CAPÍTULO TRES
La familia se va a la ciudad
MEXICALI ERA UNA ciudad pequeña en ese entonces, fría durante el invierno e insoportablemente calurosa durante los meses de verano. Había tenido un gran auge durante la Ley Seca, cuando los estadounidenses del norte de la frontera iban allí a beber y a divertirse. Pero una vez que esa restricción terminó en 1933, Mexicali volvió a ser la misma. Su área comercial estaba situada justo al otro lado del paso fronterizo. Era una zona bulliciosa, compuesta por tiendas de consumo, algunas tiendas de curiosidades, casas de cambio, bares y burdeles, y un concurrido barrio chino llamado La Chinesca. Aunque algunos turistas de Estados Unidos siguieron acudiendo a Mexicali tras el fin de la Ley Seca, para ver corridas de toros y a hacer fiesta durante los meses más fríos, esos visitantes dejaron de venir una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial. Cuando José y su familia llegaron, justo antes de los meses de invierno, encontraron ciudad fría y desolada.
Con parte del dinero que pudieron ahorrar durante la cosecha de algodón, alquilaron una pequeña habitación en esa ciudad, en la que vivieron temporalmente. Estaba cerca de La Chinesca. José buscó trabajo en todo tipo de lugares, pero no tuvo suerte. Después de un tiempo, decidió ofrecer sus servicios personales barriendo escaparates y limpiando ventanas. En eso sí tuvo suerte y encontró algunos trabajitos, pero que no pagaban mucho. Algunos de los propietarios de tiendas que aceptaron su oferta lo hicieron sólo para ayudarlo. José también convenció a algunos camioneros para que usaran sus servicios en la descarga de mercancía. Ganaba más dinero con ese tipo de trabajo, pero las oportunidades eran pocas. Aunque ganaba poco, los escasos ingresos se usaban más que todo para comprar comida. Para mediados de diciembre, los ahorros se les agotaron y ya no podían pagar el alquiler del lugar en donde se alojaban. Pensaron de nuevo en posiblemente regresarse a Michoacán, pero ello ya no era una opción. No tenían dinero para pagar el pasaje de regreso. José se había desilusionado de nuevo y su negatividad se notaba. Sin embargo, su esposa Tina hizo todo lo posible pora convencerlo de que su suerte cambiaría pronto.
—Pronto encontraremos algo —le decía a menudo a José para que se sintiera mejor.
Él se lo agradecía, pero su apoyo moral ya no era suficiente para mantener una perspectiva mental positiva, aunque esas palabras amables y de apoyo lo ayudaban a seguir adelante.
A primera hora de cada mañana, José se dirigía a diferentes zonas comerciales y buscaba allí cualquier tipo de trabajo. Volvía a limpiar las fachadas de algunas tiendas y ayudaba a descargar mercancía. Ganaba poco, pero por lo menos servía para algo. Vivían ahora en la calle. Ninguno de sus hijos se quejaba de la situación, tampoco Tina. Mientras José buscaba trabajo, ella se ocupaba de la familia. Hacía rendir el dinero disponible, comprando sólo los alimentos que tuvieran sentido. Comían en algún lugar protegido y también descansaban allí. Ese rondar se convirtió en una rutina diaria. Justo antes de la puesta de sol, José se unía a ellos. Comía y poco después buscaba un lugar en donde pasar la noche. Intentaba sentirse esperanzado, pero era difícil hacerlo. En cierta forma, José se sentía culpable y para él, el encontrarse en esa condición era por culpa de él.
Aunque eran gente de campo, acostumbrados a dormir a veces a la intemperie, como lo hacían en su tierra, bajo el amparo de las tiernas noches michoacanas, hacer lo mismo en Mexicali durante el castigador frío de invierno era diferente. La mayoría de las noches de finales de diciembre eran gélidas y brutales. Los días también solían ser fríos. Por lo cual buscaban protegerse de los elementos, deambulando de un lugar a otro, permaneciendo durante un tiempo en sitios protegidos del medio ambiente. Cuando llegaba la noche, buscaban refugio en el exterior de edificios comerciales, en espacios amparados por convenientes estructuras adyacentes. Dormían encima de cajas de cartón desplegadas y convertidas en camas y se cubrían con el mismo material. José extraía las cajas entre la basura en la parte trasera de tiendas. Aunque él seguía batallando emocionalmente, continuaba su lucha, buscando trabajo, cualquier tipo de quehaceres.
Aunque encontraba algo que hacer casi a diario, pequeños trabajitos en los que se ganaba algunas monedas, las cuales ayudaban para comprar algo de comer, no fue así el 24 de diciembre. Ese había sido un día difícil. Con los pocos céntimos que Tina tenía, ella compró algo de comida, más bien para los niños. El hambre la mataba, pero según ella pronto superarían la mala racha. José se sentía desesperado.
Mientras buscaban un lugar en dónde pasar la noche, se toparon con una exposición religiosa del pesebre, al aire libre. Era una representación del nacimiento de Cristo, construida con figuras de tamaño natural y una réplica de un supuesto establo. Era una producción que se hacía anualmente, en la época navideña, poco después se enteraron. Se encontraba en el extremo este de los terrenos de la cervecería Mexicali. La gente acudía a verla a montones, también les dijeron. José, Tina y los niños se quedaron allí un rato. Todos estaban asombrados por las luces, las figuras de gran tamaño y la multitud. Sin embargo, ninguno de los hijos dijo mucho, sólo observaban a la gente y la exhibición. Cuando José y el resto de ellos estaban a punto de marcharse, un par de niños pasaron cerca de ellos comiendo elotes tiernitos. Sólo los picoteaban. La hostigadora situación afectó a José emocionalmente. Se sintió miserable y culpable a la vez.
—Vámonos —les dijo a todos.
Su voz era apresurada y fuerte. Todos lo siguieron y salieron rápidamente de la reproducción del pesebre. A José se le salían las lágrimas, pero nadie parecía haberlo notado; estaba oscuro. Una vez que se fueron de allí, se enfadó consigo mismo.
—No deberíamos habernos quedado en Mexicali —se dijo a sí mismo en silencio—. Pero ya es demasiado tarde.
Caminaron hacia el oeste y a las pocas cuadras encontraron un lugar en donde pensaban pasar la noche. Era un área oscura en un sitio aparentemente protegido, detrás de un edificio, sobre la Avenida Obregón. José no se percató de que era un bar y una especie de club nocturno cuando decidió refugiarse allí. Se trataba de una conocida cantina y taquería de nombre El Tenampa, poco después se enteró. Para entonces, sin embargo, sus hijos ya estaban acurrucados dentro de sus improvisadas camas de cartón.
—Espero que ningún borracho salga y nos descubra —se dijo a sí mismo.
Era una noche más fría de lo habitual; también hacía viento. En el interior del edificio se estaba celebrando la Nochebuena; Tina y José oyeron de repente la música. Se miraron uno al otro pero ninguno dijo nada. Se limitaron a cerrar los ojos y tratar de dormirse. Pero no fue fácil; la música no los dejó. Se tocaba a todo volumen, tanto así que hacía temblar las paredes de madera de la estructura. José pensó en irse a otro sitio, a un lugar más tranquilo, pero no tenía sentido hacerlo. Todos los niños estaban ya dormidos. Pero ellos dos no; la música alta, las paredes temblorosas y el alboroto festivo en el interior de la cantina los mantenían despiertos. Al final, el cansancio los venció y ambos se quedaron dormidos. La fiesta de Nochebuena seguía su curso, sin embargo
Minutos después de concluir esa noche de fiesta, salió de esa cantina un hombre a tirar la basura. Era el que limpiaba el establecimiento y lo cuidaba por la noche. Al acercarse al basurero notó que algo vivo se encontraba dentro de una pila de cartones ubicada junto a una de las paredes del edificio. En eso se despertó José y lo saludó y enseguida le explicó por qué dormían allí. El empleado no podía creer lo que veía, más aún conforme se fueron despertando los demás. No sabía qué decir ni cómo aceptar la triste realidad por la que pasaba esa numerosa familia. De inmediato recordó sus propias desgracias personales pasadas, cuando él vivió momentos difíciles similares. Sin pensarlo más, Rafael se dijo a sí mismo que tenía que echarle una mano a esa familia y los invitó a que se fueran a dormir dentro del local.
—Se pueden quedar aquí hasta muy tarde, pues hoy no abrimos —les dijo—. Es Navidad. Yo soy el guardia, además conozco bien a los dueños. Ellos lo van a entender si es que acaso se dan cuenta.
Una vez dentro de El Tenampa intercambiaron sus nombres. La persona que cuidaba la cantina les dijo que se llamaba Rafael.
—Yo me llamo Ernestina, pero me dicen Tina —dijo la esposa de José.
Los cuatro hijos también se presentaron. Ernesto era el mayor; tenía siete años de edad. Le seguían Enriqueta de seis, Heraclio de tres y Francisco de dos años.
—Deben tener hambre, me imagino —le dijo a José y a la vez se sonrió y se dirigió hacia todos. Rafael quería que se sintieran como en casa—. Quedaron varios tacos que no se vendieron. Yo los guardé, pues no me gusta desperdiciar la comida. Si quieren los caliento, pues no saben muy bien fríos.
José y Tina se sorprendieron por la oferta. Pero tenían hambre y sabían que sus hijos también la tenían, así que no podían decir que no, se dijeron a sí mismos y aceptaron la invitación. Aunque se sentían avergonzados. Rafael, sin embargo, los hizo sentir como en casa enseguida y la sensación de incomodidad desapareció pronto. Los tacos estaban rellenos de carne y papa. Había varios, suficientes para todos.
Después de disfrutar el inesperado manjar de tacos recalentados, José y su familia gozaron de una prolongada dormida dentro de ese lugar. Como cama utilizaron varios cojines que Rafael les proporcionó, al igual que sarapes, para que se abrigaran con ellos.
Se despertaron como a las diez de la mañana. Para ese entonces, el oportuno anfitrión ya tenía lista una gran olla de café. Lo acababa de chorrear y estaba bien calientito. Es casi seguro que ese mañanero olor fue lo que despertó a los invitados, pues ese aroma se había metido por todos los rincones de ese recinto. José se sorprendió al levantarse. Hacía tiempo que no lograba dormir y descansar por tantas horas. Se sentía bien, pero se encontraba también confundido. Pensó que estaba soñando. Al ver a Rafael en la cocina, sin embargo, realizó que no era así. Los dos se saludaron. Lo mismo hizo Tina un poco después. Cuando se preparaban para irse, Rafael les pidió que se quedaran un rato para que tomaran café. Mencionó además que se había encontrado una caja llena de buñuelos que tampoco fueron consumidos la noche anterior. Agregó que los pensaba calentar en el horno. Tina le pidió que la dejara ayudar. Rafael accedió y después se sentaron todos alrededor de dos de las mesas de la cantina. Ella se encargó de servir el café y los buñuelos, los cuales bañó con miel de abeja. Los niños no pararon de comer hasta consumir hasta las últimas migajas que encontraron en sus platos. Los tres adultos platicaron por buen rato durante el transcurso de ese sucinto desayuno. José contó sobre los aprietos y las angustias que les habían acaecido tanto en el estado de Michoacán como en el valle de Mexicali, pero más que todo acerca de las penas recientes, sufridas al tener que vivir en la calle.
Rafael contó que él también había pasado por similares pesares. Agregó que era del estado de Sonora, de Magdalena. Tenía más o menos la misma edad que José, un poco más de treinta años. Su mamá se lo trajo a Mexicali a mediados de los años veinte, explicó, pues temía que lo fueran a involucrar en la contienda revolucionaria, ya que los pleitos de esa eterna guerra civil seguían acosando al país y a sus gentes. Les contó además que a su papá lo habían matado las fuerzas carrancistas durante una batalla sanguinaria en el norte del país.
—Mi mamá eventualmente se regresó a Magdalena. Pero yo me quedé aquí, en Mexicali, pues andaba bien enamorado de una mujer tapatía. Fui un tonto —explicó—. Ella nunca me quiso y un día, sin decirme adiós, se fue para el otro lado, a los Estados Unidos.
Durante la plática, Rafael les dio información sobre una posible oportunidad de albergue. Les dijo que la señora de enseguida, conocida como doña Sole, pero de nombre Soledad, tenía cuartos de alquiler. Los rentaba por día, por semana o por mes.
—Es alojamiento reducido y muy básico —agregó—, pero es mejor que andar en la calle.
—Sería bueno poder conseguir uno de esos cuartos —dijo José—, sin embargo, por ahora no tenemos con qué pagar.
—Te entiendo —contestó Rafael—. Pero es posible que la dueña de esos cuartos les intercambie el hospedaje por trabajo, pues siempre anda buscando gente que le ayude con varias tareas que tienen que ver con el mantenimiento del lugar.
José no dijo nada. Ya había perdido las esperanzas de que ocurrieran milagros, con tanta pesadumbre y reciente desaliento. «No nos va a dejar quedarnos a cambio de trabajo», se dijo a sí mismo en silencio. Rafael se dio cuenta del desconsuelo que atribulaba a José, así que trató de animarlo.
—Presiento que no crees en la posibilidad de poder quedarte en uno de esos cuartos —dijo Rafael y se sonrió. Además le dio una palmadita en la espalda a José.
Recordó cómo él también había perdido la fe durante sus propios tiempos difíciles.
—A la mejor la suerte ya te cambió —añadió Rafael y se sonrió de nuevo.
También les explicó que doña Soledad era muy estricta, pero que tenía un gran corazón. Agregó que si fuera necesario él respondería por ellos.
—Yo sé que no me van a quedar mal. Se nota que son personas de confianza.
—Gracias Rafael —dijo Tina—. No sé quién te ha puesto en nuestro camino, pero te agradezco profundamente que hayas venido en nuestra ayuda, y si la señora de al lado nos deja cambiar nuestra mano de obra por un refugio temporal, por supuesto que aceptaremos.
Tina había decidido intervenir y aceptar la oferta antes de que José no quisiera hacerlo.
—Me supongo que podemos tratar, pero tengo que ser sincero, no sé, presiento de que no nos va a rentar uno de esos cuartos sin tener dinero —dijo José, mirando hacia el suelo —. Pero podemos tratar. Pero gracias de todos modos, pase lo que pase. Además, ya hiciste bastante por nosotros. Lo que me duele es no tener cómo pagarte por tu ayuda.
Rafael le dijo que no se preocupara, que no le debían nada.
—El poder ayudarlos es lo que importa.
Antes de visitar a Doña Soledad, Rafael también mencionó una posibilidad de empleo para José en un negocio de distribución de frutas y verduras cerca de La Jabonera, junto a las vías del tren. Mencionó que a menudo buscaba trabajadores para descargar la mercancía de los furgones y guardarla en su almacén. Explicó que su amigo, que trabajaba en esa planta, le había comentado en varias ocasiones que la mayoría de los nuevos trabajadores no duraban mucho, principalmente porque era un trabajo duro que requería levantar cargas pesadas. José de nuevo le dio las gracias y le dijo que muy tempranito iría a dicho para solicitar empleo. Agregó que no le daba miedo el trabajo duro conforme le daba la mano a Rafael.
Unos minutos después, todos fueron al lugar de al lado para hablar con Doña Soledad. Rafael le explicó a ella el propósito de la visita y le contó cómo los había encontrado durmiendo a la intemperie antes del amanecer de ese día. Añadió que estaba dispuesto a ser su garante si era necesario.
—Llámenme Sole, aunque todo el mundo parece llamarme Doña Sole —dijo mientras se presentaba ante ellos.
Añadió que no era necesario que Rafael fuera su avalista.
—Se pueden quedar aquí en uno de los cuartitos hasta que puedan encontrar y pagar por un lugar más adecuado para toda la familia —les dijo—. Me lo pagan con trabajo. Tengo muchas cosas que hay que hacer.
—No sé qué decir ni cómo agradecérselo —intervino Tina.
—Algo más —añadió Doña Sole—, y esto es un requisito. Cuando descansen un rato, quiero que me acompañen en una cena especial de Navidad. Con tu ayuda, Tina, me gustaría preparar una olla de champurrado y algo para comer. Tú también estás invitado, Rafael.
Acordaron una hora para que Tina viniera a ayudar a Doña Sole. Rafael volvió a El Tenampa y José, Tina y el resto de la familia se metieron al cuarto. Una vez dentro, los niños gritaron y saltaron encima de la cama. Estaban contentos. Ni Tina ni José les dijeron nada. Se limitaron a ver cómo se divertían sus hijos.
La temperatura ambiental había cambiado; ya no hacía tanto frío. Lo primero que hicieron los niños fue correr y jugar en un pequeño patio frente al cuarto alquilado. Tina y José se bañaron y después descansaron. También los niños lo hicieron. Había un par de baños exteriores cerca de su habitación. Un par de horas después, Tina se fue a la casa de doña Sole a cumplir su promesa de ayudar y entre las dos prepararon champurrado y una bandeja repleta de enchiladas. Una vez anunciado que estaba lista la cena, llegaron los demás invitados. Se comió, se platicó y se disfrutó el convivio. También se cantó. Rafael había traído su guitarra y con ella acompañó por buen rato la interpretación en grupo de varios villancicos. Todos cantaron y en todos se reflejaba la felicidad. Así pasaron la Navidad todos ellos ese año.
AUTOR: Pedro Chávez