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La leyenda de don José, Capítulo 5

By November 19, 2021 No Comments

CAPÍTULO CINCO

Una casita junto a un barranco

JOSÉ SE OPUSO al principio a la idea de que su mujer trabajara planchando ropa ajena, pero su objeción instintiva pronto fue aplacada racionalmente por el argumento contrario de Tina. Necesitaban los ingresos adicionales, argumentó ella, y añadió que sólo lo haría durante un tiempo, hasta que se recuperaran. Así que siguió trabajando para Priscila al menos tres veces por semana, dejando a los niños en la habitación al cuidado de Ernesto. Doña Sole iba a verlos de vez en cuando para asegurarse de que todo iba bien. El trabajo de José en el almacén era tan duro como se lo había advertido, pero él hacía todo lo posible para aprender a manipular mejor las cargas y soportar el dolor de los repetidos espasmos que parecían afectar diariamente todos los músculos de su cuerpo. Sin embargo, con el paso de los días, se aclimató mejor al trabajo y fue capaz de hacerlo con más facilidad. Al final del quinto día, José recibió su primer pago. No era mucho, pero era suficiente para sufragar los gastos semanales que se avecinaban.

Después de tres semanas de trabajar en el almacén, las perspectivas económicas habían mejorado para José y su familia. Tener unos ingresos fijos, aunque fueran escasos, ayudaba mucho. No tener que pagar el alquiler de la habitación en la que se alojaban era otro punto a favor, ya que Tina seguía haciendo tareas para doña Sole a cambio del alquiler. Realizaba las labores requeridas por la mañana, manteniendo el patio, los baños compartidos y las duchas. Ernesto seguía ayudándola, recogiendo la basura y haciendo esto y lo otro. Aunque ahora tenían suficiente dinero para comprar comida, Tina seguía recibiendo alimentos de diferentes fuentes: de Priscila, de doña Sole y de Rafael, que a menudo les traía tacos calientes de El Tenampa. José y Tina también habían podido ahorrar parte de sus ingresos, con la esperanza de poder alquilar pronto un lugar más adecuado y permanente en el cual vivir. Ya habían encontrado una posible casita de alquiler económico que estaba a punto de ser desocupada. Estaba cerca de allí. Era pequeña, con sólo dos cuartos, pero mucho más grande que el cuartito en donde vivían. Una de las habitaciones serviría de cocina y comedor, la otra de dormitorio.

CASI UN MES después de que entrara el año nuevo, a finales de enero del año mil novecientos cuarenta y tres, la familia se mudó a esa casita ya mencionada, ubicada en el costado sur de la avenida Lerdo, al oeste de la calle C. Esa era una de varias chozas ubicadas en un gran lote pegado a un barranco, una especie de canal que traía aguas negras de La Jabonera y de gentes que tiraban sus desperdicios en dicha acequia. El alquiler tenía un precio módico, pero la casita ofrecía muy poco excepto una dirección postal, un lugar en donde vivir, dos cuartitos, y una estufa de gas con dos quemadores que a veces no funcionaban. Por varias semanas durmieron y comieron sentados en el suelo, pero eventualmente José construyó dos camas y una mesa con cajas de madera que le regalaron en la distribuidora en donde trabajaba. Otros cajones que recogió después se usaron también como sillas.

Tina le seguía ayudando a doña Sole en varias labores requeridas en su negocio de cuartos de alquiler. No ganaba mucho, pero le gustaba el trabajo y la compañía de la dueña. Generalmente lo hacía tres o cuatro días por semana. Se llevaba los niños con ella y casi todos pasaban el tiempo chiroteando en ese patio que bien conocían, excepto Ernesto. Él le seguía ayudando a su mamá en diferentes tares requeridas.

Una vez que José se enteró de que podía traer a casa ciertas verduras y frutas del almacén, lo empezó a hacer. Se trataba de producto que estaba a punto de dañarse, pero que todavía se encontraba en comible condición. Los niños se devoraban la fruta de inmediato, pues les gustaba mucho, más que todo los plátanos. Las comilonas en cierta forma ayudaron a unir más a esa familia. Ya bien comidos, todos se reunían y platicaban sobre lo sucedido en el transcurso del día. Los hijos contaban lo de ellos primero, luego seguía la mamá, después José, aunque ya para ese entonces los chamacos se mostraban aburridos de tanta habladera. El papá por lo general se quedaba con ganas de decirles un montón de cosas y platicarles sobre diferentes pormenores que ocurrían en la planta. Pero casi nunca lograba hacerlo. «Ni modo», se decía a sí mismo. «A la mejor mañana me dejan contar lo mío».

Hacia el este y contiguo a la propiedad en donde se ubicaba la casita en la que ahora vivían, se encontraba un lote baldío que servía de especie de parque para los niños de la vecindad. Una vez que los hijos de José y Tina empezaron a jugar en ese lugar y a enlazar amistad con otros chamacos, ya no querían acompañar a su mamá en sus jornadas de trabajo con doña Sole. En ese lote baldío, cabe mencionar, también se reunían los chiquillos que venían de otras vecindades cercanas y a menudo se armaban tremendos altercados, no tanto entre los niños, sino entre las mamás de estos, quienes a capa y espada defendían las acciones de sus hijos.

La estadía en esa morada sobre la avenida Lerdo, según lo acordado, iba a ser algo provisional. Eso lo habían planteado José y Tina antes de mudarse a ese lugar. Sin embargo, se quedaron allí por varios años. Se fueron acostumbrando a vivir en esa casita y al ir y venir de ese barrio, de seguro porque estaba cerca de todo: del empleo de José, de doña Sole, de Priscila y de ese lote baldío al que todos los niños llamaban parquecito. También era conveniente en otros aspectos. Pagar poco por el alquiler les daba la oportunidad de ahorrar parte de sus ingresos para otras necesidades y con el tiempo poder permitirse una vivienda más grande, o tal vez comprar una casa propia. Aunque al principio no podían ahorrar mucho, esa cantidad fue creciendo a medida que pasaban las semanas y los meses y ambos, José y Tina, ganaban más dinero, y a medida que ambos se apretaban instintivamente el cinturón para poder guardar más dinero para un proverbial día lluvioso.

Sin embargo, siempre hay algo, según mi viejo amigo, el que proporcionó todos los detalles sobre José y su arcano legado. Durante el mes de mayo de ese año, José se lesionó la espalda en el almacén y no pudo trabajar durante casi dos semanas a causa del accidente. Ocurrió mientras estaba en una escalera, intentando colocar una gran carga de plátanos en una de las estanterías elevadas. No creía que la carga fuera tan pesada, pero lo era. José sintió un doloroso espasmo en la parte baja de la espalda mientras intentaba maniobrar el racimo de plátanos y depositarlos en la estantería. Pensó que la punzada desaparecería una vez que lo descargara, pero el dolor persistió y se agravó cuando intentó moverse después de deshacerse de la fruta. «Es algo pasajero», se dijo a sí mismo mientras permanecía inmóvil.

Dos compañeros de trabajo se dieron cuenta de que José no se movía, pero al principio pensaron que sólo estaba descansando. Una vez que notaron que tenía los ojos cerrados y de que se agarraba a la estantería con las dos manos, le gritaron para llamar su atención. José no dijo nada; el dolor había aumentado repentinamente, haciendo que su mente se desentendiera de otros asuntos. Momentos después ambos trabajadores acudieron en su ayuda para bajarlo.

—No te muevas en absoluto —le dijo uno de los compañeros mientras aseguraba la parte superior de su cuerpo con un ancho cinturón de cuero para que el otro trabajador pudiera ponerse debajo de José y bajarlo.

Ese tipo de accidente no era infrecuente, sobre todo con los nuevos empleados que aún no sabían cómo maniobrar correctamente las cargas en las estanterías más altas, le explicó uno de sus compañeros.

Una vez en la planta baja del almacén, José pudo sentarse en una silla. Le dijeron que se quedara quieto hasta que se sintiera mejor. Se quedó allí un rato, esperando que el dolor lumbar desapareciera. Pero no lo hizo. Una punzada insoportable reaparecía cuando intentaba moverse un poco. Alrededor de media hora después, el dolor había remitido un poco, pero José era incapaz de caminar sin sujetarse a otra persona. El director de la planta acabó llevándolo a casa y lo dejó allí, sentado en uno de los cajones convertidos en silla.

—Cuídate —le dijo el gerente—. No vengas a trabajar hasta que te sientas mejor.

José agradeció a su jefe que le trajera a casa. Después se sentó en el borde de la cama y esperó allí a que llegaran Tina y los niños. Se sentía mejor, pero el insoportable dolor regresaba inesperadamente, sobre todo cuando se movía.

—¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien? —preguntó Tina al entrar en la casa con los niños una hora después.

Todos se sorprendieron al ver a José en casa tan temprano y sentado en el borde de la cama. Intentó levantarse cuando estaba a punto de contarles sobre el incidente, pero un escozor en la parte baja de la espalda se lo impidió. Tina se precipitó hacia él. Pensó que estaba a punto de perder el equilibrio y caerse.

—Estoy bien —le dijo José—, me lastimé la espalda en el trabajo.

—¿Cómo puedes estar bien, si ni siquiera puedes levantarte? —dijo Tina y luego le colocó un par de almohadas detrás de la espalda.

Después de averiguar la naturaleza del percance y más sobre la lesión, Tina le sugirió que se inyectara un analgésico. En el barrio había una mujer que ponía inyecciones y ejercía de enfermera, aunque nunca había estudiado esa profesión. Tina ya había recurrido a sus servicios cuando uno de los niños estaba enfermo.

—Voy a intentar encontrarla —dijo Tina e inmediatamente fue a buscarla.

Tuvo suerte: la enfermera laica estaba en su casa. Después de examinar a José y una vez que le hizo varias preguntas relacionadas con el dolor, sacó una jeringa de un pequeño recipiente de metal, la limpió bien con alcohol y llenó parte de ella con un tipo de medicamento que extrajo de un frasco diminuto.

—Este medicamento va a disminuir el dolor y ayudar a relajar el músculo —dijo la mujer—, pero voy a tener que ponerle cuatro inyecciones más en los próximos ocho días.

Le explicó que le pondría una inyección cada dos días porque la medicación era muy potente y añadió que era importante no intentar de acortar el proceso de curación y que tenía que descansar y evitar la actividad física extenuante hasta después de terminar el tratamiento.

José pronto se sintió mejor y en menos de una hora la mayor parte del dolor lumbar había desaparecido. Se sentía tan bien que pensaba volver al trabajo al día siguiente. Tina lo regañó por querer hacerlo y le recordó que tenía que descansar y completar el tratamiento. José se limitó a devolver una sonrisa. También prometió que haría lo correcto y que descansaría y terminaría de ponerse todas las inyecciones. Sin embargo, a última hora del día siguiente volvió a dolerle la espalda, casi con la misma intensidad que durante la lesión. Luego de ponerse la segunda inyección, volvió a sentirse mejor.

—Se necesita tiempo y paciencia —le dijo la enfermera después de administrarle la segunda dosis—. Pero pronto estarás bien.

El alivio fue casi inmediato. En menos de una hora ya había desaparecido gran parte del dolor en la espalda; tanto así que José se sentía con ganas de regresar a trabajar el día siguiente. Tina lo regañó y le recordó lo mencionado por la enfermera, que tenía que descansar y completar el tratamiento. José se río y de buen modo aceptó que seguiría las instrucciones y que descansaría. El día siguiente, sin embargo, el dolor reapareció con casi la misma intensidad de antes y no se aminoró hasta que lo inyectaron de nuevo. La rutina curativa tomó su curso y después de diez días José regresó a su trabajo. El costo monetario del desempleo causó desajustes, pero el costo más grande para José fue el sentirse inútil, el no poder trabajar y además tener que abstenerse de hacer ciertas labores en casa. Lo molestaba además que Tina y sus hijos trataran siempre de ayudarlo y que lo vieran como una persona incapaz de hacer las cosas por sí misma. Aunque solo vivió esa condición por poco tiempo, para él ese lapso se convirtió en una eternidad. Por otro lado, ese descanso generó también beneficios.

En esa perennidad, cuando José estaba solo en casa, sin poder esforzarse y según él sin ser productivo, su mente empezó a hacer de las suyas, hilvanando esto y lo otro.

Así son los cerebros de nosotros los humanos, me había advertido mi amigo, el que me contó este relato. «Cuando la gente no tiene nada qué hacer, piensa en todo. Y en cosas que a veces ni siquiera importan». En el caso de José, sin embargo, su mente reflexionó sobre algo revelador y de gran valor y lo que se propuso después de tanto meditar sobre esa disyuntiva, iba a cambiar su vida para siempre. También las de otros en su familia. Dos días antes de que llegara a su final el plazo de recuperación, José concluyó que tenía que buscar un tipo de trabajo menos pesado y que la educación de sus hijos era de suma importancia para que no terminaran trabajando «como burros»,así como lo hacía él. También se prometió a sí mismo que todos sus hijos eventualmente irían a la universidad.

A pesar de que José solo había ido a la escuela por año y medio en su natal Michoacán, con el pasar del tiempo aprendió a valorar lo importante que era ir a ella. Cuando él estaba chamaco y tenía poco de haber arribado a la edad escolar, todavía andaba la bulla revolucionaria regada por toda la república mexicana. Durante esa larga y sangrienta contienda, muchas de las escuelas, especialmente en las zonas agrícolas, cerraron sus puertas, pues ni había maestros que las atendieran ni alumnos que quisieran andar metidos en esas aulas. Las familias campesinas más bien se escondían de un bando y del otro, pues nadie sabía quiénes eran los buenos o los malos. Sin embargo, José logró ir a la escuela en mil novecientos veinte. Era una escuelita con un solo salón de clases, ubicada en las cercanías de Zamora. Terminó el primer año, pero para mediados del segundo abandonó los estudios para siempre. Los nuevos mandamases del pueblo decidieron cerrar la escuela y a punta de plomo sacaron del allí a los dos maestros que impartían clases en ese centro de enseñanza.

Una vez recuperado de su lesión y de haber empezado a trabajar de nuevo en la distribuidora, José decidió visitar la escuela más cercana, la primaria Benito Juárez, para informarse sobre los requisitos de inscripción para los dos hijos mayores. Lo hizo un día por la tarde. Venía de su trabajo y andaba todavía con la ropa sucia, con manchas de fruta de diferentes tonos, especialmente en la camisa. Al llegar a la oficina del director, trató de hablar con una mujer sentada junto a un escritorio en la entrada de ese despacho. La mujer, sin embargo, le dijo que se esperara y tomara asiento en el pasillo y que después se le atendería. Estuvo allí sentado por largo rato. Varias personas, mientras tanto, entraban y salían de esa oficina, casi todos lerdos y sin ganas. Se paraban frente a un escritorio y el otro, se ponían a platicar, a veces se echaban a reír, en otras ocasiones irrumpían el fastidioso cuchicheo con tremendas carcajadas. Eso sí lo hacían con ganas. Casi una hora más tarde la mujer llamó a José.

—¿Qué se le ofrece? —le preguntó.

José le informó que buscaba información sobre los requisitos para matricular a dos de sus hijos en el año escolar que se aproximaba. Cuando notó que la mujer lo estaba revisando de pies a cabeza, fue que se percató que andaba con la ropa sucia. Pensó explicarle que acababa de salir del trabajo, pero prefirió no mencionarlo.

—No hay nada que se pueda hacer todavía —le dijo la mujer—. Las matrículas se hacen a fines de agosto. Aún no sabemos cuándo se van a llevar a cabo. Como le dije, nada se puede hacer en este momento.

José no lo podía creer. Después de tanto esperar, esa mujer, supuestamente educada, le había salido con esa tarugada. Pensó en buscar al director de la escuela y comunicarle lo sucedido, pero decidió no hacerlo, pues estaba medio enojado y la furia le estaba hinchando las venas. «Mejor regreso otro día», se dijo a sí mismo y se calmó un poco. Se iba ir sin darle las gracias a aquella mujer insolente, pero ese no era su estilo. «A mí sí me educaron bien», agregó, por lo cual le dio las gracias a la mujer y se fue de allí.

Días después, a pesar del mal rato que le había hecho pasar la empleada de la dirección de la escuela Benito Juárez, José decidió regresar a ese lugar y de nuevo tratar de conseguir la información que necesitaba. Se preocupaba porque no había suficientes escuelas en Mexicali y existía la posibilidad de que se acabara el cupo, así como había sucedido el año anterior cuando vivían en el valle de Mexicali. Era por eso que deseaba inscribir a sus hijos antes de que terminara el año escolar. De acuerdo con lo que le habían contado unos amigos, una vez que entraba el descanso de verano, ni siquiera las moscas se paraban en esa escuela. Durante su segunda visita venía mejor preparado. Un compañero de trabajo le dio el nombre de una maestra que le podría ayudar y proveerle dicha información. La hija de ese amigo iba a esa escuela y conocía bien a esa profesora.

—Pregunta por la señorita María Luisa —le dijo a José su compañero—. Ella es a todo dar. Es muy paciente y sabe mucho.

Fue bueno ese consejo. Un día entre semana, cuando tuvo la oportunidad de regresar a la escuela ya que había salido temprano del trabajo, José tuvo la buena fortuna de dar con la maestra, de conocerla un poco y de hablar con ella. Ella era así como se lo había dicho su amigo, muy amable. José andaba de nuevo con la ropa bien sucia, con toda clase de manchas por todos lados, que incluso también se habían quedado impregnadas en partes de la cara.

—¿En dónde andabas metido? —le preguntó la maestra.

Lo dijo en broma y a la vez se sonrió y le dio la mano. La maestra tenía un modo afable y de sus ojos se desprendía un toque de inmensa bondad. La llamaban señorita porque así se acostumbraba a llamar a ciertas mujeres en aquellos tiempos, a pesar de que estuvieran casadas. La maestra se miraba feliz y llena de vida. José se sorprendió con el comentario sobre la ropa y al principio no supo qué decir. Varios segundos después, sin embargo, se dio cuenta que la maestra no lo había dicho en serio, que estaba bromeando.

—Es que trabajo acarreando fruta y verdura —le explicó José y se echó a reír.

—No te preocupes, muchacho. Me imaginé que eran cosas del trabajo —le dijo la señorita de nombre María Luisa.

Ella también se echó a reír, en señal de entendimiento.

—¿En qué te puedo servir? —le preguntó.

José le explicó que quería asegurarse de tener todos los documentos requeridos para poder matricular a sus dos hijos mayores en el ciclo escolar venidero y que no quería «meter la pata», como lo había hecho el año anterior, cuando no pudo inscribir al hijo mayor en la escuela. Le contó también que la hija de su compañero de trabajo fue en una ocasión una de sus estudiantes.

—Él me dijo que usted me podía aconsejar apropiadamente sobre eso de las matrículas —le explicó José.

—Por supuesto, claro que sí, con mucho gusto —le contestó la maestra y le dijo que las inscripciones se iban a efectuar durante las últimas dos semanas del mes de agosto.

Agregó que era importante traer copias del acta de nacimiento, pero que si no las tenía que no se preocupara, pues se hacían excepciones cuando los potenciales alumnos eran de otros estados, de lugares lejanos.

—Lo más importante —le explicó—, es que los niños no pierdan la oportunidad de ir a la escuela. Si tienes alguna dificultad, por favor déjamelo saber y con gusto haré lo que sea necesario para ayudarte.

Le dijo también que las oficinas de la escuela iban a cerrar desde el primero de julio hasta la primera mitad del mes de agosto, pero que abrirían sus puertas unos días antes del período de matriculación. José le dio las gracias a la señorita María Luisa, pero antes de irse agregó que le gustaría que sus hijos la tuvieran a ella como maestra. Ella daba clases de primer año por lo cual eso podría ser posible.

—A la mejor me toca; vamos a ver —le dijo la maestra y se despidió de José con una sonrisa.

AUTOR: Pedro Chávez