CAPÍTULO TRES
En la clínica de San Ignacio
MANUEL SE SALIÓ del camión por el lado del conductor y se apresuró a ir a la oficina principal para contarles el estado de su esposa. Demetrio se quedó fuera, en caso de que Alejandra necesitara ayuda. La auxiliar de enfermería se tardó un buen rato en salir a buscar a la paciente. Una vez que salió, traía una silla de ruedas con ella. Manuel aún estaba en la clínica, proporcionando la información personal requerida. Poco después de que la asistente abriera la puerta para ayudarla a bajarse del camión, Alejandra empezó a gritar. Su dolor se había vuelto intolerable. Al oír los gritos, Demetrio se abalanzó hacia ellas y sujetó la silla de ruedas mientras la auxiliar ayudaba a Alejandra a salirse y sentarse en la silla de ruedas. Se quejaba en voz alta. Una vez que se sentó en la silla, la asistente se la llevó a toda prisa a la clínica y a una sala de reconocimiento. Manuel seguía dando la información requerida.
—El médico no tardará en llegar —le dijo una enfermera a Alejandra mientras empezaba a recoger datos vitales.
La tomó la temperatura, el pulso y la presión arterial y luego la trasladó a una camilla con la ayuda de la auxiliar. A continuación, le pidió a Alejandra que describiera sus síntomas. A juzgar por la información obtenida, decidió hacerle una radiografía en la zona del abdomen mientras esperaba al médico. Poco después llegó el doctor y comenzó a examinar a Alejandra, tocando diferentes secciones de su abdomen inferior y también haciéndole preguntas. Ella le explicó que le dolía todo el vientre, pero que lo que más doloroso era cierto lugar, señalándolo con la mano derecha. La localización del dolor confirmó el pronóstico inicial del médico tras ver las radiografías. Se trataba de apendicitis.
—¿Es usted alérgica a algún medicamento? —le preguntó el doctor a Alejandra.
—Que yo sepa, no —respondió ella.
—¿Le han puesto anestesia alguna ocasión? —le preguntó también.
—Sí, una vez —dijo ella—. Fue aquí, en esta clínica, hace más de nueve años.
—Me llamo Mauricio González —le dijo el médico a Alejandra.
El doctor González era un joven ex interno que cumplía con un servicio cívico de dos años. Estaba bajo la dirección del doctor Fidel de la Garza, el propietario de esa clínica privada. De la Garza tenía casi ochenta años, según algunos de sus amigos que conocían su verdadera edad. Nunca la revelaba porque temía que alguien le dijera que estaba demasiado viejo para ejercer su profesión. Cuando se le presentó la oportunidad de agregar a la clínica a un médico de servicio cívico, la aprovechó. Era una forma oportuna y conveniente para seguir prestando asistencia de salud a personas que no formaban parte del sistema nacional del seguro social, según él.
Manuel ya casi terminaba con los requisitos administrativos de la clínica. Sólo le faltaba hacer un depósito en efectivo para cubrir posibles gastos.
—Necesitamos cinco mil pesos como depósito de seguridad —le dijo la encargada—. Si no tiene la cantidad completa, sólo tiene que darnos lo que pueda, y arreglaremos un plazo para pagar el resto más adelante.
A Manuel le sorprendió la gran cantidad de dinero que le pedían como depósito. Esperaba tener lo suficiente para pagarlo en su totalidad. Se quedó sorprendido después de abrir la talega que le había dado Alejandra. Había mucho dinero en ella. Había muchos billetes de mil pesos y otros tantos de cien. Sacó los cinco mil pesos que necesitaba y se los entregó a la encargada.
—Si los gasto son menores, se le devolverá la diferencia —le dijo la encargada.
Ella también se había sorprendido. La mayoría de los pacientes no tenían suficiente dinero para el depósito y normalmente tenían que hacerse cargo de los honorarios a pagos.
Demetrio estaba esperando a que Manuel terminara de tratar con la encargada para decirle que tenía que irse. Todavía tenía que dejar su carga.
—Ojalá pudiera quedarme, pero tengo que irme a entregar la mercancía en un par de lugares —le dijo Demetrio a Manuel—. Le deseo pronta recuperación a tu mujer.
—Oh, gracias por todo. Tuve mucha suerte de encontrarte —dijo Manuel—. ¿Cuánto te debo?
—Estás loco. No me debes nada. Sólo deseo que tu mujer se recupere pronto —respondió Demetrio—. Además, eres mi amigo y tenía que pasar por aquí de todos modos.
Los dos tenían prisa. Demetrio tenía que parar en dos restaurantes cercanos y dejar sus pedidos de pescado y llegar a casa lo suficientemente temprano para pasar tiempo con su familia. Vivía en San Ignacio. Justo después de despedirse, Manuel se dirigió apresuradamente a la sala de exploración y le preguntó a la auxiliar de enfermería si podía entrar para estar con su esposa.
—La enfermera está preparando a la paciente en este momento —le dijo la auxiliar.
Manuel no sabía a qué se refería. Pero antes de que pudiera decir una palabra, el médico salió de una sala y se presentó a Manuel.
—Soy el doctor González —dijo y le estrechó la mano a Manuel—. Déjeme que le cuente lo que pasa. Por favor, siéntese.
El doctor no quería alarmar a Manuel más de lo que ya aparentaba, así que decidió ocultar cierta información sobre el estado vital de su esposa. A juzgar por la viscosidad que había observado en las radiografías y el considerable dolor que la atormentaba, estaba seguro de que el apéndice se había reventado.
—Su esposa tiene apendicitis, que requiere una intervención quirúrgica inmediata —le dijo el médico a Manuel—. Puede entrar en el cuarto por un par de minutos y estar con ella hasta que la traslademos al quirófano.
Había una sala de operaciones improvisada junto al cuarto utilizado para los exámenes iniciales. No tenía todo el equipo necesario que se encuentra normalmente en la mayoría de los lugares de cirugía, pero era lo suficientemente bueno para procedimientos sencillos como una apendicectomía. El único hospital en la ciudad era el del instituto del Seguro Social, un centro médico del gobierno. Era un hospital pequeño, pero estaba mejor equipado que la clínica privada del doctor de la Garza. Al doctor González le hubiera gustado disponer de material médico moderno y más ayuda para realizar la operación, sobre todo ahora que se enfrentaba a un aparente apéndice reventado. Sólo tenía una enfermera y su ayudante. También le hubiera gustado tener un laparoscopio a la mano; la mayoría de las apendicectomías se hacían ahora con él.
—El equipo de tomografía computarizada también ayudaría —se dijo a sí mismo—. Ayudaría mucho.
El hacer una tomografía computarizada antes de la operación podía determinar en una fase temprana del proceso si el paciente estaba afectado por una peritonitis, una infección común, pero peligrosa, a menudo relacionada con la apéndice reventada.
Manuel pasó un par de minutos con su esposa antes de la intervención. Le cogió la mano, le dio un beso en la frente y se marchó cuando le dijeron que lo hiciera. El médico entonces le explicó a Alejandra que estaba a punto de ser llevada al quirófano. Le informó sobre el proceso, paso a paso, y le habló de la anestesia y de que el dolor desaparecería cuando se despertara. González había intentado localizar al doctor de la Garza para pedirle ayuda, pero no pudo encontrarlo.
—Está bien —se dijo a sí mismo.
El doctor González había realizado varias apendicectomías durante su reciente año de prácticas en un hospital de Ensenada. Pero siempre había sido ayudado por un segundo cirujano.
La enfermera empujó la camilla y transportó a Alejandra al quirófano y la colocó bajo una lámpara brillante. El doctor le administró anestesia general y en menos de un minuto ella estaba dormida. Una vez preparada para la operación, el médico le hizo una pequeña incisión de diez centímetros en la parte inferior derecha del abdomen. Tal como había temido, descubrió que el apéndice se había perforado. Sin embargo, estaba preparado para ello, por lo que inmediatamente procedió a drenar los fluidos malignos derramados en la zona intestinal, irrigando el espacio a fondo para tratar de evitar más daños en el revestimiento interno del abdomen. Unos minutos más tarde extrajo el apéndice. Tras la extracción, continuó limpiando la zona interna hasta estar seguro de que no quedaban fluidos letales ni pus. Era mucho trabajo para un solo cirujano, pensó, pero la limpieza a fondo debía hacerse correctamente para evitar la aparición de peritonitis. También era muy posible que ya se hubieran producido daños en algunos órganos internos. Estaba cansado y preocupado. Después de terminar la operación y deshacerse de la bata, el doctor González salió a hablar con Manuel. Le dijo que la intervención había sido un éxito y que el apéndice había sido extirpado.
—Su esposa tendrá que estar sedada durante las próximas doce horas —le explicó—. Abrirá los ojos en una o dos horas, pero puede estar un poco confusa por los efectos del analgésico.
—¿Cuándo podré verla? —preguntó Manuel.
—En un par de horas, después de que los efectos de la anestesia general desaparezcan y la enfermera pueda trasladarla a la sala de recuperación.
El doctor siguió ocultándole a Manuel información clave sobre la gravedad del caso de apendicitis de su esposa y la posibilidad de que se produjera una peritonitis. No había razón para aumentar su angustia ni para alarmarlo, según él.
Mientras esperaba, Manuel pensó en salir y buscar un lugar en donde pudiera comer algo, pero optó por quedarse en la clínica. Alejandra podría despertar en cualquier momento, se dijo. Pero a medida que pasaba el tiempo, se exasperaba. Además, ya se había cansado de tanto estar sentado en el sofá de la pequeña y sofocante sala de espera, así que decidió salir para estirarse y tomar aire fresco. Una vez fuera de la clínica, sintió que el aire invernal era casi inaguantable. Hacía mucho frío. Sin embargo, permaneció afuera por unos diez minutos y luego se regresó a la sala de espera y de nuevo se sentó en el sofá. Miró el reloj de la pared: eran las nueve y media. La enfermera vendría en cualquier momento, se dijo a sí mismo. Aún se sentía exasperado. Había sido un día largo. Cerró los ojos; se sintió bien al cerrarlos y dejarlos descansar. Pero su mente no descansaba. Pensaba en Alejandra y en que se recuperara pronto para poder volver a casa. También pensaba en La Laguna y en su hija. Poco después, su mente empezó a divagar, convirtiendo involuntariamente sus pensamientos en vagas imágenes. Finalmente, el cansancio lo venció y se quedó dormido.
AUTOR: Pedro Chávez