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La leyenda de don José, Capítulo 11

By December 15, 2021 No Comments

CAPÍTULO ONCE

La muerte de doña Soledad y su recuerdo

SEMANAS DESPUÉS DE la muerte de doña Soledad, Tina logró medio enterrar en las arcas del olvido todo ese dolor que le había ocasionado la muerte de su amiga. Lo hizo porque, según ella, tenía que olvidarse de todo eso, para poder seguir adelante y dedicarse a lo suyo, a sus quehaceres de madre y de ama de casa. No le quedaba otra, se dijo de nuevo, y encontró en el trajín diario un escape rehabilitador que con el pasar de los días le ayudó a relegar en dicha arca a ese funesto suceso. Sin embargo, a cada rato la reacia tristeza causada por esa pérdida regresaba e invadía su ser, especialmente en los momentos de ocio, pues era cuando por esto o lo otro su mente la traicionaba y encontraba cualquier excusa para recordarle a su amiga. Eventualmente se olvidó casi por completo de esa desdicha, más que todo cuando ella y el resto de su familia se dedicaron a plantear la construcción de la casa en el lote que habían comprado en la colonia Cuauhtémoc.

El diseño de la nueva morada fue una tarea en grupo que involucró a todos, pero que también fue causa de desacuerdos, pues parecía que tanto los hijos como el papá y la mamá tenían pareceres diferentes sobre el proyecto. Unos querían que se construyera con ladrillo, otros con bloque. José la quería de adobe. Ese material era más fresco, decía. Enriqueta demandaba tener su propia recámara; lo mismo pedía el más chico. Pero al papá y a la mamá toda esa «pedidera» les entraba por una oreja y les salía por la otra. Ellos dos ya tenían en mente qué tan grande sería la casa y cómo estaría distribuido el espacio. Como anteriormente explicado, a la niña le tocaría una recámara para ella sola; otra iba a ser compartida por los tres varones. Le tercera sería de ellos, los progenitores de ese hogar. Las entradas de los tres cuartos, según el plan, darían a un enorme galerón que serviría de cocina, comedor y una pequeña salita. El frente de la casa tendría un zaguán. Ya que en esos tiempos no existía el servicio de agua potable en esa colonia, el baño se iba a ubicar afuera, detrás de la casa, junto a un patio cubierto. Planeaban también construir un pozo de ladrillo forrado con concreto y tapado, en donde se almacenaría el agua para el uso diario. Desde de ese punto se acarrearía en baldes al baño y la cocina. En la sección más lejana de la casa, en el fondo del lote, se pensaba ubicar el excusado.

A pesar del gran entusiasmo generado durante el planeamiento de esa vivienda, la construcción de esta no empezó sino hasta principios del año siguiente, en mil novecientos cincuenta. No fue por falta de dinero que no se inició el proyecto, ya que esos fondos estaban ya apartados para poder sufragar con soltura esos gastos. Lo difícil fue encontrar a un maestro de obras de confianza y con buenas recomendaciones. El más buscado por otros clientes era un señor cincuentón, quien había llegado a Mexicali de su natal Sinaloa hacía ya tiempo, pero quien tenía un merecido legado, ya que a través de los años había demostrado su capacidad para realizar su trabajo con honestidad y eficacia. Era de nombre Miguel y de apellido Domínguez. Tenía dos ayudantes que lo obedecían religiosamente, aunque uno de ellos no estaba bien de la cabeza. Ese peón era conocido como «El güero». De inmediato les cayó bien ese señor a José y a Tina, pues demostraba ser una persona seria que desdeñaba las bromas y las pérdidas de tiempo. Pero más que todo les gustó la calidad humana que don Miguel manifestó mientras lo visitaban para hablar con él sobre la construcción de la casa.

—Se nota que es un don paciente y aguantador —le dijo José a Tina.

Los dos habían notado esas cualidades en don Miguel durante esa visita. A pesar de que El güero parecía dar mucha lata, el capataz lo trataba con calma y dignidad.

Los honorarios de don Miguel eran un poco más altos que los de otros contratistas y además tenían que esperarse unos meses para empezar la construcción ya que se encontraba ocupado con otros proyectos. Aunque estaban ansiosos por construir su casa, ambos estaban convencidos de que valía la pena esperar a que don Miguel se desocupara. Así que sin pensarlo mucho lo contrataron para que construyera la vivienda en la avenida Uruguay, la casa que por años habían añorado.

Fue buena esa decisión. El maestro de obras cumplió lo prometido en diferentes formas. Aunque les había prometido construir la casa en más o menos seis meses, siempre y cuando no intervinieran las lluvias que sin avisar azotaban esporádicamente a esa zona desértica, la obra quedó completamente terminada en menos de cinco meses. Al inspeccionarla, la casa lucía todos los detalles pedidos por ellos. Los acabados eran además de calidad, más que todo las puertas, las ventanas y los marcos de estas. Las paredes de adobe del interior y exterior de la casa estaban revestidas con una fina capa de cemento. Los pisos los habían pulido repetidamente para sacarles un lustre y una tersura especial. Lo único que faltaba era pintar esa obra, plantar árboles y edificar una cerca. Eso lo harían ellos, los futuros residentes de esa morada.

A PRINCIPIOS DEL mes de junio de mil novecientos cincuenta, la familia García García abandonó la casita en donde había vivido por más de siete años y se mudó a la nueva vivienda en la colonia Cuauhtémoc. Fue una ocasión de júbilo y a la vez de tristeza. Todos sintieron los embates de sentimientos encontrados. Por otros rumbos se quedarían viejas amistades e inolvidables recuerdos, y empezarían una nueva etapa de sus vidas en una colonia en donde no conocían a nadie. Ese sentir, sin embargo, desapareció de la noche a la mañana, una vez instalados en esa casa amplia y propia, en una incipiente urbanización que hasta hacía poco se encontraba desolada, pero que ahora crecía a lo loco.

Dos días después de mudarse a esa casa, Heraclio se enfermó de tos ferina. Lo mismo le sucedió al menor, a Francisco, tres días más tarde. Era una epidemia que había atacado a esa región con furia y sin piedad. Los niños afectados no paraban de toser y llegaban a un punto que se les dificultaba respirar y en ciertos casos parecía que se asfixiaban. El más chico fue quien sufrió los ataques más violentos. Se le iba el aire y desde adentro salían sonidos desesperantes que con solo observarlos causaba dolor en propios y ajenos. A pesar de ser una enfermedad bastante contagiosa, los dos mayores y los dos adultos no sufrieron del mal. Heraclio y Francisco, sin embargo, fueron atacados por ese trastorno respiratorio sin tregua alguna. Dos semanas después de que el primero se enfermara, ambos seguían en estado grave. Aunque los habían llevado al doctor, pocas esperanzas les dieron en la clínica. Les dijeron que tenían que dejar pasar el tiempo y esperar el alivio. Agregaron que era muy tarde para vacunarlos.

José y Tina se encontraban sumamente preocupados. De acuerdo con noticias publicadas en el periódico ABC y otros diarios de Mexicali, varios niños habían fallecido debido a ese mal, más que todo por asfixia. Durante la cuarta semana de padecer de tos ferina, Heraclio empezó a hacer mucho ruido al respirar. Parecía que tenía piedras en la garganta. Sin pensarlo dos veces, José se lo llevó al doctor. Tina se quedó en casa cuidando a Francisco, el otro enfermo. Al llegar a la clínica, la enfermera le explicó a José que el ruido producido por Heraclio era normal y que más bien era una buena señal. Significaba que pronto sanaría. Agregó que era preferible no ver al doctor, pues él le iba decir lo mismo. Además se ahorraría el monto del honorario. Sin pensarlo mucho, José y el niño se regresaron a esa casa donde ahora vivían en la avenida Uruguay. Se fueron caminando, pues la clínica estaba ubicada sobre la carretera a Compuertas, a menos de cinco cuadras de distancia.

Había sido un gran alivio para él escuchar lo dicho por la enfermera, así que al llegar a su hogar le anunció con júbilo la noticia a su esposa. Ella seguía preocupada por el estado de salud del hijo menor, de Francisco. Él aún padecía esas faltas de respiración y esos ataques de interminable tos. El dictamen positivo sobre la mejoría del otro hijo, sin embargo, la embargó con una esperanzadora gota de alegría que de cierta forma la convenció de que su otro hijo también se curaría. Así fue, y una semana después de sufrir el último de esos sustos, ambos hijos parecían encontrarse completamente sanados y de nuevo andaban chiroteando por todos los rincones de ese gran lote, casi baldío, que rodeaba aquella casa que por años todos ellos habían deseado.

Excepto por un Mesquite ya grande que colindaba con la propiedad del fondo, ese predio se encontraba completamente raso. Ni siquiera yerbas crecían allí y aunque ellos tenían planes para sembrar todo tipo de matas y árboles en él, la inesperada enfermedad de Francisco y Heraclio hizo que pospusiera esa labor. Como a mediados del mes de julio, sin embargo, cada uno de los entes en esa familia García García se involucró de una forma u otra en un sinfín de quehaceres requeridos por la nueva vivienda. Se sembraron varios árboles frutales. Granados, higueras, toronjos, naranjos, vides y hasta una palmera de dátiles que se colocó en el fondo del lote. También se plantaron piochas y se construyó un armazón para que las parras del viñedo se treparan en él y dieran fruto y sombra. Al igual se plantó un arbolito de membrillo, con la esperanza de que en un día no muy lejano tuviera fruta y con la misma confeccionar pasteles y galletas.

La familia entera se encontraba muy ilusionada y enfocada en sus nuevos quehaceres y parecía que todos esperaban que cada mata que se metía en esa tierra pagara con creces esa labor. Lo último que plantaron fue una nopalera. Alguien les había contado que eso de lo nopales era un negocio redondo, pues con ellos harían varias comilonas de nopalitos tiernos durante casi todo el año y además tendrían la oportunidad de venderlos. Así que en una esquina, en el fondo de esa propiedad, se formó un montículo con piedras y tierra y en él se insertaron varias pencas de nopal que se habían encontrado en la ladera del barranco. Estaban seguros de que esa nopalera crecería con ganas y que también le daría un toque especial a ese lote que apenas empezaba a lucir con vida plena.

Todas esa labores externas, para sembrar cien mil cosas y construir un montón de antojos, se llevaban a cabo durante las tempranas horas del día o la tarde, casi al anochecer, para evitar el imponente castigo del desmesurado calor que a diario azotaba a esa zona desértica, especialmente en el mes de julio. Como era necesario aprovechar esas horas libres que los hijos tenían durante esos meses de vacaciones escolares, cuando el calorón empezaba a pegar sin clemencia alguna, todos se metían a la casa y allí continuaban sus quehaceres. Los dos mayores, Ernesto y Enriqueta, eran los que más ayudaban, y al lado de la mamá pintaron paredes y terminaron detalles en todos los recovecos de esa morada. Los dos más chicos, Francisco y Heraclio, generalmente se escapaban y, a pesar del calor, se iban al mezquite del fondo a cazar chicharras, las que amarraban con hilos y las hacían volar hasta que esos insectos ya no podían más y llegaban a su imperdonable final.

José también ayudaba, cuando podía, pues con tanto gasto producido por la compra de esa propiedad y la construcción de la casa, había decidido trabajar más horas en la frutería. Sin embargo, ayudó bastante, especialmente a la hora de plantar tanta cosa. Él sabía mucho de esa labor, la había aprendido en su natal Michoacán, así que como pudo encontró tiempo para dedicarse a esos quehaceres agrícolas.

—Las plantas requieren buena mano —les decía a sus hijos y a su esposa.

Un poco antes de que concluyera el mes de agosto, gran parte de los arreglos que la propiedad requería se habían finiquitado. Pudieron pintar la casa por dentro y por fuera y también construir gallineros y corrales para otros tipos de animales, pues pensaban dedicarse además a la crianza de pollos, de gallinas, de patos, y a la mejor de pavorreales. Construyeron también un palomar, el cual tambaleaba sobre un gran palo de madera, plasmado allí no tanto para criar palomas, sino para ofrecerles a esas y otras aves un lugar en donde beber agua, dormir y descansar, aunque también para verlas volar y observarlas vivir en ese lote que hasta hacía poco se encontraba casi carente de la existencia de vida alguna.

Ese verano, no cabe duda, a pesar del gran susto llevado por los ataques de tos ferina que les acaecieron a los dos hijos menores, terminó siendo una coyuntura inolvidable en las vidas de todos los componentes de esa familia García García. Trabajaron duro, eso es cierto, pero al final de esa exigente labor pudieron apreciar los frutos obtenidos. En unas pocas semanas, la imagen de aquel lote baldío había cambiado. En él ahora se encontraba no solo un hogar lleno de vida, rodeado de vegetación recién plantada, sino una morada en donde todos sus habitantes habían depositado perennes montoncitos de arena, cuyos rasgos llevarían para siempre las firmas de cada uno de esos contribuidores. Todos se sentían contentos y esperanzados. Ese trabajo en grupo, además, les había enseñado una gran lección, incluso a los más pequeños, los que preferían dedicarse a jugar, pero que también ayudaron como pudieron. Todos ellos, los García García, habían aprendido una de las grandes lecciones que no todo mundo en nuestro planeta entiende: que la unión hace la fuerza.

AUTOR: Pedro Chávez