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Guardianes del refugio, Capítulo 2

By November 28, 2021 No Comments

CAPÍTULO DOS

 Nacida cerca de El Salto, Colima

ALEJANDRA TENÍA POCO de haber cumplido los treinta y seis años de edad. Al igual que su hija Juanita, ella también había nacido en casa con la ayuda de una comadrona, de una supuesta partera, pero en otro rincón del país y en un asentamiento adjunto a una cantera, una mina a cielo abierto. Su humilde casita se aferraba de la ladera de un barranco, al igual que lo hacían otras chozas, todas encaramadas en ese terreno inestable. Las familias más afortunadas de ese poblado vivían en un erial más alto, en pequeñas casas que salpicaban una pequeña llanura repartida en ambos lados de la carretera, la que conectaba al puerto de Manzanillo con Minatitlán. La zona circundante era montañosa, escarpada y enclavada cerca de la franja norte del estado de Colima. El asentamiento se encontraba cerca de El Salto, un parque natural y una reserva idílica con una espectacular cascada que tenia millones de años de existir, oculta y desapercibida. Remontado en el extremo sur de la Sierra Madre Occidental, El Salto estaba flanqueado por pequeños picos montañosos y salpicado de incrustados trozos de selva tropical. En muchos sentidos, el recinto en forma de cañón aún no había sido tocado por lo que hoy muchos llaman progreso. Los pocos visitantes que en esos tiempos pasaban por allí solían quedarse asombrados por la vegetación tropical, las lianas colgantes, la cascada de 20 metros de altura y el lago de agua tibia que yacía debajo de esa catarata. Cuando Alejandra estaba chica, los residentes locales habían convertido ese refugio de agua y vegetación en un lugar de recreo, pero más que todo en un refugio de fin de semana.

Una vez cumplida la edad, Alejandra asistió a una escuela primaria improvisada cerca de su pueblo. Era un lugar de aprendizaje con pocos alumnos y pocos profesores, pero una escuela que ella llegó a apreciar al prosperar en esa escuela, inspirada sobre todo por su profesora de segundo y tercer año, la Srta. Eloísa, alguien que la animó a perseguir sus objetivos. Las palabras edificantes de esa maestra alentaron tanto el alma como el corazón de Alejandra, tanto así que pronto se formuló una alta meta educativa. Según ella, no sólo pensaba terminar sus estudios de escuela primaria, sino también asistir a la secundaria, a la preparatoria y eventualmente a una universidad. Aunque esa aspiración académica se considerada normal en otras zonas del país, la suya era inusual allí, en una comunidad en la que muchos estudiantes abandonaban la escuela al final del tercer grado, a pesar de que los primeros seis años de instrucción eran obligatorios.

Los padres de Alejandra no tuvieron ningún tipo de educación formal, aunque su madre medio aprendió a leer y escribir, principalmente por simple necesidad y determinación personal. Le costó tiempo para lograrlo, un montón de años, pero lo hizo, con dedicación y mucho esfuerzo personal. Su mamá era ama de casa, al igual que la mayoría de las mujeres casadas de aquel pueblo. El papá de Alejandra, sin embargo, nunca aprendió a leer y escribir por razones desconocidas. Él trabajaba en la mina, en donde laboraban casi todos los hombres de ese asentamiento. Pasaba allí largas horas; dándole duro como dicen. Llegaba a casa agotado, con la cara cubierta de tizne, del hollín que se desprendía de los trozos de hierro en la cantera.

Después de terminar el sexto año de primaria, Alejandra empezó a trabajar los sábados y domingos en un pequeño puesto de comida junto a la carretera y cerca de la entrada del parque natural El Salto. Ahorraba una parte de lo que ganaba y le daba el resto a su madre. Los ahorros estaban destinados, según ella, para pagar la matrícula universitaria y los libros de texto. Su madre le agradecía a Alejandra por ayudar a solventar los gastos familiares, pero también se preocupaba. No creía que se fuera a construir pronto una universidad en un pueblo cercano, como se había rumoreado a menudo. «A veces las cosas no son como las pintan», se decía a sí misma, pero no compartía su pesimismo con Alejandra. En cambio, la elogiaba y la animaba a seguir con sus objetivos educativos.

—Me alegro de que te guste la escuela; es muy importante —le dijo a su hija en más de una ocasión—. A mí me hubiera gustado poder ir a la escuela.

—Voy a ser científica —le había dicho Alejandra a su mamá unos meses después de empezar el séptimo curso—. Voy a aprender todo lo que pueda sobre las plantas y los animales.

—Eso espero, hija. Estoy muy orgullosa de ti —le dijo en ese entonces su madre.

La escuela secundaria de Alejandra estaba a unos seis kilómetros, en Minatitlán. Se iba en autobús y pagaba el pasaje con el dinero que ganaba en el puesto de comida. También era una escuela pequeña con pocos alumnos, pero mucho más grande que la que estaba cerca de su pueblo. Allí conoció a Teresa, una compañera de clase que se convirtió en una amiga inseparable. Ambas tenían trece años. Al igual que Alejandra, Teresa procedía de un hogar humilde y era una joven que también quería seguir estudiando y acabar matriculándose en una universidad. Su sueño era llegar a ser veterinaria.

—Quiero dedicarme a los animalitos y curarlos cuando se enfermen —le confió a Alejandra poco después de conocerse.

Teresa también trabajaba los fines de semana, realizando diferentes tareas en un rancho cercano a su casa, al norte de Minatitlán. No ganaba mucho, pero le ayudaba a pagar el pasaje del autobús a la escuela y a proveer algunos pesos para los gastos de su familia. Su padre trabajaba en el mismo rancho, mientras que su madre era ama de casa, igual que la madre de Alejandra. Su amistad creció con el paso de los años. Sin embargo, después del décimo grado, Teresa decidió abandonar la escuela. Tenía que trabajar a tiempo completo, le dijo a Alejandra.

—Volveré a estudiar más adelante, cuando ahorre algo de dinero —dijo—. Por el momento tengo que trabajar a tiempo completo; mi familia necesita más entradas de dinero.

Aunque se mantuvieron algo en contacto, la ausencia de Teresa en la escuela creó un doloroso vacío en la vida de Alejandra. Echaba de menos su compañía y su forma de apoyo, pero también su intelecto y sus conocimientos sobre un sinfín de temas. Alejandra la había llamado a menudo «enciclopedia andante». Teresa había adquirido la mayor parte de sus conocimientos en los libros, leyendo, pero también escuchando a los demás, observando y meditando.

—¿A qué se debe que alguien tan brillante deje la escuela? —se preguntaba a menudo Alejandra al recordar a su amiga—. No tiene sentido.

Al tratar de encontrar otras amigas para llenar el vacío dejado por Teresa, Alejandra encontró algunas, pero ninguna que encajara en ese molde. Para superar el vacío, empezó a dedicar parte de su tiempo libre en la preparatoria a involucrarse actividades extraescolares, pero sobre todo a leer más. Pasó innumerables horas en la biblioteca de la escuela. Leía a los clásicos, viejos y nuevos: Homero, Platón, Shakespeare, Cervantes, Voltaire. Se sumergió en manuales y tomos científicos, aprendiendo sobre ciencias naturales, zoología y biología. Releyó libros de texto sobre lugares y civilizaciones antiguas: Fenicia, Mesopotamia, los griegos, los romanos. Cuando terminó su penúltimo año de esa escuela, Alejandra se había convertido en cierto modo en otra enciclopedia andante, como su amiga Teresa.

Conforme se acercaba la graduación de la preparatoria, Alejandra se dio cuenta de que la prometida sucursal local de la universidad estatal había sido sólo un sueño pueril. El proyecto, según las fuentes oficiales de entonces, seguía estancado en la larga fila de propuestas gubernamentales que carecían de financiación. Dijeron además que no habría ninguna institución de enseñanza superior de ese tipo en esa zona en un futuro próximo. La noticia le rompió el corazón a Alejandra. Su meta de ir a la universidad se había truncado. Su única opción posible era ir a estudiar a otro lugar. Pero no era una solución viable, ya que no tenía medios económicos para hacerlo. El dinero que había ahorrado a lo largo de los años era muy poco, ni siquiera lo suficiente para cubrir el costo de un semestre viviendo fuera de casa.

Los últimos días de la preparatoria fueron de angustia e incertidumbre para Alejandra. Para tratar de mitigar su desazón, pasaba parte de su tiempo libre en El Salto, contemplando todo el lugar, pero principalmente la cascada. Eran visitas de despedida, según ella. Estaba segura de que ya no lo visitaría, a menos que siguiera viviendo en la zona después de su próxima graduación de la preparatoria, lo cual no era muy probable también según ella. Auguraba además que pronto dejaría su casa y se mudaría a otro lugar para seguir estudiando o tratar de edificar su destino.

Mientras reflexionaba sobre su incierto futuro, Alejandra se metía detrás de la cascada para gozar de la fresca brisa y el suave y ligero rocío de esa brizna. Luego caminaba un buen rato por senderos adornados con orquídeas de variados colores, que colgaban de las grietas de los troncos de los árboles. Después se paseaba por caminos ocultos y adornados con ofrendas perennes de lotos flotantes, amapolas, dalias y otras flores encantadoras. Antes de volver a casa, buscaba algún lugar escondido en donde sentarse y reflexionar, para encontrar respuestas que la ayudaran a resolver su doloroso dilema. «Pronto se iría de su casa», se decía a sí misma, pero aún no sabía a dónde iría. Una opción era mudarse a la Ciudad de México, pero esa zona urbana era demasiado grande, según ella, y eso la asustaba, aunque una amiga de la preparatoria se había mudado allí y supuestamente le iba bien, según otra amiga de esa escuela. Una segunda opción era irse a vivir a la ciudad de Colima, la capital del estado, trabajar allí y eventualmente asistir a su universidad pública, pero no estaba segura de poder encontrar un empleo bien remunerado en esa ciudad, lo suficiente para sufragar todos sus gastos. Sin embargo, Alejandra pronto descartó esa y otras posibilidades, excepto una. Después de semanas y semanas de reflexionar y reflexionar sobre su futuro, optó por algo imprevisto, una elección de última hora que al final de cuentas no fue nada bueno.

EN EL AÑO cuando nació Alejandra, en 1962, cundía un sentimiento de esperanza en todo el país. En las ciudades, en las zonas rurales. Los fracasos económicos del pasado habían quedado atrás; eso era lo que pensaba la mayoría de la gente. Se vaticinaba un brillante futuro. El país seguía atravesando por duros dolores de crecimiento, pero también se disfrutaba de una época de solvencia. A un par de presidentes mexicanos les había ido bien durante sus respectivos sexenios, en los años cincuenta y principios de los sesenta. Adolfo Ruiz Cortines, presidente de México de 1952 a 1958, había sido capaz de dirigir el país en la dirección correcta con políticas monetarias de mano dura. Además de hacer un buen trabajo en el ajuste del cinturón y de salvaguardar de los dineros de la nación, su administración también tuvo éxito en la prestación de servicios necesarios para la gente. Ruiz Cortines y su gabinete además encontraron la manera de proporcionar un mejor acceso a las instalaciones educativas y de salud para todos los mexicanos. Durante su mandato se modificó la Constitución para otorgar a las mujeres el derecho al voto. Su presidencia también hizo un intento concienzudo para combatir la corrupción gubernamental. Su predecesor, Miguel Alemán Valdés, y sus compinches habían desfalcado al país. Al final de su mandato, el 1 de diciembre de 1958, el sucesor de Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos, heredó una economía estable y una nación solvente y en el camino correcto. Bajo ese nuevo liderazgo, el país siguió creciendo.

Pero para cuando Alejandra estaba a punto de graduarse de la escuela preparatoria en 1980, la otrora coqueta era prometedora había desaparecido. La economía estaba en ruinas. La corrupción era rampante y todos los presidentes y sus círculos íntimos que dirigían el país después de que López Mateos terminó su mandato, se habían enriquecido abierta y descaradamente. Al igual que lo había hecho antes Alemán, estafaban con desfachatez al país. La justicia también era inexistente. Los jueces y los legisladores eran puros títeres del partido político de siempre, del PRI, y del presidente. También fue esa una época de terror. Los que protestaban contra el gobierno eran reprimidos, a veces asesinados. A principios de esa convulsa época y en vísperas de los Juegos Olímpicos de 1968, cerca de trescientos estudiantes que protestaban fueron masacrados en la plaza de Tlatelolco, en la Ciudad de México. El presidente, Gustavo Díaz Ordaz, supuestamente había ordenado los asesinatos.

En lugar de una sensación de esperanza y promesa, el sentimiento predominante en México se había convertido en el de una angustia continua, de exasperación, de desesperación y de un futuro ominoso, excepto para aquellos cercanos a los centros del poder político, para los miembros de la oligarquía, para los líderes sindicales y sus aliados cercanos, y para algunos en la neo-clase media, aquellos que aceptaban la corrupción gubernamental generalizada porque era conveniente. En cierto modo, esa corruptela también los beneficiaba a ellos. Sin embargo, la gran mayoría de la población estaba al margen. Había pocos empleos y otras oportunidades para la mayoría de los mexicanos y, a medida que pasaban los años, los ricos se hacían más ricos y los pobres más pobres. Irse al norte ofrecía una alternativa para algunos de los pobres. Pero era una especie de señuelo, atado a un anzuelo colgante y atrayente de un nuevo tipo de promesa, que brillaba dentro de los confines de la desesperanza reinante. También era un señuelo adornado, promovido por las tentadoras misivas enviadas por correo a casa, que hablaban de mucho trabajo y dinero fácil en el lado norte de la frontera.

—Hay mucho trabajo disponible —decían algunas de las cartas—. Montones de empresas andan siempre en busca de trabajadores. Los necesitan.

Eso de abundancia de trabajo era cierto, pero era más que todo para empleos mal pagados, que requerían gran esfuerzo físico. Se trataba de puestos en pequeños ranchos, así como en grandes empresas agrícolas, en talleres clandestinos y esclavizadores, en hoteles y restaurantes, y en otros lugares en busca de mano de obra barata. Sin embargo, para aquellos que estaban sumidos en la pobreza y la miseria interminable en el país del sur, irse al norte pintaba bien. Era algo bueno para México, además. Ese éxodo de gente mexicana desesperada se había convertido en una válvula de seguridad para esa nación en donde se auguraba otra revolución. Pero también era algo bueno para los Estados Unidos; el flujo de mano de obra barata y dispuesta se había ya convertido en una inyección para las empresas, para los grandes ganaderos, para los procesadores de aves de corral y para otros que le daban la bienvenida a la mano de obra indocumentada. Era, no cabe duda, un paradigma en el que todos salían ganando. Algo bueno para los Estados Unidos, para los indocumentados y para México.

La mayoría de los que se dejaron atrapar por el señuelo y cruzaron al país del norte eran gente más que todo de zonas rurales, gente olvidada y un segmento de la población que no llegó a disfrutar plenamente de los frutos obtenidos por medio de la revolución mexicana, de la guerra civil iniciada en mil novecientos diez. Salvo algunos, la mayoría de esos emigrantes tenían poca escuela. Se trataba, sin embargo, de gente trabajadora, jornaleros, obreros, gente que sólo buscaba una oportunidad para ganarse algo con el sudor de la frente y lograr enviar parte de ese dinero a casa, para ayudar y alimentar a los que quedaron atrás.

Los mexicanos indocumentados que tenían algún tipo de nivel educativo que también se unían al éxodo hacia los Estados Unidos eran pocos, pero también gente desesperada. La mayoría era joven, hombres y mujeres que habían llegado a un callejón sin salida en sus otrora prometedores planes educacionales, y que no podían continuar con sus aspiraciones profesionales ni encontrar un empleo que pagara un salario decente. Alejandra formaba parte de ese grupo. Su amiga Teresa también.

AUTOR: Pedro Chávez