a un hombre que había acudido a ayudarla—. Me estoy muriendo.
La sangre salía a borbotones de la zona del vientre. El hombre pensó en usar su pañuelo y meterlo en la herida para intentar detener la hemorragia, pero optó por no hacerlo. Recordó lo mala que había sido aquella mujer en el pasado. «Ojalá se mueras pronto», se dijo a sí mismo y se fue a buscar a otras víctimas que posiblemente requirieran auxilio. Además de esos dos, el hombre y la mujer que aún estaban medio vivos, había otros tres hombres moribundos cuyas vidas también colgaban de un hilo. Sin embargo, uno tras otro fue llegando a su final. Cuando arribó la policía, los cinco supervivientes transitorios ya habían fallecido.
El asalto y el subsecuente tiroteo ocurrieron de sorpresa, pero también fueron actos que se habían cristalizado por años. Los descendientes de los dueños legales de la hacienda habían estado luchando en vano en los tribunales durante décadas tratando de recuperar la propiedad. La enorme granja había pasado de una generación a otra por más de cien años, pero fue incautada por la fuerza durante la revolución. Más tarde fue otorgada a un hombre llamado Melchor Bustamante, alguien que supuestamente había dirigido un pequeño ejército rebelde en el sur de México y quien recibió la hacienda como una especie de recompensa por haber participado en dicho levantamiento civil. Aunque Bustamante afirmaba que había luchado junto a Emiliano Zapata y que había alcanzado el rango de general a finales de la revolución, nada de eso era cierto. Para los que lo conocían bien, Bustamante no era nada más que un conveniente ladrón quien reclutó a otros ladrones para saquear los pueblos, haciéndose todos pasar como revolucionarios para realizar el pillaje. Una vez que terminó la guerra, Bustamante continuó mintiendo y fabricando historias sobre batallas que él nunca había librado, al igual que evocando campañas militares que nunca habían tenido lugar. Algunas personas le creyeron, pero la mayoría no. Solo por ser amables o como un halago, casi todos lo llamaban general. Murió a principios de los años treinta y su descendencia heredó la hacienda mal habida. Todos ellos y sus respectivas familias vivían en la casa principal en el momento del ataque. La mayor de los herederos, una mujer tiránica que no se preocupaba por nadie más que por sí misma, se había autoproclamado la jefa de esa hacienda, la cual dirigía con mano de hierro. Aunque ella y otros miembros de esa familia habían sido amenazados en varias ocasiones por quienes luchaban por recuperar la propiedad, nunca les prestaron mucha atención a las amenazas. Luego del último revés legal en el juzgado local, los perennes reclamantes de los predios le advirtieron a la descendencia de Bustamante que tomarían la propiedad por la fuerza si ello fuera necesario. El clan, nuevamente no le prestó atención a la advertencia. Se sentían seguros en su refugio heredado. Además, pensaban que tenían suficientes armas para defenderse. Aquellos que intentaban recuperar sus tierras, sin embargo, eventualmente convirtieron la amenaza en acción y planearon cuidadosamente el ataque. Tendría lugar a media tarde, durante las horas de la siesta, con la esperanza de encontrar a sus adversarios y a la mayoría de los trabajadores dormidos. Y fue eso exactamente lo que hicieron ese trágico miércoles, al tomar la ley por sus propias manos y utilizar pistoleros contratados para ejecutar su voluntad. Pero les salió el tiro por la culata, como reza el dicho, el cual implica que los planes mejor trazados a menudo salen mal.
LA POSIBILIDAD DE perder su trabajo fue una coyuntura desgarradora e inesperada para José, pero el haber entrado a la casa grande después del asalto y ver la carnicería que había tenido lugar en ese hogar lo dejó emocionalmente traumatizado por días. Durante un tiempo no pudo pensar con claridad ni saber qué hacer a continuación con respecto a trabajo. Pero su esposa Tina lo ayudó a superar el dolor y la ansiedad causada por el reciente suceso, especialmente después de enterarse de que la mayoría de los trabajadores no iban a volver a trabajar en ese rancho. José no podía creer el repentino giro de los acontecimientos. Se culpó a sí mismo por no haber optado por irse al Valle de Mexicali cuando tuvieron la oportunidad de trasladarse allí. Poco después de saber que ya no trabajaría en la hacienda, buscó empleo, pero durante semanas no tuvo suerte para encontrarlo. Tina le explicó que tenían algo de dinero ahorrado y que tenían lo suficiente para aguantar un tiempo. Ambos eran frugales y solían ahorrar una parte de sus ingresos. Ella no trabajaba entonces pero lo había hecho en el pasado y «estaba dispuesta a hacerlo de nuevo si fuera necesario», dijo. Pero José estaba en contra de ello. Hacía tiempo que Tina no trabajaba, desde que nació el primer hijo, unos siete años antes. Ahora tenían cuatro herederos, los cuales la mantenían ocupada. Pero Tina insistía en trabajar de nuevo, para ayudar con los gastos.
—Tal vez pueda volver a hacer trabajos de limpieza en algún rancho —dijo.
—No, no hay necesidad de eso. Soy yo quien tiene que trabajar y proveer —respondió José.
Fue una respuesta rápida por su parte, aunque sabía que ella podría conseguir empleo mucho más rápido que él, especialmente en pleno invierno, cuando el trabajo agrícola disponible era limitado. La sugerencia de Tina, sin embargo, ofrecía esperanzas; pensó que nunca pasarían hambre mientras ella lo apoyara. Pero también se preocupaba por ella. La conocía bien y estaba seguro de que estaba tan preocupada como él por la situación actual. Tenía razón. A Ernestina, su nombre de pila, pero más bien conocida como Tina, también le afectaba bastante el giro de los acontecimientos y el futuro incierto que tenían por delante, pero se guardaba su situación personal. Sentía que debía ser el pilar del hogar en una coyuntura tan difícil y que no le entrara el pánico.
—¿Crees que todavía hay terrenos disponibles en ese valle al que queríamos mudarnos antes? —ella dijo.
Le sorprendió lo preguntado a José. Aunque él había recordado dicho asunto recientemente, estaba seguro de que todas esas parcelas ya tenían nuevos dueños.
—No lo sé. Ha pasado ya mucho tiempo; la mayor parte de esa tierra probablemente ya esté repartida —respondió.
—Escuché que mucha gente todavía se está yendo a ese valle —dijo Tina—. Pero tal vez sea a otro lugar al cual se van, no a allí.
—Puedo averiguarlo —agregó José—. Nunca se sabe, siempre existe la posibilidad de que todavía no se hayan repartido todas las parcelas.
José no estaba realmente interesado en dejar Michoacán, su estado natal, y la zona de Zamora, una región que amaba y apreciaba. Pero había comenzado a preocuparse bastante por no tener trabajo y por la posibilidad de no poder mantener a su familia, por lo cual el irse a ese lejano valle del norte de México, según él, podía convertirse ahora en una opción de último recurso. Sin embargo, al igual que había sucedido cinco años antes cuando él y Tina habían discutido unirse a la multitud de michoacanos que se iban a ese lugar, José seguía aferrado a quedarse en su tierra natal. Pero a medida que pasaba el tiempo y seguía sin encontrar trabajo, José cambió de opinión. Su mujer tuvo mucho que ver con ese giro. Conforme notaba a diario que los ahorros se les iban agotando, Tina estaba convencida de que se debía tomar una decisión cuanto antes sobre la precaria situación y de que trasladarse a aquella lejana y tentadora tierra era lo más prudente. José cambió de parecer y aceptó la sugerencia de su esposa. Así que, a finales de marzo de ese año toda la familia partió hacia aquel lejano valle. Utilizaron parte de los ahorros que aún tenían para pagar el pasaje de tren hasta Benjamín Hill, Sonora Era el punto más lejano de esa ruta para los pasajeros que continuaban hacia el oeste, ya que todavía no había otros trenes que conectaran con los ferrocarriles regionales de esa zona. Desde allí tomaron otros medios de transporte para llegar al valle de Mexicali.
LOS PORMENORES DE las vidas, las tribulaciones y los logros de José, Tina y sus hijos me los contó hace ya tiempo un amigo cercano. Incluyó además información sobre su arcano legado y ciertas obras de caridad que se le atribuyen a José y las cuales ahora forman parte de lo que parece ser una popular, pero difícil de creer leyenda que se ha regado por todos los rincones de esta zona fronteriza. Me reuní a diario con mi amigo durante varios meses para obtener todos esos datos. Al igual que yo, es de Mexicali y del mismo barrio, un vecindario llamado Colonia Cuauhtémoc. Acá entre nos, se tardó una eternidad para contármelo todo, ya que es una de esas personas que relatan las cosas con todo lujo de detalle. No se le escapó menudencia alguna. Se metió en un vericueto tras otro, explicó esto y aquello, y mencionó sucesos que a la mejor ni vela tienen en el entierro. Por otro lado, su meticulosidad acabó creando un manantial de datos de apoyo y una útil fuente de pruebas. Esa información adicional sobre José y su arcano legado realmente ayuda, ya que algunas personas no aceptan las historias anecdóticas al pie de la letra, a menos de que haya pruebas fácticas que corroboren la validez de lo que se dice. Lo bueno de todo, al fin de cuentas y debido a esa tardanza, tuvimos la oportunidad de pasarla a todo dar, no solo platicando sobre detalles de esa familia y de dicho legado, sino hablando de otras cosas. Nos sentábamos sobre un pequeño muro ubicado en el porche de una tiendita en la calzada a Compuertas, acompañando la plática con pan dulce y bebidas gaseosas. Aunque nos reuníamos allí con nuestra misión en mente, a veces de lo que más hablábamos era de política, de deportes y de otro montón de tarugadas. También pasábamos el tiempo metidos en otros asuntos, como por ejemplo, conviviendo con gente que llegaba a ese negocio a comprar abarrotes, personas que con el correr del tiempo se llegaron a convertir en buenos «cuates». Eso pasa cuando uno vive en colonias hospitalarias como la Cuauhtémoc, en donde las amistades en ese entonces se engendraban con campechanía y de un día a otro.
Afortunadamente, o tristemente, según se mire, después de meses y meses de juntarnos en el porche de esa tienda de abarrotes, nuestra misión llegó a su fin, junto con nuestra cita diaria y las platicadas con algunos de los clientes que visitaban el lugar. Por supuesto, el final de esa fase de recopilación de información era sólo una pequeña parte de la gran tarea que teníamos entre manos; no se trataba de un colorín colorado sino del principio de lo que estaba por venir. Para mí, al menos. La parte difícil de mi trabajo estaba a punto de empezar. Era algo que tenía que llevar a cabo solo, encerrado en una pequeña habitación, sin la presencia de mi compañero y otros amigos, y sin los sorbos diarios de gaseosa y los bocados de pan dulce. Se presentaba ante mí una empresa desalentadora. Para que lo sepan, tuve que ordenar de alguna manera toda la información recopilada durante nuestras numerosas reuniones, que estaba escrita en miles de pequeñas notas sucintas. Había toneladas de ellas. Y debido a nuestro pacto, no se me permitía dejar ninguno de esos datos traspapelados, olvidados, a menos que no fueran tan importantes, de acuerdo con mi criterio.
Con puño y letra propia fui finiquitando mi quehacer, día tras día, hasta ultimar lo prometido, ya que esa fue la promesa que le hice a mi amigo. Le aseguré que ordenaría todos esos datos y los incluiría en un extenso resumen biográfico sobre las vicisitudes tanto de José como las del resto de su familia, para mantener toda esa información en un medio más duradero, el escrito. Según mi amigo, era de suma importancia que nuestra gente «cachanilla», los que poblamos este valle, tuviéramos acceso a un documento verosímil que constatara lo que ya se había regado de boca en boca y se había convertido en mito. Que confirmara además, con anécdotas fidedignas, que un humilde vendedor ambulante ayudaba en secreto a la gente pobre.
José, según mi amigo, sigue apareciendo en algunas calles de Mexicali, en altas horas de la noche o en las oscuras horas previas al amanecer, dejando comestibles y otros regalos en las casas de familias necesitadas. Aunque nadie lo ha confirmado de forma definitiva, las acciones de tan filantrópico personaje, sus andanzas y actos de caridad, se han convertido ya en parte de una leyenda viviente en esta región. Basado en el testimonio de miles de personas que supuestamente han sido ayudadas por un hombre más bien conocido como don José, y por el innumerable número de testigos que han jurado haberlo visto bajo el manto de la noche, en su bicicleta, repartiendo mercancías en los barrios más pobres de esta región fronteriza, mi amigo jura que muchas de las proezas atribuidas a don José son muy ciertas.
Hay mucha gente que recuerda haberle comprado fruta preparada, tortas y otros antojos a don José tanto en la colonia Cuauhtémoc Sur como en el centro de la ciudad. Muchos lo hicieron durante varios años, cuando él vendía sus delicias en una carreta en las décadas de los cincuenta, los sesenta y parte de los setenta, antes de que surgiera todo ese alboroto sobre la mentada leyenda y de que un inesperado pero trágico suceso golpeara duro su vida. José hizo gran parte de sus ventas junto a la escuela Presidente Alemán, un plantel de enseñanza primaria. Ocupó ese sitio entre semana en los días de clases, desde la primera vez que abrió sus puertas ese centro educacional, poco antes del otoño de mil novecientos cincuenta y dos, hasta cuando no se supo más de él ni se le vio de nuevo, con su carreta o sin ella, excepto por aquellos que juran haberlo visto montado en una bicicleta en altas horas de la noche, con mochila al hombro y haciendo donaciones en secreto.
Poca gente llegó a enterarse de los apellidos de José, quien fue más bien conocido solo por su nombre de pila, incluso una vez que él se había convertido en parte de la popular y ampliamente divulgada leyenda. Su nombre completo era José García García, de acuerdo con mi amigo, quien había conseguido una copia de la acta de nacimiento de José para verificar ciertos datos. Según dicho documento, expedido por el Registro Público de Zamora, José había nacido en Tlazazalca, Michoacán, en mil novecientos trece, de padres cuyos apellidos eran ambos García. Mi amigo me explicó que dicho apellido era muy común en tierras michoacanas en aquellos tiempos. Por cuestiones del destino o por pura chiripa, resultó que su esposa era también de apellido García, así que los apellidos tanto paterno como materno de los hijos de José y Tina terminaron siendo también García García.
AUTOR: Pedro Chávez