CAPÍTULO CUARTO
El viaje hacia el norte
ANTES DE CONOCERSE, Manuel y Alejandra habían hecho el asiduo viaje a Tijuana desde distintas partes del país con la intención de cruzar a los Estados Unidos por San Ysidro. Ambos habían seguido la huella de otros emigrantes que se dirigían al país del norte en busca de trabajo, pero más que todo todo para escaparse de la nefasta realidad que azotaba a sus tierras. La economía mexicana se encontraba enmarañada en una espiral descendente, una situación creada por la corrupción política y una calamidad financiera que estaba asolando el país y extendiendo un sentimiento generalizado de desesperanza. Se trataba de una época difícil para la mayoría de la gente en México, una nación que se había visto abruptamente destrozada por un giro inesperado en los ominosos acontecimientos, pero también un país que no hacía mucho tiempo parecía haber estado en camino hacia una estabilidad financiera prolongada y un crecimiento económico continuo.
Su íntima amiga, Teresa, había convencido a Alejandra para que la acompañara en ese trillado viaje a los Estados Unidos de América. Era una opción de último recurso para Alejandra, pero también una elección que ella esperaba le diera la oportunidad de trabajar, ganar algo de dinero y, con el tiempo, ahorrar lo suficiente, regresar a México y eventualmente volver a la escuela para cumplir su objetivo educativo. En cierto modo, esa también era su única opción.
La mayoría de los mexicanos en ese entonces entraban en el país vecino sin los codiciados visados de residencia. Aunque en Estados Unidos se les llamaba inmigrantes ilegales, no eran más que personas desesperadas que buscaban una forma de sobrevivir, una horda atraída al norte por una inmensa demanda de mano de obra barata, y entre más barata mejor. Para cumplir su misión, las multitudes de esa larga fila de inmigrantes hicieron lo imposible. Atravesaron a pie el desierto, caminaron por traicioneros senderos en montañas y se arrastraron por debajo de las alambradas o las brincaron. También nadaron hasta el lado norte o cruzaron a la deriva un río divisorio en balsas improvisadas y cámaras de llantas. A algunos los agarraron, pero no a la mayoría. Los que eran detenidos solían volver a intentarlo y acababan entrando a ese atractivo país. En el momento álgido de este tipo de migración, a finales de los años setenta y ochenta, más de dos millones de mexicanos indocumentados entraron en Estados Unidos.
Alejandra y Teresa se fueron al norte en el verano de mil novecientos ochenta. Justo después de dolorosamente despedirse de sus familiares, ambas salieron de sus respectivos hogares en el norte de Colima y viajaron en tres autobuses diferentes para llegar a Tijuana, un punto estratégico utilizado como zona de paso por muchos inmigrantes indocumentados. La valla fronteriza entre esa ciudad y San Ysidro era entonces mayormente porosa e ineficaz. A Teresa y Alejandra les habían aconsejado que eligieran ese cruce. «Es más fácil cruzar por allí», les dijeron. Esa zona fronteriza se encontraba cerca de los insaciables imanes de mano de obra barata del sur de California: de los talleres clandestinos y de los empleos en hoteles y otros tipos de trabajo en la industria de servicios al cliente. También se encontraba cerca del valle central de ese estado, en donde los agricultores solían tener problemas para encontrar suficiente gente para cultivar la tierra y recoger las cosechas.
TIJUANA FUE EN una ocasión un próspero destino en el lado mexicano de la frontera, el cual se hizo famoso durante la Ley Seca, cuando montones de estadounidenses acudían allí principalmente para beber, pero también para satisfacer otras necesidades, como matrimonios y divorcios rápidos. Cuando Teresa y Alejandra llegaron allí, sin embargo, Tijuana había cambiado bastante y ahora era enorme y estaba llena hasta los topes de gente, en su mayoría descendientes de los pobladores originales, pero también de gente que había llegado más tarde, los que se habían venido de otras regiones del país y se habían establecido allí por diversas razones. Pero en cierta forma, Tijuana seguía siendo un lugar de diversión y regocijo para algunas personas del otro lado, de los Estados Unidos. Su arteria principal, la avenida Revolución, seguía siendo un destino proverbial y efervescente, un recinto que acogía con las manos abiertas a los americanos, adornado por una descarada mezcla de luces y música estridente, y repleto de puestos de comidas que atiborraban sus calles, de tiendas de curiosidades, de bares, de salones de baile, y de una eterna vida nocturna. Tijuana, no cabe duda, seguía siendo un lugar de fiesta, una bulliciosa ciudad del pecado que atraía sobre todo a los jóvenes del país vecino, los que acudían allí para divertirse y beber barato, pero también para participar en juegos de azar y en otras actividades difíciles de encontrar en casa.
Sin embargo, para los tijuanenses, para los que habían vivido allí durante un tiempo o lo habían hecho durante toda su vida, la ciudad representaba algo diferente. Tijuana era un querido hogar, una fortaleza, la amada ciudadela. Pero también un lugar de oportunidades, un seductor confín y una meca para emprendedores y visionarios. Tijuana tenía también todos los ingredientes económicos adecuados: una clase media creciente, un gusto americanizado, mucho bullicio comercial y una base de consumidores activa, de gente que le daba la bienvenida al trabajo duro pero que también alimentaba la economía local con su voraz hábito para consumir «a lo lindo».
Para la mayoría de los visitantes transeúntes, sin embargo, para los que buscaban cruzar al norte, Tijuana era sólo un punto de escala para llegar al otro lado. Para los que no lograban ese codiciado objetivo y terminaban quedándose en esa ciudad por diferentes motivos, dicha ciudad se convertía en una morada temporal. Algunos encontraban trabajo en la joven y creciente industria de la maquila, la cual necesitaba urgentemente mano de obra barata para ensamblar productos para empresas de la cuenca del Pacífico y estadounidenses que después vendían sus productos ya acabados en los Estados Unidos. Otros terminaban trabajando en todo tipo de tiendas, en puestos de curiosidades y en bares, o vendiendo recuerdos y baratijas a viajeros metidos en sus autos a lo largo de las arterias viales que concluían en el paso fronterizo a San Ysidro. Algunas mujeres, las que no lograban cruzar hacia el norte y además se encontraban en una situación económica desesperada, a menudo llegaban a formar parte de un lote descorazonado. Recién llegadas a Tijuana y sin conocer a nadie que las ayudara, algunas de ellas terminaban convirtiéndose en víctimas de las malas decisiones influenciadas por la desesperación y acababan trabajando en bares de mala reputación y en prostíbulos.
Tijuana era también un lugar de sufrimiento, especialmente para los que no lograban cruzar la frontera y no podían entrar en Estados Unidos de inmediato o para los que no tenían las habilidades laborales necesarias para encontrar trabajo en el lado mexicano. Mientras esperaban para cruzar, muchas de esas almas angustiadas tenían que mendigar a menudo para conseguir comida. La mayoría de ellos deambulaban por las calles cercanas a la valla fronteriza y dormían bajo puentes o bajo el amparo de cajas de cartón mientras esperaban una oportunidad para colarse en el país del norte.
UN DÍA DESPUÉS de llegar a esa ciudad, Teresa y Alejandra se encontraban esperando para cruzar a California desde lo alto del bordo en el costado sur del río Tijuana. Hasta ese momento, el viaje había transcurrido sin novedad. Pero esa mesura estaba a punto de cambiar. Ante ellas se alzaba una vieja y oxidada valla fronteriza de metal que parecía haber sido construida con los tablones que se usan para crear pistas aéreas en los campos de batalla. La estructura, salpicada con grafito y mensajes políticos, estaba parcialmente destruida, con algunos de los tablones tirados en el suelo, arrancados seguramente por quienes querían cruzar. Desde ese punto estratégico, y a través de los huecos de la valla, Alejandra y Teresa tuvieron la oportunidad de echarle un vistazo a la tierra en donde ellas y otros emigrantes esperaban pronto vivir. En dicha ocasión también se podía observar la enorme cantidad de tráfico por carretera que se desplazaba tanto hacia el norte como hacia el sur a través del puesto de control en San Ysidro, un paso fronterizo reconocido como el más transitado del mundo. También se podían ver desde ese bordo, la fila de patrulleros fronterizos que se situaban en el otro lado, vigilando celosamente su país. Aunque al canal lo llamaban río, a menos que hubiera llovido recientemente, de ría tenía poco. Sin embargo, cuando llovía, su escuálido caudal solía fluir atiborrado de aguas negras, de las aguas residuales que se escapaban de las cloacas en Tijuana. Las defectuosas tuberías de drenaje generalmente vertían lodo apestoso en ese río, el cual atravesaba la frontera sin visa alguna, dejando su huella a su paso en el lado americano, hasta llegar a su destino y mezclarse con las aguas del Océano Pacífico. El día en que Alejandra y Teresa se disponían a cruzar, había algunos charcos de esa agua sucia en algunas partes del canal. Si querían cruzar con éxito, les advirtieron, ambas tenían que estar preparadas para correr con el grupo hasta el otro lado en el momento cuando los patrulleros fronterizos eran relevados por el turno de noche, normalmente sobre las seis de la tarde. «Nos vamos todos a la vez», les dijo una señora mayor a Teresa y Alejandra. «Algunos en el grupo van a ser atrapados pero la mayoría logrará entrar en Estados Unidos». No muy lejos del bordo, en el lado estadounidense y en el pueblo de San Ysidro, había un centro comercial en el cual se ubicaba la enorme tienda de nombre Kmart. Esa tienda, les explicó la anciana, había sido en el pasado un escondite estratégico para muchos de los que cruzaban la frontera con éxito.
—Si cruzan sin que las atrapen —agregó—, se meten a la Kmart, no se asusten y quédense allí por un rato, viendo la mercancía, como que quieren comprar algo, pero salgan de allí lo más pronto posible.
Cuando llegó el momento de cruzar, Alejandra y Teresa se fueron con el resto de los emigrantes indocumentados. Mientras corrían para llegar al lado norte del canal, se dieron cuenta de que un segundo grupo de patrulleros fronterizos había aparecido de la nada para intentar detenerlos. Teresa comenzó a correr más rápido y a alejarse del grupo de nuevos patrulleros. Alejandra no pudo hacer lo mismo. Había sido empujada y tirada al suelo por un hombre que había cambiado repentinamente de dirección. Para cuando Alejandra se levantó, estaba sola; la mayoría de la gente de su grupo ya había pasado. Algunos de ellos habían sido atrapados por los guardias fronterizos.
—Estoy aquí, Alejandra. Estoy aquí —gritó Teresa desde lo alto del bordo en el lado estadounidense—. Corre, Alejandra, corre. Aquí te espero.
Alejandra comenzó a correr hacia Teresa, pero al saltar sobre un charco de agua, se dio cuenta de que una agente fronteriza la esperaba al otro lado de este.
—Ven a mí, cariño, ven a mí —le dijo la mujer de uniforme—. Me ocuparé de ti. Te enseñaré lo que hacemos con las bebés así de bonitas como tú.
Alejandra se detuvo, miró de nuevo a la mujer, dio media vuelta y corrió hacia la parte superior del bordo en el lado mexicano. Una vez allí, miró al otro lado de la frontera e intentó encontrar a su amiga. No había rastro de Teresa. «Espero que esté a salvo», se dijo a sí misma.
—Veo que no lograste cruzar —le dijo a Alejandra la anciana que la había aconsejado anteriormente.
—No, no lo hice. Pero, ¿y tú? ¿Por qué sigues aquí?
—No he intentado cruzar. Ya no puedo correr tan rápido —dijo la anciana—. Pienso hacerlo esta noche. Será más fácil en la oscuridad.
—¿Cómo te llamas? El mío es Alejandra.
—María, María Fuentes —dijo la anciana mientras se levantaba.
Había estado sentada en una caja de madera, apoyando su cuerpo contra la valla. Le sonrió a Alejandra y luego le dio un abrazo.
—Estás muy asustada, ¿verdad mija?
—Sí, lo estoy. Pensé que me iban a agarrar —respondió Alejandra.
—Puedes volver a intentarlo esta noche si quieres. Puedo ayudarte a cruzar.
—Gracias doña María, pero no creo que quiera volver a intentarlo —contestó Alejandra.
—No te rindas tan fácilmente mija. No es difícil cruzar. Mucha gente lo hace todos los días. Yo lo hago desde hace muchos años —le dijo María, tratando de animarla.
—Está bien —dijo Alejandra—. La verdad es que ya no quiero ir allí. No es mi país. Y veo que no me quieren allí. Me quedaré aquí, en este lado de la frontera.
María no insistió más. Volvió a abrazar a Alejandra y le dio unas palmaditas en la espalda.
—¿Tienes a alguien que te pueda ayudar en Tijuana? —le preguntó.
—No tengo a nadie —contestó Alejandra—. Voy a buscar trabajo y un lugar en donde quedarme. He traído algo de dinero.
Sé de un grupo que puede ayudarte —le dijo María—. Ha ayudado a muchos otros como tú.
María anotó el nombre del grupo y su dirección y le dijo a Alejandra cómo llegar. La organización de la que hablaba, explicó María, estaba formada por voluntarios que ayudaban a los emigrantes con alojamiento y comida.
—También los ayudan a encontrar trabajo —añadió.
—Gracias doña María —le dijo Alejandra mientras la abrazaba de nuevo.
—Gracias —le dijo por segunda vez y se despidió de ella.
Se fue de allí a paso apresurado. Iba con rumbo hacia el centro del pueblo.
AUTOR: Pedro Chávez