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La leyenda de don José, Capítulo 6

By November 23, 2021 No Comments

CAPÍTULO SEIS

Los niños mayores van a la escuela

ESA MISMA NOCHE y después de cenar, José les contó a sus hijos y a su esposa sobre la reunión que había tenido con la señorita María Luisa en la escuela. Comentó que ella los iba a ayudar en caso de que surgieran dificultades para inscribir a los dos hijos mayores, a Ernesto y Enriqueta, para el año escolar que empezaba en el otoño. Pensaba comentar además sobre la propuesta que se había hecho a sí mismo referente al futuro educacional que él esperaba de cada uno de sus hijos, pero prefirió no decirlo todavía. Lo haría después, según él, en un momento más adecuado.

—Yo quiero ver la escuela —dijo Enriqueta.

Así era ella, una niña curiosa que generalmente no andaba con rodeos al decir las cosas.

—Una tarde de estas podemos ir a verla, cuando salga temprano del trabajo —respondió José.

Agregó que el centro escolar se llamaba Escuela Primaria Benito Juárez y que se ubicaba a pocas cuadras de distancia del lugar en donde vivían. Les dijo además que era un edificio enorme, que más bien parecía castillo.

—Yo sé dónde está —dijo Ernesto—. Algunos de mis amigos van a esa escuela.

Más o menos dos semanas después la familia completa tuvo la oportunidad de visitar la escuela. Fue a principio del mes de julio, cuando el calorón mexicalense estaba en lo más acongojante. Aunque eran ya la seis de la tarde, el aire que se respiraba era aún sofocador. Sin embargo, poco les importó el azote de los rayos solares y otros inconvenientes a los chamacos y a paso urgido se marcharon todos hacia dicha escuela. Al llegar a ella, Tina y los niños se quedaron con la boca abierta. No podían creer el enorme tamaño que tenía ese edificio. Era una mole de concreto imponente, rodeada con árboles de diferentes especies y ubicada a corta distancia del palacio de gobierno. Desafortunadamente no podían ver el lugar por dentro, ni sus terrenos de juego, ya que el lugar estaba cerrado. La puerta principal se encontraba asegurada con un enorme candado.

—Yo no quiero ir a esta escuela —dijo Enriqueta—. Está muy grande y me da miedo.

Ernesto se quedó callado, ya que casi siempre trataba de demostrar valentía ante situaciones que lo requerían, a pesar de que también a él lo aterrorizó el tamaño del edificio. Era un deber que según él había heredado, el de «el hombre de la casa», siempre que el papá estuviera ausente, por ser el hijo varón mayor, y por lo cual no tenía que demostrar miedo.

—No se preocupen —dijo José—. Por dentro es un lugar como todos y el miedo se les va a pasar bien rapidito, especialmente cuando anden jugando allí con todos lo nuevos amigos que van a tener.

Así fue y de la noche a la mañana ese terror inicial a lo desconocido y a un incierto futuro desapareció. Días después, además, tanto Ernesto como Enriqueta se encontraban desesperados para que llegara el primer día de clases. Ambos deseaban que los días volaran y pronto poder asistir a esa escuela. Pero también se empezaron a preocupar, no solo ellos sino al igual Tina, ya que era imprescindible conseguir con la mayor brevedad posible los requeridos uniformes escolares. La escuela requería que en ciertos días de la semana los estudiantes se vistieran ya sea con blusa o camisa blanca y con falda o pantalón azul marino, dependiendo del sexo de cada niño. El costo de los uniformes sin embargo era prohibitivo para algunas familias, especialmente para aquellas con escasos recursos económicos.

La mejor opción, de acuerdo con lo que se le ocurrió a la mamá, era confeccionar ella misma esos uniformes, aunque sabía muy poco de costura. «Pero puedo aprender», agregó. Tampoco tenía una máquina de coser ni la menor idea sobre cuánto costaban esos artefactos. Se lo contó a José, pero al principio él no estaba completamente de acuerdo en hacer ese gasto, ya que según él no tenían mucho dinero ahorrado. Él trató de disuadirla de comprar la máquina. Prefería limitarse a comprar los uniformes ya hechos.

—No sé cuánto cuestan esas máquinas, pero me imagino que no es poco —dijo José.

—Pero tiene sentido comprar una —respondió Tina—. Puedo aprender a coser y, con el tiempo, hacer ropa para todos nosotros.

Aunque José prefería no gastar dinero en una máquina de coser, a Tina ya se le había metido en la cabeza que hacerlo sería lo correcto. Más que todo porque tenía poco de haber hablado sobre el tema de la costura con una señora de la vecindad, de nombre Estela, a quien había conocido en el lote baldío en donde los hijos de ambas jugaban. Se trataba de una mujer bonachona y platicadora que vivía como a una cuadra de distancia de ese lote. Se dedicaba a confeccionar ropa, le comentó a Tina en una ocasión, pero más que todo a hacer remiendos y otros arreglos a prendas de vestir. «Es buen negocio», también le dijo a Tina, agregando que además se ahorraba mucho dinero remendando pantalones, camisas y otra ropa de su familia.

—Una vez que aprenda a coser, podré hacerlo también para otras personas y ganar dinero así —le dijo Tina a su marido—. Creo que va a ser una buena inversión.

José acabó accediendo a gastar dinero en una máquina de coser, sobre todo después de que su mujer lo presionara constantemente para que lo hiciera. También estuvo de acuerdo en que era una buena idea que ella aprendiera ese tipo de trabajo y que eventualmente ganara dinero cosiendo prendas para otros.

—Es mucho mejor que hacer trabajos de planchado, de eso estoy seguro —se dijo a sí mismo.

Pero primero tenían que averiguar si tenían suficiente dinero ahorrado para hacer la compra. Ambos se sorprendieron cuando contaron el dinero que tenían. Estaba guardado bajo la cama en dos botes de metal. El siguiente paso era encontrar un lugar en donde hacer dicha compra. Su amiga Estela, la costurera, mencionó que sería mejor comprarla en Calexico, en el otro lado de la frontera. Aunque tanto José como Tina pensaban que iba a ser difícil conseguir un permiso para cruzar, en realidad fue fácil. Una vez en el puesto de control fronterizo, les pidieron que indicaran el motivo de su visita. Explicaron que necesitaban comprar una máquina de coser y estaban a punto de mostrar de mostrar el dinero que llevaban para hacer la compra.

—Confío en ustedes; no tienen que mostrarme el dinero —les dijo el oficial, se sonrió y les dio un pase de un día—. Además, nos encantan los pesos mexicanos.

Se trataba de un pequeño papel escrito a mano con el nombre de ambos. El permiso tenía el sello oficial de ese departamento gubernamental y la fecha de ese día: 12 de agosto de 1943. El funcionario agregó que debían regresar a Mexicali ese mismo día.

No tardaron en localizar el lugar donde se vendían máquinas de coser, siguiendo las instrucciones que le dio a Tina su amiga la costurera. Se trataba de una pequeña ferretería con pequeños electrodomésticos nuevos y reacondicionados. Las máquinas más modernas costaban bastante, se dieron cuenta, mucho más de lo que ellos esperaban gastar. Escaseaban por eso de la guerra, les dijeron. Además, todo mundo las quería, agregó uno de los empleados de la tienda. Pero tuvieron suerte y encontraron una máquina viejita de marca Singer, de pedal, en buenas condiciones y a buen precio. El dinero que traían les alcanzó no solo para pagar por la máquina, sino para costear el servicio de entrega a domicilio. Un día después, un pequeño camión de carga se las llevó a Mexicali.

Ser dueños de esa máquina de coser Singer fue algo que enorgulleció a la familia García García. Todos ellos, hasta los más pequeños, querían aprender cómo usarla. José movió esto y lo otro y trató de entender cómo se hilvanaba el hilo. Observó también la aguja bajar y subir mil veces, después jugó con la correa y con la gran rueda junto al pedal. Eventualmente se cansó de inspeccionar y mover tanta cosa y de pedalear, así que optó por abandonarla. Tina prefirió no aprender a usarla todavía y más bien dejar que sus hijos se dieran gusto con ella, hasta que se cansaran de tanta «tocadera». Los dos mayores, cabe mencionar, aprendieron de inmediato cómo operar la máquina de coser, cómo sacar y meter los carretes del hilo y cómo hacerla correr a diferentes velocidades. Trataron de explicarle todo eso a la mamá, pero ella les dijo que lo dejaran para otro día.

En cierta forma, Tina se sentía angustiada, pues estaba casi segura de que no iba poder aprender a operar esa máquina de coser. Pero como apremiaba confeccionar los uniformes de Ernesto y Enriqueta, dejó a un lado el temor eventualmente y el día siguiente les pidió a sus hijos mayores que le dijeran cómo usarla. Para su sorpresa, aprendió pronto a echar andar la máquina. «No era tan difícil como me lo imaginaba», se dijo a sí misma. Sin embargo, todavía tenía que aprender el oficio de costurera. Y ahí estaba el detalle, como diría Mario Moreno «Cantinflas», el comediante mexicano. Pero Tina tenía un as en la manga. Estaba segura de que su amiga Estela la sacaría de apuros si fuera necesario.

Pocos días después, Tina decidió visitar a Estela y pedirle ayuda. Tenía muchas preguntas que hacerle sobre el oficio de la costura y la compra de materiales. Su amiga le explicó primero dónde comprar telas y otros productos, como hilos, tijeras, agujas y patrones para hacer la ropa. También le enseñó a manejar la máquina con eficacia y algunos trucos de ese quehacer. Además, la acompañó a la tienda de telas y la ayudó a seleccionar todo lo que necesitaba para hacer los uniformes de los dos niños. Un día después volvieron a reunirse y entre las dos cortaron la tela en trozos, utilizando para ello los respectivos patrones de costura. Lo único que quedaba por hacer era coser las piezas cortadas y convertirlas en uniformes para sus dos hijos. Las tareas anteriores habían parecido sencillas, sobre todo con la ayuda de su amiga. Tina supuso que el resto del trabajo sería igual de sencillo, por lo que se sintió confiada para afrontar lo que quedaba por hacer. Una vez que Estela se fue, Tina comenzó a coser todas las piezas de los uniformes, siguiendo cuidadosamente las instrucciones incluidas en los patrones. Aunque al principio le costó coser en línea recta, pronto aprendió a hacerlo bien, tomándose su tiempo y siendo paciente consigo misma. Se frustraba un poco, pero trataba de mantenerse positiva y no dejar que los inesperados pero insignificantes reveses se apoderaran de su disposición. Unas horas más tarde, ya había terminado de coser los dos primeros uniformes. Se sentía orgullosa de sí misma. Según ella, ya había aprendido el oficio de costurera.

Antes de llamar a Enriqueta y a Ernesto para que se los probaran, decidió primero planchar los uniformes. Mientras lo hacía, notó detalles raros. Ciertas partes de lo confeccionado no encajaban bien con las otras, especialmente las mangas de la blusa y de la camisa. El pantalón era un desastre; una de las piernas se miraba más larga que la otra y además mostraba un montón de imperfecciones. Tina casi se echaba a llorar, pero se aguantó y no lo hizo. En lugar de llamar a sus hijos, puso los dos uniformes en una bolsa, recogió los patrones que había utilizado y se fue apresuradamente a la casa de Estela para que le explicara qué había hecho incorrecto.

—El oficio de costurera no era tan fácil de aprender, especialmente confeccionar uniformes —Tina se dijo a sí misma conforme caminaba hacia la casa de su amiga.

Con la ayuda de Estela, afortunadamente, los uniformes quedaron medio arreglados. Todavía tenían sus imperfecciones, pero una vez que se los probaron Enriqueta y Ernesto, no se notaban tanto esos defectos.

A pesar del traspié, Tina no se dio por vencida y se dijo a sí misma que como diera lugar ella iba a aprender a coser. Pero así como lo anuncia el sabio refrán, «del dicho al hecho hay mucho trecho». Pronto se dio cuenta de que era imposible adquirir ni siquiera las mínimas cualidades de costurera de la noche a la mañana, y que tomaría mucho tiempo para poder aprender dicho oficio. A medida que pasaba el tiempo y conforme se involucraba en otros proyectos de costura, a menudo se enfrentaba con inesperados retos. Sin embargo, siempre lograba superar esos desafíos, a veces por sí misma, y en algunas ocasiones con la ayuda de su amiga. Menos de un año después, Tina era generalmente capaz de crear prendas sencillas para ella y su familia. Para ese entonces, la novata costurera estaba segura que pronto iba a ser lo suficiente buena en el oficio para poder ofrecer sus servicios de costura a terceros.

AUNQUE JOSÉ Y Tina habían augurado que iban a enfrentar inesperados obstáculos al tratar de matricular a sus dos hijos mayores en la escuela, una vez llegado el momento de hacerlo, fue realmente fácil. Fue un proceso rápido y sin novedad, por lo cual ambos niños pronto asistirían a la escuela primaria Benito Juárez. La Sra. María Luisa acabó siendo la maestra de Enriqueta. A Ernesto le asignaron a alguien conocido como el Profesor Puente. Aunque las clases no iban a comenzar sino hasta el primer lunes de septiembre, una semana antes de que llegara esa fecha, un sutil caso de nerviosismo había invadido indiscretamente el hogar de los García García. Ernesto y Enriqueta plancharon sus uniformes tres o más veces durante ese espacio de espera, les sacaron punta a los lápices una y otra vez, se aseguraron de tener los cuadernos a la mano, guardándolos en un lugar visible para que no se les olvidaran al irse a la escuela en ese primer día de clases. Tina también estuvo nerviosa, más que todo porque temía que otros niños fueran a maltratar o menospreciar a sus dos hijos.

José no llegó a preocuparse. Confiaba en que todo iría bien y que sus hijos se acostumbrarían a ir a esa escuela y a convivir con nuevos amigos. Lo único que lo entristecía tenía que ver con no poder acompañarlos a la escuela esa mañana, ya que tenía que trabajar. Pero esperaba poder acompañarlos en la tarde, después de la salida de clases. Pensaba irse directamente del trabajo a la escuela.

Desafortunadamente, no pudo hacerlo. José se lesionó la espalda de nuevo al tratar de manipular una carga demasiado pesada. El accidente sucedió poco después del mediodía. Aunque trató de mantenerse inmóvil por un buen rato, esperando que el dolor desapareciera, la aflicción más bien empeoró. Eventualmente un compañero lo llevó a su casa en un auto. Tina acababa de llegar de planchar ropa y se estaba preparando para irse a la escuela a recoger a sus hijos cuando arribó José. Se alarmó al verlo entrar a la casa agarrado de su amigo. Ella presintió lo peor. Después de acomodarlo en la cama, se fue a buscar a la señora que anteriormente lo había inyectado. No dio con ella, pero alguien en esa casa le dijo que en cuanto llegara le informarían que era muy importante que fuera a inyectar a José. Tina no podía esperarla, ya que Ernesto y Enriqueta estaban a punto de salir de clases, así que se fue a la escuela. Pensaba dejar a los dos hijos más pequeños con José, pero ambos se echaron a llorar. Querían ser parte de todo ese borlote escolar. Además, les gustaba andar de vagos y corretear por todos lados, por todas esas calles aledañas, a pesar del calorón que todavía azotaba a Mexicali en ese mes de septiembre.

La salida de los estudiantes en ese primer día de clases causó un gran tumulto frente a dicha escuela. En lugar de irse a sus casas, casi todos los estudiantes se quedaron allí haciendo fiesta de la ocasión. Gritaban, platicaban, jugaban, pero lo que menos hacían era abandonar esa explanada. Tina trató como pudo para ubicar a Ernesto y Enriqueta, pero sus esfuerzos fueron en vano por un buen rato. Minutos después, una vez que se había disipado la muchedumbre, logró dar con ellos. Se estaban despidiendo de unos nuevos amigos. Al ver a Tina, mencionaron que los mataba el hambre y que se sentían desesperados. Antes de que la mamá les dijera algo, los dos se echaron a correr y pronto llegaros a su casa. Ernesto y Enriqueta se sorprendieron al encontrar a José sentado en la orilla de la cama, ya que Tina no había tenido la oportunidad de decirles que se había lesionado de nuevo. Le pidieron que les dijera qué le pasaba, pero antes de que él pudiera explicarlo, ninguno de los dos puso mucha atención. Después de colocar sus útiles escolares sobre la mesa, se dedicaron a buscar algo que comer. Tina y los otros dos niños llegaron un poco después.

—Tengo mucha hambre —le dijo Enriqueta a su madre.

El montón de actividades de ese primer día de clase les había abierto el apetito.

—Les tengo una sorpresa —les dijo Tina y sacó de un escondite una canasta repleta de pan dulce y dos botellas de leche.

Pronto todos disfrutaron del manjar. José, sin embargo, participó desde lejos ya que aún permanecía sentado sobre la orilla de la cama. Todavía no lo inyectaban y aquel dolor en la parte inferior de su espalda no se apaciguaba. Trató de disimular su pesar lo más que pudo, sin embargo, y reírse y ser parte de esa especial celebración. Pero eventualmente la agobiante aflicción le ganó y lo doblegó. Se volteó primero hacia un lado, después hacia el otro. Se agarró también la espalda con una mano, después con la otra. El dolor era insoportable. El hijo mayor notó el lacerante momento por el cual pasaba su papá, así que se fue hacia él para tratar de ayudarlo. José había cerrados sus ojos momentáneamente; una vez que los abrió se dio cuenta que Ernesto estaba a su lado. José se sonrió y le extendió su mano.

—¿Cómo les fue en la escuela? —le preguntó.

Eventualmente llegó la presunta enfermera para inyectarlo y menos de una hora después José ya se sentía mejor.

La mañana siguiente, sin embargo, un punzante y agudo dolor en la espalda, muy diferente a la aflicción inicial, lo acosó de repente. Tina ya se había ido a trabajar y se había llevado a los dos hijos más chicos con ella; los dos más grandes ya estaban en la escuela. A José lo preocupó su agravada condición, por lo cual decidió visitar una farmacia cercana y comprar algo que le aminorara dicho dolor. El farmaceuta le recetó pastillas de aspirina, un medicamento barato que según él atenuaría la gravedad de las punzadas.

De camino a casa, José se topó con un vendedor ambulante que vendía elotes, mazorcas de maíz recién cocidas y metidas en una olla y en una carreta de madera. Hacía años que no los comía. Además, le recordaban a los elotes que un par de niños comían en Nochebuena, cuando él y el resto de su familia vivían en la calle. Sin preguntar cuánto costaban, José pidió media docena de elotes. Pensaba compartirlos con los demás en casa esa misma tarde. Mientras esperaba que el vendedor preparara su pedido, la mente de José viajó en el tiempo, recordando los campos y los maizales de su Michoacán natal, y a su madre y cómo ella preparaba los elotes cuando él era sólo un niño. Él y sus hermanos iban a recogerlos a su propia milpa y se los llevaban a la mamá para que los cocinara. José recordaba claramente cómo ella los envolvía con pedazos de bolsas de yute y los ponía en una olla grande sobre una fogata al aire libre. Recordaba además cómo los elotes se cocinaban con el vapor que creaba el calor y el agua en el fondo de la enorme olla y cómo él y sus hermanos no podían aguantarse para pelarlos, y añadirles sal, chile en polvo y jugo de limón al gusto.

—Es un peso —le dijo el vendedor ambulante a José y le entregó los elotes.

A José por el momento se le había olvidado la transacción; su mente andaba todavía perdida en esas añoranzas de antaño. Pero de inmediato sacó un billete de un peso de su bolsillo y se lo entregó al vendedor. También le dio las gracias y después siguió el camino a su casa. Una vez de regreso a casa, no se pudo aguantar. Se comió la mitad de uno de los elotes y guardó el resto para más tarde. «¡Qué sabroso!», se dijo a sí mismo en repetidas ocasiones conforme le daba lentas mordidas al elote. También, ya se le había olvidado lo del dolor de espalda y que tenía que tomarse una cápsula de aspirina. Después de ingerir el medicamento, José se puso a meditar. Le había impresionado el trabajo del vendedor ambulante. Le pareció además bueno ese oficio. «Yo podría hacer algo parecido», se dijo a sí mismo, en lugar de «medio matarme acarreando fruta en el almacén». Pensó además que podría vender fruta y comprarla al mayoreo en la distribuidora.

—Ah, ¿para qué pensar en cosas imposibles? —se dijo a sí mismo, aunque su subconsciente siguió reflexionando sobre el negocio de las ventas ambulantes.

—Sería mi propio negocio —pensó—, y no me lesionaría una y otra vez, acarreando cargas como burro.

Las posibilidades y el potencial de ser su propio jefe lo habían entusiasmado.

—No tendría que ganar mucho dinero, sólo lo suficiente —se dijo.

Lo pensó durante un rato. También soñó despierto, se imaginaba a sí mismo vendiendo fruta en las calles de Mexicali. Se pondría un gran sombrero de paja que le protegiera de los rayos del sol, y pintaría el carro de todos colores, con muchos negros y amarillos, como los que había visto en su tierra, en Michoacán. Seguramente Tina y los niños le ayudarían a preparar la fruta y a empacarla en la carreta. Era un sueño interminable.

—Pero, ¿a quién estoy engañando? —añadió y suspiró—. Se necesitaría mucho dinero para conseguir una carreta y montar ese negocio.

Luego soltó una sonora carcajada y volvió a suspirar. Mientras buscaba un paño de cocina para cubrir lo elotes y mantenerlos medio calientes, notó que el dolor de espalda casi había desaparecido. Se sorprendió y se dijo a sí mismo: «no puedo creer que una aspirina sea tan efectiva». En lugar de tratar de descansar, y dado que ahora se sentía bien según él, José decidió hacer algunas tareas domésticas y se puso a barrer el suelo. No había mucho que hacer pero quería sentirse útil. Buscó la basura que había que recoger, pero no encontró ninguna. Después de un rato se sentó junto a la mesa. No podía hacer nada más que descansar. Y pensar.

—Espero que Tina llegue antes de que se enfríen los elotes —se dijo a sí mismo.

Un par de horas más tarde aparecieron Tina y todos los niños. Ella ya había ido a la escuela para esperar a Enriqueta y Ernesto y acompañarlos a casa. Todos se sorprendieron cuando entraron en la casa y vieron los elotes recién cocidos. No tardaron en consumirlo todo y después los cuatro niños se fueron al solar vacío y jugaron allí un rato. Tina también se sorprendió al ver la mejora del estado de José. Él ya había mencionado lo de la aspirina, y que el farmacéutico le había dicho que le ayudaría a aliviar el dolor y a relajar los músculos dañados, pero que necesitaba descansar al menos un par de días.

—Creo que estoy listo para volver al trabajo mañana —le dijo José a Tina.

—Yo creo que no —respondió ella y le dio una palmadita en la espalda—. Recuerda que tienes que descansar, eso te dijo el farmacéutico.

José regresó al trabajo dos días después. Ya se había puesto otra inyección y había tomado varias aspirinas. Odiaba además quedarse en casa sin hacer nada, aunque aprovechaba el tiempo libre para pensar en la posibilidad de convertirse en vendedor ambulante y ofrecer diferentes tipos de frutas y aperitivos a presuntos clientes. Todavía no se lo había comentado a Tina, por un par de razones. Para empezar, porque quería convencerse primero de que vender productos en una carreta de comida era realmente para él, y no sólo una idea descabellada que había nacido en su mente cuando no tenía otra cosa que hacer mas que rumiar pensamientos tontos. También estaba seguro de que el momento no era el adecuado, ya que recientemente habían gastado buena parte de sus ahorros en la máquina de coser.

Sin embargo, unos días más tarde, después de haber urdido un plan de negocios en su mente, José decidió hablar con su esposa sobre la posibilidad de vender frutas y bocadillos en una carreta en un futuro no muy lejano.

—¿Estás loco? —respondió ella sin pensarlo mucho y también se rio—. Ese tipo de trabajo es para gente desesperada, para los que no tienen otras opciones.

Después de hablar varios días sobre el tema, sin embargo, y tras escuchar a José explicar diferentes aspectos de su plan, Tina se mostró más comprensiva.

—A la mejor tienes razón —dijo—. Pero hay que pensarlo bien.

AUTOR: Pedro Chávez