CAPÍTULO CUARTO
José encuentra trabajo
A LAS SEIS de la mañana del día siguiente, José se dirigió a la distribuidora de frutas y verduras. Hacía frío, pero la caminata le ayudó a entrar en calor. Aunque todavía estaba oscuro, no tuvo problemas para encontrar el camino, ya que Rafael le había explicado cómo llegar, en dónde cruzar el barranco, y después seguir la vía del tren hasta llegar al almacén. También le dio el nombre de su amigo.
—Se llama Octavio —le dijo.
José llegó temprano a su destino. El local estaba todavía cerrado, pero poco después empezaron a llegar los empleados. Unos minutos antes de las siete localizó a Octavio y le dijo que venía recomendado por Rafael, de El Tenampa, quien le había sugerido que hablara con él.
—Estoy buscando trabajo —añadió José—. Rafael mencionó que la planta suele necesitar peones para cargar y descargar mercancía.
—Me llamo Octavio, pero todos me dicen Tavo —le dijo a José—. Rafael es un buen cuate. Nos conocemos desde hace años.
—Sí, sí que es buena persona. Ya nos ha ayudado bastante, a mí y a mi familia —respondió José—. ¿Con quién tengo que hablar para solicitar empleo?
—La persona encargada todavía no llega— dijo Tavo—. En cuanto llegue yo le digo que tú andas buscando chamba.
También le comentó a José que el trabajo era duro y que muchos peones nuevos no aguantaban la friega diaria.
—Además —agregó—, cuando llegan los furgones hay que descargarlos de inmediato.
Pero admitió que con el tiempo el cuerpo se iba acostumbrando a ese tipo de labor y que después ya no se sentía tanto lo pesado del mismo.
—Tengo que irme —dijo Tavo cuando la jornada laboral estaba a punto de comenzar—. Le voy a dar un pitazo al encargado en cuanto llegue.
José le volvió a dar las gracias a Tavo. Una hora más tarde, alguien vino a buscarlo. Era el director de la planta, un hombre mayor que caminaba cojeando. Estrechó la mano de José y le pidió que fuera a su despacho para que pudieran hablar. Repitió algunas de las advertencias ya mencionadas por Tavo, que el trabajo era duro y que a veces los trabajadores no tenían días libres.
—El producto no espera mucho, por lo cual es necesario descargar los furgones el mismo día que llegan —dijo el gerente.
José mencionó que no le tenía miedo al trabajo y que además no estaba en condición para «ponerse moños». Le gustó la respuesta al jefe del almacén. Le explicó entonces cuánto se pagaba y le preguntó que si podía trabajar ese mismo día. José dijo que sí y poco después se convirtió en empleado.
No tuvo que esperar mucho para recibir la primera prueba en dicha labor. José, Tavo y otros peones tenían que descargar un furgón atiborrado de fruta. El almacén era enorme. Los trabajadores sacaban la mercancía y la colocaban sobre carros metálicos para facilitar el transporte del producto hasta los estantes, donde se guardaba provisionalmente. La parte más agotadora era la sacada de la fruta del furgón y la almacenada de la misma. Era necesario usar grandes escaleras para colocarla en las secciones más altas. Tavo le dijo a José que una vez vendida la fruta a compradores locales, les tocaba extraerla de los estantes y colocarla en los camiones de los clientes. «Eso también es duro», agregó.
Al principio, José soportó sin mucho problema lo inclemente de dicha labor. Después del almuerzo, sin embargo, empezó a sentir achaques en todo el cuerpo. Todo le dolía. El descanso causó que los músculos se enfriarán y pasó buen rato para que se recalentaran. Tavo de nuevo le comentó que los dolores eran normales, y el cuerpo se tenía que acostumbrar a ese tipo de trabajo.
—Una vez que hagas esto por dos o tres semanas, ya no vas a sentir nada —le dijo Tavo, tratando de animar a José, pero agregó—, siempre y cuando aguantes la friega inicial.
José se sonrió y le agradeció a Tavo su apoyo. Para las horas de la tarde, traía la ropa sucia, ya que se desprendían sustancias melosas de mucha de la fruta, especialmente de los racimos de plátanos, cuyas escurridizas mieles se regaban por todos lados. Las savias y las resinas traspasaban su porosa camisa y se untaban en su torso. Además de las mieles, José se mantenía completamente mojado al acarrear las verduras, pues casi todas ellas requerían ser constantemente rociadas con agua para mantenerlas frescas.
Las labores de ese día concluyeron un poco antes de la cinco. Estaba por oscurecerse. José se despidió de Tavo y de nuevo le agradeció el haberle «echado el hombro». A pesar del cansancio, se sentía bien. Además, se consideraba afortunado, ya que de la noche a la mañana las cosas, según él, habían cambiado. No podía creer que ya tenía trabajo. El siguiente desafío era encontrar el camino de regreso a casa, aunque estaba seguro de que la vía del ferrocarril lo llevaría eventualmente a la avenida Obregón y al lugar de doña Sole. «Es diferente ir o venir cuando no se conoce bien el camino», se dijo a sí mismo. Pero dejó de preocuparse una vez que desde lejos vio a La Jabonera, un importante punto para orientarse. Conforme caminaba de regreso, José se puso a pensar en su familia y sobre todas las penas y angustias que recientemente habían afligido sus vidas. Lo acosó el sentimentalismo, pero a la vez se sintió victorioso. «Todo pinta mejor», se dijo a sí mismo. A la vez recordó a su tierra natal, Michoacán, sus campos verdes y sus calles empedradas. Se preguntó si hubiera sido mejor haberse quedado allá, en lugar de venirse a Mexicali a tratar de conseguir un pedazo de tierra, para trabajarla él mismo y de ella vivir. «Todo eso fue un sueño, no cabe duda», agregó. «Puros engaños del gobierno».
Cuando menos se dio cuenta, ya había llegado a la orilla del barranco, el que provenía de La Jabonera y que servía para acarrear las aguas negras de ese lugar y otros desperdicios que se encontraba en su camino. Buscó entonces el puente mal hecho que había usado en la mañana para cruzar hacia el sur. No estaba lejos de allí, según sus cálculos. Pronto lo encontró. Una vez en el otro lado del barranco, se sonrió y dio gracias a Dios por su buena suerte. «Después de todo», recordó, «dos días antes él y su familia no tenían qué comer ni en dónde dormir». José continuó su recorrido, siempre buscando el norte. Sabía que pronto encontraría la avenida Obregón y que una vez sobre esa vía, sería fácil ubicarse. Estaba oscureciendo y se sentía cansado. Al llegar a la avenida mencionada, reconoció el entorno. Volteó hacia la izquierda y desde lejos notó el pequeño anuncio fluorescente de El Tenampa. Al llegar al cuartito que servía de albergue provisional, se encontró con su esposa y los niños. Tenían horas de estarlo esperando. Se asombraron al verlo con la ropa manchada.
—¿Qué pasó? —le preguntó Tina—. ¿por qué estás tan sucio?
José se echó a reír, pues se dio cuenta el porqué de tanta «miradera». Les explicó lo del acarreo de la fruta y de toda esa miel que se escurría de la misma y la cual se le había metido por todos lados. Les dijo también que estaba muy cansado y que necesitaba darse un baño. El niño mayor le arrimó una de las dos sillas que tenía ese cuarto y en ella se sentó de inmediato. Tina le tenía guardado un plato de comida, algo que le habían regalado. Le pidió que comiera mientras ella calentaba agua en un fogón ubicado en el patio, cerca del baño. Agregó que tenía mucho que contarle.
Tina también había trabajado ese día, mientras José estaba fuera. Esa mañana, temprano, ella y Ernesto ayudaron a ordenar la zona de las habitaciones de alquiler, tras recibir instrucciones de Doña Sole, ocupándose de varias tareas que ella había realizado anteriormente cuando encontraba tiempo para hacerlas. Eran labores que principalmente tenían que ver con mantener la zona de césped y jardín en buenas condiciones y darle una limpieza extensa a los baños y duchas compartidas por los inquilinos. Tina y su hijo dedicaron cerca de cuatro horas a limpiar el lugar. Ernesto ayudó a barrer, recoger la basura y llevar cubos de agua mientras su madre limpiaba los aseos y las duchas. Tina también podó algunos árboles y arbustos. Cuando terminó, le pidió a Doña Sole que saliera a inspeccionar el trabajo realizado. La propietaria no podía creer lo que veía.
—¡Increíble! —dijo ella—, hace tiempo que no veo este lugar tan limpio.
Les dio las gracias a los dos y también los invitó a todos a que pasaran a su casa a compartir un pequeño almuerzo. Había comprado varias piezas de pan dulce y dos botellas de leche expresamente para ellos.
—Me imagino que deben de tener hambre —les dijo y les mostró las viandas que ya tenía servidas en su comedor. Los niños se quedaron callados, pero sus ojos hablaron por sí mismos. Los tenían bien abiertos y enfocados en las piezas de pan.
—No sé cómo agradecerle tanta atención —dijo Tina. Estaba a punto de llorar, pero logró aguantarse.
—No te preocupes, hija. Ya me pagaron con esa buena labor que hicieron afuera, en esa limpieza —comentó la dueña del lugar—. Además, ustedes están pasando por un momento difícil y sé que necesitan ayuda. Y aquí en Mexicali estamos acostumbrados a ofrecer ayuda, especialmente a la gente trabajadora.
Durante el transcurso del almuerzo, doña Sole le mencionó a Tina que una amiga andaba buscando a una mujer para que le ayudara a planchar ropa. Vivía sobre la avenida Obregón, hacia el este, no muy lejos de allí, le explicó. Agregó que esa amiga se llamaba Priscila y que les planchaba ropa a varios clientes desde su casa, pero que había adquirido demasiado trabajo y necesitaba a una persona que le ayudara.
—Es muy buena persona —agregó—. Y es muy justa. La conozco bien.
Una vez concluido el almuerzo se fueron a la casa de la amiga. La encontraron planchando. Después de presentarse, doña Sole le dijo que Tina estaba interesada en ayudarle a planchar. Le mencionó también la situación por la que pasaba esa familia y que por ahora se estaban quedando en uno de los cuartos que ella alquilaba.
—Llegaste en el momento perfecto —dijo Priscila—. Tengo demasiado trabajo y no lo puedo hacer todo yo sola. Pero tampoco quiero decirles a mis clientes eso, pues se podrían ir con otras planchadoras.
Agregó que no podía pagar mucho, pero que sería justa y haría lo correcto y que le saldaría lo ganado el mismo día de hacer el trabajo. Tina aceptó la oferta y preguntó cuándo podría empezar.
—Ahora mismo —le contestó Priscila—. Entiendo tu situación. Además, si así lo deseas, tus hijos se pueden quedar aquí, contigo, mientras planchas. Pero se tienen que portar bien y no andar haciendo travesuras.
—No se preocupe doña Priscila, se van a portar bien.
Antes de que doña Sole se regresara a su casa, Tina de nuevo le dio las gracias por todo lo que había hecho por ellos. Ella se sonrió y se despidió de las dos y de los niños.
Tina planchó ropa por cerca de dos horas, mientras que Priscila se dedicaba a otras labores. Una vez concluido su trabajo, su nueva patrona le pidió que regresara el día siguiente más o menos a la misma hora y que le tendría más ropa que planchar. Como pago le dio varias monedas y le preguntó que si estaba de acuerdo con la cantidad recibida. Tina le dijo que no se preocupara, que confiaba en ella. Antes de que se fueran, Priscila le entregó una pequeña bolsa de papel la cual había llenado con varios productos alimenticios.
—Es algo para la noche, unas golosinas y algo de comida que acabo de preparar. Espero les guste.
Tina sintió que se le hacía un nudo en la garganta; casi no podía hablar. Conforme encontró fuerzas para decir algo, le dio las gracias a Priscila y trató de sonreírse, pero no logró hacerlo. Con la mano le dijo adiós, dando una media vuelta para que no se notara su angustia, y a pasos apresurados ella y sus hijos se fueron al cuartito en donde temporalmente se albergaban. Una mezcla de felicidad y de dolor la acongojaba. Conforme caminaba, no se pudo aguantar más y la traicionaron las lágrimas. El hijo mayor lo notó, pero no dijo nada.
AUTOR: Pedro Chávez