CAPITULO UNO
Principios de diciembre de mil novecientos noventa y ocho
ALEJANDRA PADECÍA DE un recurrente malestar en el estómago, una extraña sensación de desazón y de ligero mareo que la había estado afectando repetidamente durante toda la mañana. Le preocupaba porque era diferente a todo otro dolor antes experimentado. Estaba sola. Su hija Juanita, de nueve años, estaba en la escuela y su marido, Manuel, en el trabajo. Pensó en descansar un rato para ver si se le pasaba la rara molestia, pero siguió trabajando. Tomarse un descanso no era muy buena idea, según ella. Todavía tenía que preparar la comida de la tarde y bordar los cuellos y dobladillos de seis vestidos pequeños que debían ser entregados la mañana siguiente. La afección interna se volvió dolorosa a medida que avanzaba el día. También sentía el estómago hinchado. Al principio, pensó que se trataba de una intoxicación alimentaria. Ya había sufrido ese mal en una ocasión y los síntomas eran similares; sin embargo, esta vez había un síntoma diferente. Recordaba haber vomitado mucho cuando tuvo esa enfermedad, pero hasta ahora no había tenido la urgencia de hacerlo. Le hubiera gustado poder ir a ver a un médico, pero no había ninguno cerca. Los más inmediatos estaban en San Ignacio, una pequeña ciudad a unos setenta kilómetros al noreste. Alejandra vivía en una zona desolada y en uno de los asentamientos que componían lo que se conocía como La Laguna, en una pequeña casa junto a la orilla de Laguna de San Ignacio, un enorme lago de agua salada contiguo al océano Pacífico y a medio camino de la península de Baja California. Las ballenas grises de las aguas cerca de Alaska visitaban esa laguna cada invierno.
Con la esperanza de sentirse mejor, Alejandra decidió preparar una pequeña poción de té de manzanilla, un calmante común. Se sirvió un poco en una taza y le dio unos sorbos, pero no pudo consumir mucho. Una repentina punzada surgió en su abdomen al intentar de beberlo, así que decidió olvidarse del té y mejor tratar de dormir un rato. Se quitó los zapatos, pero nada más, y se metió debajo de la cobija que cubría la cama. No pudo dormirse de inmediato, pero finalmente lo hizo, durante una hora. El dormir no ayudó mucho, y para empeorar las cosas, la sensación inicial de náuseas se había ya convertido en un dolor ardiente cerca del ombligo. Alejandra estaba segura de que se trataba de algo grave. Normalmente gozaba de buena salud y en rara vez se veía afectada por las enfermedades recurrentes que suelen aquejar a la mayoría de la gente, como el resfriado común y la gripe estomacal. Había estado hospitalizada en una ocasión, después de que naciera su hija. Una comadrona local había ayudado para que diera luz a su hija, pero Alejandra desarrolló graves complicaciones tras el parto y tuvo que ser llevada a la clínica más cercana de la zona, también en San Ignacio.
Los desconcertantes dolores abdominales seguían acosando a Alejandra. También se sentía débil. Unos minutos después del mediodía, la aflicción se volvió insoportable, lo suficientemente grave como para impedirle preparar la comida de la tarde. Algo anda mal, pensó, así que decidió visitar a su amiga María para solicitar su ayuda. Ella vivía a poca distancia de su casa. Una vez allí y tras contarle sobre su mal, María le sugirió un remedio a base de hierbas. En un asentamiento cercano, a unos tres kilómetros al sureste, había una mujer que vendía hierbas medicinales que se utilizaban para curar una serie de dolencias. Algunas de ellas solían funcionar y curar brotes comunes de la piel, trastornos estomacales, problemas respiratorios y otros malestares. En el pasado, Alejandra había comprado allí ruda y algunos tés medicinales, pero no mucho más. Ella no creía mucho en la mayoría de las propiedades curativas atribuidas a muchas de las hierbas. Sin embargo, la ruda había demostrado ser un remedio eficaz. La había utilizado antes para curar los repetidos dolores de oído que afligían a su hija cuando era más chica.
—Creo que necesito ver a un médico —le dijo Alejandra a María.
Su amiga estaba de acuerdo.
—Probablemente sea demasiado tarde para ir hoy —añadió Alejandra—. A menos que podamos encontrar algún tipo de transporte para viajar a San Ignacio.
—Tal vez Manuel pueda encontrar algo —dijo María.
—Espero que pueda —respondió Alejandra.
Manuel normalmente llegaba a la casa unos minutos después de las tres de la tarde, más o menos a la misma hora que Juanita regresaba de la escuela.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? —le preguntó María.
—Sí. ¿Puedes cuidar a Juanita y nuestra casa si es que podemos ir a la clínica? No sé cuánto tiempo estaremos ausentes, pero espero que sólo sean dos días cuando mucho.
—Por supuesto, con mucho gusto. Estoy para servirte.
Luis, el hijo de María, de siete años, y Juanita eran inseparables amigos. También iban y venían juntos a la escuela.
—Gracias, María, agradezco mucho tu ayuda.
Alejandra colocó sus dos manos en el vientre mientras respondía. Se exhibía un gesto de extremo dolor en su rostro.
—¿Estás bien? —le preguntó María.
—Estoy bien, sólo fue una punzada.
Se trataba de algo mucho más que una punzada, pero Alejandra no quería alarmar a su amiga. Sin embargo, los gestos en su rostro no lograron ocultar su agonía. Se miraba pálida además, y desprovista de su alegría habitual. Se notaba también preocupada; sus ojos y su mirada lo confirmaban. La breve sonrisa que trató de que se desprendiera de sus labios al responderle a María, para medio confirmar que estaba bien, nunca logró su objetivo y más bien se convirtió en un esfuerzo truncado.
—¿Ya preparaste la cena? —preguntó María.
—Todavía no; pienso hacerlo en cuanto regrese.
—No te preocupes —dijo María—. Haré suficiente comida para todos y te llevaré parte de ella a tu casa cuando ya esté hecha.
—Gracias María, pero no es necesario que te molestes —respondió Alejandra.
—No me contradigas; insisto en hacerlo —dijo María y se sonrió—. Mejor descansa y haz los preparativos para el viaje a la clínica.
—Está bien, tienes razón. No sé cómo agradecerte.
—No te preocupes; para eso somos amigas.
Antes de partir, Alejandra le dio las gracias de nuevo a María. Agregó que esperaba poder irse a San Ignacio ese mismo día. Conforme caminaba hacia su casa, ponderó sobre la relación que ella tenía con esa vecina. Eran buenas amigas y en varias ocasiones se habían hecho favores mutuos. Tenían más de diez años de conocerse. No se visitaban mucho, más que todo porque María se mantenía ocupada con sus menesteres. Lo mismo sucedía con Alejandra, quien además de los quehaceres del hogar, dedicaba gran parte de su tiempo al trabajo de costura, confeccionando vestidos folclóricos para un vendedor ambulante de nombre don Miguel.
Poco antes de las dos de la tarde Alejandra estaba de regreso en casa. El dolor abdominal había repentinamente empeorado y ahora le costaba moverse, pero tenía que prepararse para el viaje, según ella. Sacó una pequeña maleta que había comprado en Tijuana unos años después de casarse, pero que no había usado mucho. Todavía estaba en buen estado, pensó. La había comprado para un viaje que nunca se hizo. Manuel y Alejandra planeaban entonces visitar a sus familias en dos estados diferentes, en Guerrero y Colima. Pero ese plan de viaje se canceló debido a que se mudaron a La Laguna. La maleta le recordó a su madre. No la había visto ni a ella ni a su padre desde hacía casi dieciocho años. Aunque había planeado en varias ocasiones visitarlos, esos planes siempre se rompían por una u otra razón. Sin embargo, le había escrito en múltiples ocasiones y ella le había respondido. Pero esas respuestas eventualmente cesaron. Alejandra se preguntaba a menudo si su madre seguía viva. Guardaba una pequeña foto de ella en un sobre cerca de su cama. Rara vez la sacaba para mirarla, para evitar la angustia que le causaban tanto el remordimiento como el deseo de volver a verla en persona. Sin embargo, esta vez abrió el sobre y sacó la foto.
—Te quiero mucho mamá —se dijo Alejandra a sí misma.
Después de mirar la foto durante casi un minuto, la volvió a meter en el sobre y la guardó en un bolsillo dentro de la maleta. A continuación, recogió algunas prendas de vestir y artículos de aseo para ella y Manuel y también los metió en la maleta. Más tarde, sacó una bolsa de cuero escondida debajo de la cama y la colocó en la mesa de la cocina para acordarse y llevársela. En ella guardaba dinero en efectivo, más que todo lo que ella se ganaba en su trabajo. Generalmente guardaba parte de ese dinero en una cuenta de ahorros en un banco de San Ignacio, cuando tenía la oportunidad de ir allí.
Manuel llegó a la casa poco después de las tres y vio la maleta cerca de la entrada. Le extrañó. Además, no había rastro de Alejandra. Ella se encontraba afuera, contemplando el agua, sentada junto a una mesa y cerca de la laguna.
—¡Alejandra! —gritó Manuel.
—¡Alejandra! —volvió a gritar mientras la buscaba.
Ella no lograba oírlo. Había mucho ruido. El viento de las primeras horas de la tarde ya había comenzado a azotar la laguna, algo normal en esa época del año. Las caprichosas ráfagas de viento hacían que el agua se pusiera de mal humor e inestable, convirtiendo las mansas olas en ruidosas marejadas.
—¡Alejandra! —gritó Manuel una vez más, aún sin saber en dónde estaba ella. Sus gritos eventualmente la sobresaltaron, una vez que los escuchó.
—Lo siento, no quise asustarte —dijo Manuel una vez que se encontraba cerca de ella—. Vi la maleta…
—No me siento bien —Alejandra interrumpió—. Necesito ver a un médico.
La mirada de Alejandra lo dejó perplejo. No parecía estar bien.
—¿Qué tienes? —preguntó Manuel.
—Tengo un dolor en el estómago que está empeorando. También tengo náuseas. Me preocupa que pueda ser algo muy grave.
Manuel iba a decirle que no se miraba bien, pero no lo hizo. No era una buena idea decirlo, pensó.
—Voy a tener que buscar algún medio de transporte para que nos lleve al médico —dijo Manuel.
Un montón de inquietudes cruzaron por la mente de Manuel mientras trataba de averiguar cómo llevar a Alejandra a San Ignacio. «Que Bueno sería tener por lo menos un doctor en La Laguna», se dijo a sí mismo. Estaba seguro de que iban a tardar por lo menos dos horas para llegar a la clínica, si es que lograba conseguir un medio de transporte. Había una furgoneta que acarreaba diariamente a gente entre San Ignacio y varios asentamientos cercanos a La Laguna, pero ya había pasado por allí ese día. Su mejor oportunidad, creyó, era ir a La Fridera, la planta de pescado, y tratar de encontrar un transporte allí. Varios vehículos llegaban a la planta desde San Ignacio durante la semana, para dejar mercancías en otros lugares y recoger pescado allí.
Mientras se regresaban a la casa, Manuel notó que Alejandra tenía dificultades para caminar. Eso le preocupó.
—Volveré pronto; intentaré encontrar a alguien quien nos lleve en La Fridera —le dijo a Alejandra.
Justo antes irse, Juanita entró en la casa. Ya se había enterado de la enfermedad de su mamá. María se lo había comentado.
—¿Qué te pasa mami? —le preguntó Juanita a su madre mientras la abrazaba.
—No es nada grave Juanita, no te preocupes, pero es importante que vea al médico —respondió Alejandra.
No quería que su hija se preocupara por ella. Alejandra la abrazó con fuerza e intentó levantarla pero le faltaron las fuerzas para hacerlo.
—Nos iremos hoy si podemos hacerlo, pero volveremos en uno o dos días —le dijo Alejandra a Juanita mientras la seguía abrazando—. María te cuidará.
—Está bien; no te preocupes por mí mamá —dijo Juanita y comenzó a buscar algo que comer. Notó que su madre no había preparado nada. Alejandra les explicó entonces, a Juanita y Manuel, que María había insistido en cocinar la comida de la tarde y que la traería pronto.
—Ella se ofreció; para que yo descansara —añadió Alejandra.
—Por ahora tengo que buscar a alguien que nos lleve a San Ignacio —dijo Manuel y explicó que comería más tarde.
Una vez que se fue, caminó apresuradamente hacia La Fridera, esperanzado en poder encontrar un medio de transporte. Una vez allí, vio dos camiones estacionados en la planta de pescado. Desgraciadamente, ambos iban hacia el sur, en la dirección contraria a San Ignacio. Pensaba quedarse allí un rato, por si acaso llegaba otro camión, pero cambió de parecer y mejor irse a un asentamiento cercano, al Ejido Luis Echeverría, situado a unos tres kilómetros al sureste, y tratar de encontrar un transporte de alquiler allí. Sin embargo, justo cuando salía de La Fridera, vio que un gran camión frigorífico se acercaba a la planta. Pronto reconoció el vehículo. Era de alguien que él conocía, de un amigo de nombre Demetrio, un mayorista que se dedicaba a la compraventa, y quien venía a La Laguna una vez a la semana con un cargamento de botellas de cinco galones de agua para beber, algunos comestibles y productos frescos que se los traía a un hombre que vendía esa mercancía a consumidores. Manuel esperaba que esa parada en la planta fuera la última, como solía ser. Demetrio normalmente recogía pescado fresco destinado a algunos pequeños restaurantes de San Ignacio y otros pueblos cercanos. Manuel corrió hacia el camión, alcanzándolo cuando se detuvo frente a la planta. Su amigo no se percató de que alguien lo esperaba al estacionar su camión de carga y más bien se quedó dentro de la cabina durante un par de minutos, revisando sus notas. Cuando abrió la puerta del camión, se sorprendió al ver a Manuel.
—Hola —le dijo al bajarse—. Te noto preocupado.
—Necesitamos que alguien nos lleve a San Ignacio. Mi esposa está muy enferma y necesita ver a un médico lo antes posible.
—¿Qué tiene?
—Un dolor terrible en el estómago y apenas puede caminar. Es por eso que me ves tan preocupado —contestó Manuel.
—Esta es mi última parada antes de regresar —le dijo Demetrio a Manuel—. Pero voy a tardar una media hora para recoger mi carga.
—Yo te ayudo —dijo Manuel—. Por supuesto que te ayudo.
Ambos se habían conocido allí, en ese muelle, unos años atrás. Manuel estaba en ese momento dejando la carga de pescado que él y su tripulación habían capturado ese día. Demetrio esperaba la entrega de una carga de mariscos. Entonces intercambiaron algunas palabras, pero durante esa breve conversación Manuel descubrió que Demetrio era de Ixtapa, Guerrero, una pequeña comunidad turística próxima a Zihuatanejo, su ciudad natal. Desde entonces, su amistad había crecido montones.
—Ya se hizo —dijo Demetrio.
Les había llevado menos de quince minutos para cargar el camión y para que Demetrio completara la documentación requerida.
—¿En dónde está tu mujer? —preguntó Demetrio.
—Muy cerca; para allá te llevo —respondió Manuel.
Demetrio esperó fuera mientras Manuel entraba en la casa a buscar a Alejandra. El lugar le parecía familiar. «Por supuesto», se dijo Demetrio. Recordaba haber pasado por allí en varias ocasiones y haber saludado de vez en cuando a una mujer que según él vivía allí. Eran saludos amistosos, de los que se hacen en lugares con poca gente, como La Laguna. La mujer le devolvía el saludo. Él no sabía que ella era la esposa de su amigo. Un día, mientras conducía su camión de carga por allí, tuvo la oportunidad de apreciar plenamente los rasgos faciales de Alejandra. Ella caminaba por el camino de tierra y, al oír que se acercaba el camión, se movió hacia un lado para protegerse. Demetrio tuvo entonces la oportunidad de verla de cerca. «Que mujer tan bella», se dijo a sí mismo. Le sorprendió tanto su aspecto físico que se le olvidó saludarla. Había quedado hipnotizado por la afable sonrisa de esa mujer, pero más que todo, cautivado por lo que a él le parecieron los ojos más bonitos del mundo. Eran grandes y agradables, se dijo más tarde, casi hechizantes.
Alejandra se agarró de Manuel mientras caminaba hacia el camión después de salir de la casa. Se notaba frágil. Se subió a la cabina con la ayuda de su marido y trató de decirle algo al conductor, pero en lugar de eso se agarró el lado derecho del bajo vientre y se estremeció.
—Debe de tener un dolor terrible —pensó Demetrio.
—Te llevaré al médico lo más rápido que pueda —le dijo después de presentarse.
—Gracias, muchas gracias. Me llamo Alejandra —respondió ella, tratando de aparentar un estado normal, con palabras lentas pero deliberadas.
El camión tenía una cabina grande con mucho espacio para tres pasajeros. También tenía espacio detrás del asiento. Manuel colocó la maleta allí.
—Tal vez sería bueno traer una almohada para tu esposa, Manuel, para que pueda apoyar la cabeza en ella —sugirió Demetrio.
Manuel respondió que estaba de acuerdo y se fue a la casa a coger una almohada. Una vez de regresó, se la entregó a Alejandra. Ella la colocó debajo de su cabeza. Manuel había decidido viajar en el centro de la cabina para darle más espacio a Alejandra y para que apoyara mejor su cuerpo.
—Gracias, Demetrio, esa fue una buena sugerencia —dijo Manuel.
Pararon por un rato en la casa de María para avisarle que ya se iban y despedirse de ellos. Juanita ya estaba con ellos. Alejandra se quedó en el camión pero abrió la puerta para que su hija se metiera a la cabina. Deslizó suavemente su mano sobre la cabeza de Juanita mientras con la otra presionaba su abdomen.
—No te preocupes por mí mamá, voy a estar bien —dijo Juanita; era algo que ya había dicho antes.
—Volveremos pronto —respondió Alejandra y se sonrió.
Juanita le dio un besó a su mamá en la mejilla antes de irse. Estaba a punto de llorar, pero no lo hizo, quizás tratando de demostrar que ella era fuerte y que podía cuidarse sola. Luego se bajó del camión y los saludó desde el frente de la casa. María, su marido Roberto y su hijo Luis también estaban allí.
La clínica de San Ignacio era la misma que Alejandra había visitado antes, justo después de que naciera Juanita. No estaba tan lejos, pero el camino era difícil. Se tardaba entre una hora y media y dos horas para llegar allí en auto. Una parte de la carretera era plana, pero casi una tercera parte del camino se encontraba en una zona montañosa. Demetrio había conducido cientos de veces esa carretera y sabía en dónde se encontraba cada curva, cada punto malo y cada señal de tráfico. La mayoría de la gente conducía la parte plana de la carretera a unos sesenta kilómetros por hora y a cincuenta en las colinas. Él pensaba hacerlo a noventa durante todo el camino. A juzgar por los visibles signos de dolor de Alejandra, sintió que debía llevarla al médico de manera expedita.
Llevarle la almohada a Alejandra resultó ser una sugerencia valiosa. Ella pudo aliviar ligeramente su dolor sentada en ángulo, con la cabeza hundida en la almohada y contra la ventana. El acolchado también la ayudó a mitigar los golpes causados por los baches en la carretera. Alejandra no dijo mucho ni se quejó de su dolor durante los primeros kilómetros del viaje. Tanto Manuel como Demetrio estuvieron casi siempre callados y durante largos tramos el principal ruido en la cabina procedía del viento que se filtraba a través de los burletes en las ventanillas de las puertas.
Iban a buen paso. En menos de media hora ya habían avanzado cerca de cuarenta kilómetros. Quedaban unos treinta más, pero la mayoría de ellos serían mucho más duros, ya que estaban a punto de entrar en una zona montañosa y en un tramo castigador y peligroso, repleto de curvas y vehículos lentos.
—Nos está yendo bien —dijo Demetrio conforme se volteó para mirar a ambos.
—Que bueno —respondió Manuel y agarró suavemente la mano de Alejandra.
Ella tenía los ojos cerrados.
Un par de minutos después, Alejandra sintió una fuerte punzada en su abdomen. Era un dolor diferente. Al principio comenzó a quejarse, pero unos segundos después se quejó con fuerza.
—Oh, no, no —gritó Alejandra, colocando ambas manos en su estómago mientras estiraba la cabeza contra el asiento.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Manuel.
Pensó en abrazarla y consolarla pero desistió en hacerlo. No era una buena idea, según él. Sin embargo, le acarició el costado de su cabeza.
—El dolor es terrible —dijo Alejandra y giró violentamente su cuerpo hacia la derecha; luego agarró la almohada y la colocó debajo de ella, cerca de su cintura, esperando que dicho objeto disminuyera el sufrimiento.
Demetrio ya había temido que el estado de Alejandra iba a empeorar antes de llegar a ese lejano destino, así que no se sorprendió cuando eso sucedió. «Al menos estamos mucho más cerca de la clínica», se dijo a sí mismo mientras miraba su reloj. Eran las cuatro y media de la tarde. Aunque ese tramo del camino era duro e implacable, Demetrio calculó que llegarían a San Ignacio justo antes de las cinco, siempre y cuando no encontraran mucho tráfico durante el resto del trayecto.
—Por favor, por favor, hay que a la clínica a tiempo —suplicó él en silencio.
—Ya casi, señora, ya casi llegamos —dijo Demetrio mientras aceleraba el camión.
Sus ojos estaban firmemente enfocados en la sinuosa carretera.
—Gracias, Demetrio. Gracias a ti. Me alegro mucho de que pudieras ayudarnos —le dijo Manuel.
Alejandra ya había dejado de quejarse, aunque aún apretaba sus dientes. Tenía sin embargo sus ojos cerrados y presionaba el bajo vientre con ambas manos. La almohada seguía debajo de su cintura.
La carretera carecía de indicadores kilométricos, pero a Demetrio no le importaba. Sabía exactamente lo lejos que estaban de su destino. Tenían diez minutos más de viaje, según él, si todo salía al igual de lo que estaba previsto.
—Sólo nos quedan unos minutos —les dijo—. El camino ya mejoró; ya no hay más curvas.
Demetrio también conocía la ubicación exacta del consultorio médico. Era una casa convertida en clínica en la parte antigua de la ciudad, no muy lejos de la Misión de San Ignacio. La dirigía un doctor que había ejercido la medicina en San Ignacio durante más de treinta años.
—Ya llegamos —gritó Demetrio menos de diez minutos después y se bajó rápidamente del camión. Eran ya casi las cinco de la tarde.
AUTOR: Pedro Chávez