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La leyenda de don José, Capítulo 7

By November 26, 2021 No Comments

CAPÍTULO SIETE

Trabajo duro en el almacén

AUNQUE TANTO JOSÉ como Tina tuvieron la buena fortuna de encontrar trabajo y de eventualmente ganar más de lo necesario para sufragar los gastos requeridos en ese hogar, los quehaceres de ambos eran duros. El planchar ropa por largos ratos, tres o cuatro veces por semana, empezó a causarle achaques a Tina. Más que todo en la región lumbar, en la parte inferior de la espalda, pero también en las piernas, ya que pasaba bastante tiempo de pie. El trabajo de José no era solo duro, sino peligroso. Él estaba seguro de que pronto se lesionaría de nuevo y que no podría seguir haciendo esa labor por mucho tiempo. Pensó en buscar otro tipo de empleo, pero algo le decía que no lo encontraría. Según él, no tenía la preparación vocacional para poder encontrar un trabajo menos físico. El tener su propio negocio de vendedor ambulante, sin embargo, le apetecía bastante. El trabajar para sí mismo le parecía una gran opción. «Solo necesito una carreta y algo de dinero para surtirla de fruta», se decía en silencio. Agregaba que era algo que además podría desarrollar poco a poco, en sus días libres.

Cuando llevaba ya varias semanas de seguir pensando en esa aventura comercial, decidió que por lo menos debería investigar el costo de la carreta. Pero antes de hacerlo, de nuevo le mencionó lo del negocio a Tina. José ansiaba palabras de apoyo. Ella se sorprendió al oír hablar de nuevo sobre la carreta y las ventas ambulantes; ya se había olvidado de ello y se había imaginado que José había hecho lo mismo. Además, Tina seguía creyendo que era una idea descabellada y que ese tipo de empresas eran sólo para gente desesperada. Él le explicó que entre más le daba vueltas al asunto, más le gustaba la idea de conseguirse una carreta y probar suerte vendiendo frutas y antojos. Agregó que no dejaría su trabajo en la distribuidora sino hasta asegurarse de que el negocio resultara rentable.

—No sé qué decirte; me agarraste de sorpresa —dijo Tina.

—Está bien, si quieres lo dejamos para otro día.

—No, no es necesario, tú sabes que a la hora de la hora siempre te apoyo —le contestó—. Pero me preocupa que no te vaya a ir bien y que te suceda lo que me pasó a mí con el negocio de costura.

José se echó a reír. Lo mismo hizo Tina. Él presentía que a su esposa aún le molestaba el traspié que ella tuvo al tratar de confeccionar los uniformes escolares.

—Tienes razón —dijo Tina—. Lo único que quiero agregar es que espero que te vaya bien vendiendo frutas y antojos en la calle.

A pesar del gran entusiasmo inicial que tuvo José acerca del mentado negocio ambulante, poco a poco se fue olvidando de él, más que todo porque temía echarse al ruedo y «meter la pata». La venida a Mexicali y los subsecuentes pesares sufridos por él y su familia en cierta forma lo habían escaldado y se había convertido en un hombre más cauteloso. La opinión expresada por Tina sobre ese tipo de ventas también lo escamó. «Por algo lo dice», se dijo a sí mismo. Pero existían otras razones que también contribuían al apagón mental, y al aminorado entusiasmo sobre el otrora gran negocio. Al investigar los pormenores de este, José se enteró de que la inversión requerida era bastante grande, relativamente hablando. Aunque habían podido guardar algo de dinero y con parte de esos ahorros pudieron comprar la máquina de coser, según él, no era bueno gastarse hasta el último cinco para lanzar el negocio. La carreta era lo más costoso, pues requería llantas y amortiguadores apropiados para transportar grandes cargas de fruta. Su costo excedía lo que José ganaba en un mes en la distribuidora. Tenía además que comprar una bicicleta para acarrear frutas y llevar cargas de un lugar a otro.

—Se me están quitando las ganas de meterme en eso de vendedor ambulante —le dijo José a su esposa meses después de haber pensado en ello por primera vez.

Explicó que se requería una inversión inicial muy grande y que era mejor esperarse y buscar otro tipo de oportunidad que estuviera más al alcance de ellos.

Ernestina trató de animarlo. Ella ya había cambiado de opinión y estaba ahora convencida del potencial del negocio, después de pensar bien sobre él. Con tal de animarlo y para que no se echara para atrás, ofreció trabajar más días planchando ropa, ser más cuidadosa con los gastos caseros y ayudarlo en lo que fuera.

—Yo tengo mucha fe en ti y sé que te va a ir bien —le dijo y agregó que era necesario tomar riesgos para conseguir lo que uno busca en la vida—. El que no se arriesga no cruza la mar.

Había aprendido ese refrán de su mamá, una persona en cuyo vocabulario no existían palabras que evocaran el pesimismo.

—Tienes razón, Tina, pero por ahora mejor me espero —respondió José—. Tengo que actuar responsablemente con nuestros ahorros y no invertirlos en algo que a la mejor ni funciona.

Ernestina insistió y le dijo esto y lo otro, tratando de convencerlo. Sus insistencias, sin embargo, fueron en vano. José estaba renuente a cambiar de parecer, a pesar de que él estaba seguro de que Tina poseía una especie de sexto sentido y que era capaz de juzgar los riesgos mejor que él.

La aciaga experiencia que tuvieron después de llegar a Mexicali lo había convertido en un hombre más precavido. Ya había transcurrido casi un año cuando él y su familia deambulaban desalentados por las calles de esa ciudad, sin hogar ni comida, pero José recordaba la odisea como si hubiera ocurrido ayer mismo. Le había afectado mucho el no poder proveer un hogar y comida para su familia. Aunque el soñado negocio auguraba buenas ganancias, se dijo a sí mismo que era mejor esperarse. «A veces las cosas no son como se pintan», agregó. En cierta forma estaba tratando de justificar su dictamen. Pero José seguía creyendo que tenía que encontrar una manera de ganarse la vida sin hacerse daño todo el tiempo, transportando fruta y verdura a la espalda.

La decisión de mejor seguir trabajando para otros por el momento se convirtió en un furtivo alivio para José, pues le quitó de encima una fastidiosa preocupación que tenía ya tiempo de estar allanando su mente con repetidos embates de mil y una dudas. Una vez determinado que se iba esperar, en lugar de desanimarse por haber abandonado el proyecto, optó por canalizar su energía en asuntos cotidianos que exigían su atención. Uno de ellos tenía que ver con los dos hijos que iban a la escuela, quienes, de acuerdo con su esposa, requerían su asesoría con las tareas. Desde el primer día de clases, ella los ayudaba a memorizar esto y lo otro, aunque dentro de poco, según su criterio, ya no iba a poder hacerlo debido a su limitada preparación académica. Tina no fue a escuela alguna cuando niña y si aprendió a medio leer y escribir fue porque insistió en aprender con la ayuda de un tío que trabajaba en el mismo rancho donde ellos vivían. Así era en aquel entonces en muchas de las zonas rurales mexicanas; a las niñas no las enviaban a la escuela. Pero a pesar de esa limitada enseñanza, fue ella a quien le tocó servir de tutora de los dos hijos mayores. Tina les enseñó las tablas de multiplicar y el abecedario como pudo. Aunque hizo esa labor con aprietos, ya que a veces parecía que era ella la que estaba aprendiendo esos números y esas letras, nunca dejó de tener confianza en sí misma y en su capacidad de instructora, haciendo su labor de tutora con pericia y autoridad. De acuerdo con los resultados obtenidos por esos dos hijos, había hecho buena faena esa mamá. Para mediados de ese primer año, ambos, Ernesto y Enriqueta, se sabían el abecedario y las tablas de pies a cabeza. Sin embargo, conforme los dos niños avanzaban en sus estudios, Tina decidió que era mejor que los ayudara su esposo, quien había tenido la suerte de por lo menos terminar año y medio de la escuela primaria. Además, decía ella, «él es bueno para los números».

Aunque José no se opuso a ayudar a sus hijos con las tareas escolares, en cierta forma sentía que Tina era la persona más indicada para asesorarlos, pues ella había demostrado tener no solo la paciencia para llevar a cabo esa labor, sino el tesón requerido de un tutor. Pero ella insistió en pasarle la batuta a su esposo, declarando que ya había llegado hasta el límite de lo que ella sabía y que le tocaba a él lidiar con eso de los números: de sumas, restas y multiplicaciones, algo que ella no entendía muy bien y que además no tenía ganas de entender.

—Espero llegar a tiempo todas las tardes para poder ayudarlos —dijo José y agregó que esperaba ser tan buen tutor como su esposa.

Otro de los asuntos pendientes que preocupaban a José tenía que ver con incrementar el ingreso monetario y los ahorros en ese hogar para eventualmente cumplir con una meta personal que se había hecho a sí mismo antes de dejar su tierra michoacana. Aunque en aquel entonces su mayor deseo era conseguir un pedazo de tierra para trabajarla y en ella vivir, ahora que radicaba en Mexicali, ese afán ya había evolucionado y se había convertido en un nuevo objetivo: en ahorrar lo suficiente para poder comprar un pequeño lote y en él eventualmente construir poco a poco una casita. Con el fin de lograr ese compromiso consigo mismo, José tenía pensado adquirir un empleo adicional, de tiempo parcial, pero algo mejor remunerado. Antes de lanzarse en esa búsqueda de empleo, sin embargo, decidió que primero tenía que aprender la forma correcta para cargar la mercadería y evitar lastimarse de nuevo en su trabajo en la distribuidora.

El segundo trabajo tenía que ser nocturno, según José, para que no se interpusiera en su principal fuente de ingresos. Podría ser un trabajo de conserjería, pensó, en alguna gran planta en donde ese tipo de empresa se realizara mayormente por la noche. Su primera opción era parar en La Jabonera de camino a casa, un día cuando saliera temprano, y buscar trabajo de conserje allí. La Jabonera era una gran planta industrial que extraía las semillas del algodón y las convertía en aceite de cocina y jabón de manos de uso cotidiano. Unos días más tarde se detuvo allí, después del trabajo. Mencionó su intención al vigilante en la entrada, diciéndole que quería informarse sobre las oportunidades de trabajo como conserje.

—Yo no creo que anden buscando gente para la limpieza —le dijo el guardia—, pero me acabo de enterar que se va a ir el celador del turno nocturno. A le mejor llegaste en el momento correcto.

José no supo qué decir al principio, pero agradeció la información y saber sobre la disponibilidad de otro tipo de trabajo en esa planta.

—¿Con quién tengo que hablar del trabajo de celador nocturno —preguntó José.

—Ve a ese edificio de la izquierda —le dijo el vigilante—, y pregunta por don Ramón; es el encargado de las contrataciones.

José se sintió esperanzado, pero también receloso; no tenía ni idea de lo que implicaba el trabajo de guardia nocturno. Pero pronto descartó su inquietud, sobre todo después de conocer a don Ramón, un hombre mayor con una sonrisa de oreja a oreja.

—Estás de suerte, José, necesitamos un guardia nocturno, y tú pareces lo suficientemente apto para el trabajo —le dijo Don Ramón—. Puedes empezar pronto.

José aceptó la oferta sin pensarlo mucho, y sin darse cuenta de que sería un trabajo a tiempo completo, no el de conserje a tiempo parcial que él tenía en mente.

—¿Cuándo puedo empezar? —preguntó José.

—Mañana por la noche, a las cinco —respondió don Ramón—. Por cierto, no sé si ya tienes una bicicleta, pero si la tienes, te va a ayudar. Hay que caminar mucho mientras se vigila el lugar.

Don Ramón le explicó a José que si no tenía bicicleta, sería casi una exigencia conseguir una pronto, no sólo para evitar las largas caminatas, sino para llegar de un punto a otro de la planta de manera expedita. José dijo que conseguiría una. Antes de irse, don Ramón le entregó una gorra de servicio.

—Vas a tener que ponértela para que podamos identificarte desde lejos —dijo don Ramón—. Por favor, ponte ropa caqui si la tienes, para que haga juego con el color de la gorra.

José le dio las gracias y le dijo que volvería el día siguiente antes de las cinco. Sin embargo, José se preocupó. Estaba seguro de que iba a ser muy difícil realizar los dos trabajos a tiempo completo. Además, aunque todavía no había aprendido a manejar correctamente las cargas pesadas en el almacén de productos, ya se había acostumbrado a trabajar allí y a convivir con sus compañeros de trabajo. Según él, todo había sucedido con demasiada rapidez. Pero acogió con agrado la oportunidad de ser guardia nocturno. Iba a ser menos estresante físicamente y le pagarían más, se dijo a sí mismo.

—¿Qué voy a hacer? —se preguntó José.

Mientras caminaba con presteza hacia su casa, José ponderó sobre el trabajo que acababa de conseguir, pero también sobre la posibilidad de trabajar a tiempo parcial en el almacén. Pensó que podría trabajar allí tres o cuatro días a la semana y ganar un poco de dinero extra, pero no sabía si el gerente de la planta de productos estaría de acuerdo con el arreglo. «Mañana pregunto», se dijo José a sí mismo. Se sentía a todo dar.

Aunque tenía ganas de mencionarles, a su esposa y a sus hijos, el posible empleo de guardia, José se aguantó y no dijo nada esa noche. El día siguiente, sin embargo, se los dijo. Ya había llegado a un acuerdo con su jefe en la distribuidora. Una vez que empezara a ejercer su puesto de guardia en La Jabonera, acordó en seguir trabajando medio tiempo en ese lugar, cuando lo necesitaran. Era un buen arreglo para ambos, eso se dijo a sí mismo José. Más que todo porque él necesitaba el ingreso adicional, el de la distribuidora, y esa empresa lo necesitaba a él, a alguien capacitado para acarrear de un lado a otro las pesadas cargas de frutas y verduras.

José llegó a su casa esa noche con el quepí puesto, con la gorra de guardia. Quería sorprenderlos a todos, especialmente a los niños. Al verlo entrar a casa con la gorra, sus hijos y Tina se asombraron. José lucía una gran sonrisa. Antes de que uno de ellos dijera algo, él les dijo que había conseguido un trabajo como guardia nocturno en La Jabonera.

—No lo creo —dijo Tina—. De seguro te regalaron esa gorra y se la trajiste a Ernesto para que se la ponga y juegue de policía.

—No, es cierto, me acaban de dar la chamba, empiezo mañana —respondió José y se volvió a sonreír.

—¿Vas a traer pistola, papá? —le preguntó Francisco, el menor de los hijos.

—No, no voy a traer pistola —contestó José.

AUTOR: Pedro Chávez