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La leyenda de don José, Capítulo 10

By December 10, 2021 No Comments

CAPÍTULO DIEZ

Se incendia la casa de doña Soledad

ESA MISMA SEMANA, dos días después de ir a ver el lote que habían comprado en la colonia Cuauhtémoc, Tina recibió una mala noticia. Una de sus vecinas vino a avisarle que la casa de doña Sole y todos los cuartos de alquiler habían sido consumidos por un incendio esa mañana. Tina se fue de inmediato hacia el lugar de los hechos. No lo podía creer. «Era imposible que esa propiedad se incendiara», se dijo a sí misma mientras corría sobre la avenida Obregón. «Esas tragedias les suceden a otros, no a gente conocida», agregó. Conforme se acercaba al lugar del incendio, se dio cuenta de que un par de camiones de bomberos se preparaban para irse, a excepción de un tercero. También observó la destrucción; todo el complejo se había convertido en escombros quemados y en cenizas. Una vez allí, preguntó por el paradero de Doña Sole, pero no recibió respuesta de persona alguna. Parecía que nadie se atrevía a decirle lo que le había pasado a su amiga, que Doña Soledad había perdido la vida intentando apagar el fuego.

Tina, mientras tanto, seguía buscando desesperadamente a su amiga. Hurgaba por todos lados, rogándole a Dios, pidiéndole que le permitiera encontrarla con vida. Eventualmente alguien se acercó a ella y le dijo que doña Sole había muerto. Tina, sin embargo, se negaba a aceptar esa dolorosa verdad.

—Doña Soledad se murió. La vimos envuelta en llamas dentro de su casa. No la pudimos salvar —comentó un hombre que había venido a ayudar y tratar de apagar el fuego.

—¡No! —gritó ella y colocó ambas manos sobre su cara.

Buscó un lugar en donde sentarse, pero no lo encontró. Todo estaba destruido. Decidió poco después regresarse a su casa, pero antes de hacerlo pensaba caminar un rato, sin rumbo fijo. Se fue primero hacia el norte, después hacia el oeste. Al llegar a la Chinesca, se fue entonces hacia el suroeste, rumbo a Pueblo Nuevo. No podía dejar de recordar a su amiga ni de aceptar su muerte. Conforme caminaba por esas calles desiertas, abandonadas debido al tremendo y típico calorón del inaguantable verano, imágenes y anécdotas del pasado relacionadas con doña Sole se vertían en la mente de Tina. «La había llegado a conocer bastante bien», se dijo a sí misma. «Era una bella señora».

Una de esas anécdotas tenía que ver con un suceso que por años había mantenido en secreto su amiga. Nunca se lo había contado a nadie, pero eventualmente se lo contó a Tina, una vez que le tuvo confianza, dos o tres años después de haberse conocido. Le dijo que había matado a un hombre. Lo hizo en defensa propia, agregó. Él y otros matones, supuestamente revolucionarios, habían llegado al lugar en la sierra en donde ella y otras mujeres se escondían. Llegaron para que les dieran algo de comer, pero también con otro fin en mente.

—Eran los tiempos de la revolución, cuando casi todos aquellos que antes trabajaban como esclavos en las haciendas y los campos, se habían liberado y después muchos de ellos andaban haciendo de las suyas como disque revolucionarios —le contó doña Sole.

—Años atrás, cuando apenas empezaba esa guerra, ya se habían llevado a mi esposo y a mi hijo, quien solo tenía doce años de edad. Todo mundo andaba metido en eso que llamaban «la bola». Todos andaban bien contentos y se sentían libres, pero poco a poco fueron cambiando y empezaron a hacer lo que les daba la gana. Decían que nos iban a liberar de todos los malvados, de los ricos y de los hacendados. Pero no fue así; fue peor que antes. Ese montón de gente se enloqueció. Ya no eran los mismos. Ya no eran buenos; se hicieron igual de malvados que los hacendados y los federales. Cuando se llevaron a mi hijo casi me vuelvo loca. Me imaginé que lo iban a matar. En el caso de mi esposo, eso fue diferente. Él y yo ya habíamos aceptado que en cualquier momento iban a venir por él y que a la fuerza tendría que andar metido en la mentada bola. Pero con mi hijo, eso fue algo muy triste. Estaba bien chiquitito, pero no les importó y se lo llevaron. Nunca los vi más, ni a él ni a mi esposo, aunque todos los días esperaba verlos regresar. Pero nunca regresaron. Así de mala fue esa desgraciada bola.

Soledad y su esposo vivían en Cananea, Sonora cuando estalló esa contienda en mil novecientos diez. Él trabajaba en una de las minas de cobre. Años antes de que se levantara el pueblo contra el gobierno, miles de mineros se habían declarado en huelga, aunque de poco les sirvió. Los dueños de esas minas, inversionistas estadounidenses, le pidieron ayuda al estado de Arizona y al gobierno de Sonora y aplastaron ese movimiento laboral. Una vez estallada la revolución, el 20 de noviembre de 1910, Soledad, su esposo y sus dos hijos, se escondieron en la sierra para escaparse de las matanzas que a diario ocurrían en Cananea. Fue en esa sierra en donde los revolucionarios se llevaron a la fuerza a su esposo y a su hijo, en enero de mil novecientos once. Soledad y su hija sobrevivieron por varios años, escondidas en cuevas de esas montañas, al igual que centenares de otras mujeres cuyos esposos, hijos y hermanos habían sido también reclutados a la fuerza por diferentes grupos bélicos, los cuales se andaban peleando entre ellos mismos. Durante el otoño de mil novecientos dieciocho, desafortunadamente, llegó un pequeño grupo de esos supuestos revolucionarios a llevarse mujeres para involucrarlas también en la bola y en esa guerra civil sin fin.

—Otras mujeres y yo nos habíamos ido a un riachuelo a limpiar unos conejos que habíamos atrapado esa mañana. Mi hija de once años de edad andaba conmigo —le había contado doña Soledad—. Yo traía un cuchillo de buen tamaño que usaba para pelar y descuartizar esos animales. Siempre le sacaba filo en una de las piedras junto al río. Cuando no lo necesitaba lo metía en una funda que llevaba agarrada de mi cintura y escondida debajo del rebozo. Después de limpiar los conejos nos regresamos a la cueva. Allí no estaban esperando esos malditos.

Ese relato de su amiga se había quedado para siempre grabado en la memoria de Tina. Al recordarlo durante la presente caminata sin rumbo fijo, se enfureció de nuevo, así como lo había hecho al escuchar esa anécdota por vez primera. Nuevamente también recordó decenas de otros casos de abuso perpetrados por otra gente aprovechada cuando ella misma crecía en el centro de México.

—Era una mujer tan valiente — se dijo Tina mientras se cobijaba bajo un gran pino salado.

Era un árbol solitario junto a una calle sin asfaltar de Pueblo Nuevo. El calor del verano era insoportable. Tina buscó un lugar en donde sentarse pero no encontró ninguno. No se sentía cansada, pero según ella, tenía que desacalorarse y permanecer bajo la sombra de ese árbol antes de continuar su caminata. Tras unos minutos de descanso, decidió volver a casa, pero de repente se dio cuenta de que no sabía en dónde estaba. Su caminar la había llevado a una zona desconocida de la ciudad. En un esfuerzo por ubicarse, Tina miró a su alrededor, hacia diferentes direcciones, tratando de identificar algún tipo de punto de referencia. Al girar hacia el oeste, notó en la distancia El Centinela, un cerro solitario a medio camino entre Mexicali y La Rumorosa.

—Ah, ya —se dijo a sí misma—. Que sonsa que soy.

Una vez que se dio cuenta en dónde se encontraba, caminó hacia el este y el centro de la ciudad. Conforme deambulaba sobre esa calle sin asfaltar, Tina de nuevo recordó otros detalles acerca del encuentro que su amiga había tenido con los supuestos revolucionarios.

—Eran más o menos diez de ellos. Nos dijeron que tenían hambre y que andaban luchando contra las fuerzas carrancistas —le había dicho doña Soledad—. La mera verdad, para mí no eran nada más que una manada de ladrones aprovechados, igual que muchos otros montoneros que utilizaban la situación como excusa para hacer sus fechorías. Portaban rifles viejos, de esos que no sirven ni para matar conejos. Era una bola de sombrerudos, algunos andaban todavía en huaraches, otros descalzos; eso sí, todos mal encarados. De revolucionarios no tenían nada.

Conforme caminaba hacia el este y después de cruzar La Chinesca y el centro del pueblo, Tina notó que se encontraba cerca de la propiedad destruida de doña Sole. Al divisarla desde lejos, sintió de nuevo un desesperante dolor. Pensó detener allí su marcha y nuevamente buscar entre los escombros algún resto de ella, pero pronto cambió de parecer. No tenía sentido buscar algo que no iba a encontrar, se dijo a sí misma. Era mejor regresar el día siguiente, se dijo a sí misma, y siguió caminando hacia su casa.

—Les dimos de comer a esos supuestos revolucionarios —Tina seguía recordando lo que Soledad le había contado respecto a esos malhechores—. Todas estábamos listas para defendernos, pero de nada nos sirvió. Una vez que tragaron, nos dijeron que tenían que llevarse a algunas de nosotras para que ayudáramos en labores requeridas durante la supuesta contienda. Eran una bola de mentirosos. Agarraron a tres mujeres primero, todas bien chamacas. Después, uno de ellos, quien parecía ser el cabecilla, me arrebató a mi hija y dijo que se la iba a llevar para que fuera aprendiendo los oficios de las mujeres. Yo me eché furiosa contra él y se la quité, dándole un empujón, el cual lo sorprendió, tanto así que se cayó y terminó en el suelo. Yo me fui corriendo hacia el monte. Llevaba a mi hija bien agarrada, pero no llegamos muy lejos. Nos tomó demasiado tiempo para empezar a deslizarnos hacia el fondo de un barranco y allí nos alcanzó ese asqueroso. Mi hija estaba por escaparse, pero no la dejó que lo hiciera ese marrano. La jaló de un brazo mientras que ese infeliz colocaba una de sus «patas» sobre mi estómago. Allí en mi barriga me colocó su condenado y hediondo huarache para que yo no me moviera.

Soledad había explicado que en ese momento de desesperación casi sacaba el cuchillo para defenderse, pero que había preferido calmarse un poco y esperar un momento más propicio para hacerlo.

—No estábamos muy lejos de la cueva, por lo cual sus compinches pudieron observar lo que ocurría conmigo y mi hija. Mi niña no sabía qué hacer, si tratar de liberarse de ese puerco y echarse a correr o quedarse allí conmigo. Yo la miré y con movimientos de mis ojos traté de decirle que no se preocupara. Temblaba de miedo la pobrecita y estoy casi segura de que sabía que algo me iba a hacer ese hombre. Yo presentía lo mismo, pero estaba preparada para defenderme. Con mi mano derecha tocaba el mango del cuchillo. Estaba lista para usarlo si así fuera necesario. Él le gritó a uno de sus compinches para que viniera por mi hija. Eso fue lo que hizo otro de esos asquerosos y se llevó a mi niña. El líder de esa pandilla, el hombre que me tenía prensada, les dijo a los demás que se fueran de allí y que él los alcanzaría una vez que rindiera cuentas conmigo. Yo estaba templando de furia y de susto, pero traté como pude para demostrar que no tenía miedo. Segundos después me agarró de mi brazo izquierdo y me dio un jalón hacia arriba. Yo no ofrecí resistencia alguna para no lastimarme con el jalón. Una vez junto a él, trató de besarme. No sé qué más pretendía, pero yo le escupí la cara y antes de que reaccionara saqué de la funda el cuchillo y se lo clavé en la «panza». Él me miró medio raro y de nuevo trató de besarme. Me imagino que todavía no se daba cuenta que tenía ese metal enterrado en su barriga. Eso pasa, según lo que he escuchado; la puñalada no se siente al principio. Un poco después llega el dolor. Yo aproveché la confusión para enterrarle más el cuchillo. No sé de dónde saqué fuerzas, pero le di no sé cuantas vueltas hacia la derecha a esa arma y no paré de hacerlo hasta ver a ese asqueroso caer al suelo. Me quedé allí parada por unos segundos. Recuerdo notar que yo todavía tenía el cuchillo bien agarrado con mi mano derecha y que pensaba enterrárselo de nuevo, pero ya no fue necesario. Él estaba en el suelo delirando. Parecía pedirme que lo ayudara, que no lo dejara morir. Yo solo quería que se muriera lo más pronto posible. También tenía que deshacerme de él, así que lo jalé como pude hacia la orilla del barranco y después lo empujé y lo empujé hasta ver que ese cuerpo todavía con vida se desplomaba hasta el fondo de ese precipicio.

De acuerdo con lo contado por doña Sole, varias amigas le recomendaron que después de lo sucedido era mejor que se fuera de allí, pues pronto regresarían los compañeros del supuesto cabecilla a investigar lo sucedido y que de seguro iban a ajustar cuentas con ella. Ella desistió al principio, pero lo pensó bien y un poco después recogió sus tiliches y huyó hacia el monte. Tenía pensado ir a buscar a esa pandilla para dar con su hija y rescatarla, pero cuando trató de averiguar el paradero de los supuestos revolucionarios, parecía que nadie tenía información sobre ellos. Soledad tuvo que quedarse escondida por meses en ese monte, siempre esperanzada de poder reencontrarse con su niña. De vez en cuando establecía contacto con alguna de las mujeres que vivían en la cueva. Un día de esos una de ellas le dijo que aparentemente la banda se había ido al estado de Chihuahua y que se habían llevado con ellos a las tres mujeres y a su hija. Soledad se echó a llorar. También perdió la esperanza de ver a su hija de nuevo. Poco después huyó de ese lugar y tomó rumbo hacia una región más tranquila. Fue así como terminó viviendo en Mexicali.

—Me habían contado que en el territorio de Baja California se podía esconder uno. Era lo que yo quería hacer. Cuando uno mata a un hombre, especialmente a uno de esos supuestos revolucionarios, uno presiente que en cualquier momento alguien va a venir a buscarte. Eso creo yo y siempre lo he creído. Es por eso que me fui lejos de esa sierra. A pesar de que deseaba con toda el alma volver a ver a mi hija, a mi hijo y a mi esposo, abandoné ese lugar. Además, estaba segura de que ninguno de ellos regresaría con vida a nuestros pueblos. Así era entonces, durante esos tiempos de la llamada revolución. Una vez que la gente se involucraba en ella, moría o acababa escondiéndose en otro lugar. Pero nunca volvían a casa.

Tina seguía caminando rumbo a su casa. El desmesurado dolor causado por la pérdida de su amiga aún se sentía, pero el revisitar la anécdota que doña Sole le había contado causó que ese dolor se menguara. Así que continuó recordando lo previamente contado.

—No existían muchos medios de transporte es esos días, pero tuve suerte. Me pegué a un grupo que iba para Mexicali. Al igual que mucha otra gente, ellos estaban cansados de todos esos pleitos entre hermanos. Iban en carretas jaladas por bueyes. Me aceptaron porque ofrecí ayudarlos como cocinera. Nos hicimos buenos amigos. Una vez en Mexicali nos separamos. Yo me quedé allí; ellos decidieron irse a Tijuana. No aguantaron el calor. Yo tampoco lo aguantaba, pero me gustó el lugar. Había poca gente y estaba segura de que me iba a servir como buen escondite. Eso sí, batallé para encontrar empleo y pasé hambres. Al final encontré un trabajo, lavando platos y haciendo diferentes trabajos en un restaurante chino. Me proporcionaron una pequeña habitación para vivir. Era subterránea y maloliente, pero era segura. Nadie me encontraría allí, me dije a mí misma.

Soledad le había contado a Tina que fueron los chinos quienes la ayudaron a establecerse en Mexicali.

—Me dieron trabajo y un lugar en dónde vivir. No fue nada fácil al principio, pero ese amparo me ayudó a sobrevivir y a seguir adelante. Además, los chinos me enseñaron algo sobre la vida que hasta la fecha no he olvidado: que todos somos iguales, que todos tenemos que ser justos con los demás y que tenemos que trabajar duro para no depender de nadie, a menos que no tengamos la capacidad para hacerlo. Trabajé con ellos en varios restaurantes por más de veinte años, todos en la Chinesca. Aprendí mucho de ellos. Nunca olvidaré lo que hicieron por mí.

AUTOR: Pedro Chávez