CAPÍTULO DOCE
Disfrutando el nuevo hogar
UNA VEZ TERMINADA la maratónica labor de plantar un sinfín de árboles y arbustos y de además construir jaulas y gallineros para los animales de cría que se contemplaban tener en aquella propiedad de la todavía despoblada colonia Cuauhtémoc Sur, todos los hijos de esa familia tuvieron que regresar a la escuela. Ernesto y Enriqueta empezaron el segundo año en la secundaria Dieciocho; los dos más chicos retornaron a la escuela primaria Benito Juárez. Heraclio empezó su último año, el sexto; a Francisco todavía le faltaban dos años más para graduarse de ese centro escolar. Aunque esa nueva colonia gozaba de una rudimentaria «escuelita» de educación primaria, mas bien conocida como «Las ramaditas», los dos hijos menores prefirieron seguir yendo a la escuela de antes. Además, dicha escuelita no tenía cupo para muchos estudiantes. De acuerdo con lo anunciado en aquel entonces, en la colonia Cuauhtémoc estaba por construirse una ejemplar escuela primaria que llevaría el nombre del presidente de México. Se iba a llamar Escuela Primaria Presidente Alemán, en honor al ejecutivo de la nación, ya que a él se le había metido eso de bautizar con su nombre a casi todo lo que se construía en nuestro país (con el dinero del pueblo, por supuesto).
Pero mejor después les cuento sobre ese «hijo del tal por cual» y también sobre todos los otros ladrones que a través de nuestra historia mexicana nos han desfalcado sin clemencia, ya que la inclusión de esos detalles me lo exigió mi amigo, el que me contó todos los pormenores de este relato. Me pidió además que mencionara lo siguiente: que a nosotros los cachanillas, los de esa tierra desértica que fue olvidada por el gobierno central mexicano (excepto para enviarnos mandamases), nos tocó ser tratados casi siempre como hijos ilegítimos de México. Que a cada rato nos enviaban a pelagatos para que dizque dirigieran a nuestro pueblo.
—¡Que desgraciados! ¿Saben qué? —y esto lo digo yo—, los cachanillas no necesitamos que fulanos extraños vengan a decirnos cómo hacer las cosas ni a tratar de enseñarnos como gobernarnos. Nosotros ya sabemos lo que tenemos qué hacer para sobrevivir y salir adelante en este rincón de la república que por años fue de poco valor para la bola de mentecatos del gobierno central.
Pero mejor me regreso al tema de este relato y dejo de encolerizarme con tanto recuerdo nefasto. Después de todo ya no vivo allí y estoy seguro de que más de uno de los que lean estos comentarios me van a acusar de entrometido por andar tirando piedras sobre ese tejado cuando ya no tengo ninguna vela en ese entierro. Además, debo portarme bien para que por lo menos algunos lectores sigan leyendo lo que les pienso decir, ya que me quedan un montón de detalles qué contar sobre la trayectoria de esa familia García García, especialmente acerca de don José, un hombre afanoso quien en el anonimato, en la segunda mitad del siglo veinte, ayudó a gente necesitada.
EL MUDARSE A la colonia Cuauhtémoc fue beneficioso, pero también causó algunos estragos. Lo más desgarrador para Tina fue el ineludible alejamiento de las amistades que por años había formado parte de sus vidas, más que todo por la distancia que ahora los separaba. Debido a ese nuevo distanciamiento, era ahora más difícil mantener esos lazos con la misma lozanía, la gozada en el pasado. Pese a que lograron visitarse unos a los otros durante las primeras semanas después de ocurrido dicho traslado, la frecuencia de esas visitas fueron fatídicamente disminuyendo con el pasar del tiempo. A los hijos les afectó menos el cambio, ya que en la escuela a veces se encontraban con antiguos camaradas. Los más chicos, sin embargo, a menudo añoraban aquellos alrededores que los habían visto crecer y en donde convivieron por varios años con imborrables amigos. Les hacía falta el barranco también y sus escondites y aquel lote baldío en el cual jugaron por años después de arribar a ese barrio. Aunque se trataba de un sentimiento efímero, cuando esos chamacos eran invadidos por la nostalgia, Heraclio y Francisco anhelaban regresar al otrora humilde nido familiar, incrustado en aquella indeleble sección de la avenida Lerdo, el cual los había atiborrado con agradables e inolvidables recuerdos.
El gran trecho que separaba esa casa en la colonia Cuauhtémoc y las escuelas de todos ellos fue otro de los cambios que afectaron las vidas de los integrantes de esa familia. Los dos centros educacionales se encontraban a casi veinte cuadras de distancia, por lo cual al principio de ese año escolar cada uno de ellos hizo la travesía en viejos camiones de pasajeros que ya empezaban a circular en la cercanía de ese domicilio. La mamá generalmente acompañaba a los dos hijos más chicos, aunque ese trajín duró menos de un mes, pues ambos muchachos insistieron en hacer el recorrido solos y a pie. Los dos más grandes hicieron lo mismo y con ese dinero que se ahorraban al no tener que pagar por el peaje del camión, se compraban una torta en la escuela. En aquellos tiempos esos antojos, confeccionados con mortadela, queso, lechuga, tomate y pan birote, solo costaban sesenta centavos.
Sucedieron otros cambios también, quizás no tan significativos, pero que igualmente afectaron las vidas de esa familia, más que todo a la mamá de esa prole. Ahora que ella se encontraba tan lejos de aquel lugar en donde se había dedicado al principio a planchar ropa ajena, a ayudarle a doña Soledad, y a zurcir y remendar prendas de vestir, Tina decidió enfocarse plenamente en cuestiones de costura, un oficio que según ella ya lo había aprendido bien y que también era más redituable. Tenía razón. A pesar de aquel difícil comienzo que ella tuvo con aquella máquina de coser de marca Singer, ya había logrado convertirse en una experta en remiendos y en arreglos de prendas de vestir que necesitaban ser modificadas. Una vez instalados en esa colonia, colocó un letrero frente a esa casa anunciando que allí se hacían remiendos y alteraciones de ropa. Inmediatamente tuvo éxito esa publicidad y poco a poco le empezaron a caer interesados que mostraban tener gran potencial para convertirse en clientes de por vida.
Poco después de terminar la mayor parte de los trabajos de jardinería, de plantar árboles y otras cosas, y de dar los últimos retoques al interior de la casa, José volvió a pensar sobre el negocio que años atrás había dejado para el futuro: el vender bocadillos y fruta fresca en un carrito. Tener una casa propia le había infundido una sensación de confianza y de aplomo. De repente, se sentía menos reacio a arriesgarse y más dispuesto a perseguir su objetivo empresarial latente. La recién iniciada construcción de la escuela Presidente Alemán, cerca de ellos, fue uno de los factores que lo impulsó a meditar de nuevo en la ocupación de vendedor ambulante. Pensó que podría ser uno de los primeros vendedores en situar su carreta junto a una de las entradas de esa nueva escuela. Eso le daría una ventaja sobre los vendedores que llegaran después, se dijo a sí mismo. A diferencia de años atrás, cuando había pensado por primera vez en ese negocio, ahora estaban en una mejor posición financiera, añadió, y tenían dinero más que suficiente para pagar la fabricación de la carreta.
—Siempre y cuando el precio no haya subido mucho —agregó y se preguntó mientras meditaba la oportunidad de trabajar por su cuenta—. Además, ¿qué es lo peor que puede pasar?
Pero prefirió no contarle a Tina todavía sus cavilaciones. Primero quería asegurarse de que realmente tenía sentido involucrarse en esa empresa, hacer números, hacer proyecciones de ventas y calcular los costos. También quería «darle tiempo al tiempo». Quería pensarlo un poco más y estar seguro de que era ese el momento adecuado para lanzar dicho negocio.
Sin embargo y al igual que en ocasiones anteriores, menos de una semana después, José decidió que era mejor esperarse y no echarse al ruedo todavía. Así que de nuevo pospuso el lanzamiento de esa empresa de venta ambulante y una vez más almacenó ese objetivo en las arcas en donde se guardan los sueños que casi siempre sólo sueños son.
—El momento parece adecuado, pero quizá no lo sea —se había dicho a sí mismo en repetidas ocasiones mientras laboraba como guardia—. No sé, quizá Tina tenga razón y ese tipo de trabajo es mas bien para gente desesperada.
La decisión de no lanzarse a la aventura empresarial, por otro lado, se convirtió en un gran alivio para José. En cierto modo, prefería seguir trabajando a tiempo completo como guardia nocturno y a tiempo parcial en la distribuidora de frutas y verduras. Por el momento, según él, era preferible dedicar sus horas libres al mantenimiento del enorme lote en el cual ahora vivían, ya que en ese predio sobraban los quehaceres que requerían su inmediata atención. Y eso hizo por varios meses durante el poco tiempo que le quedaba después de trabajar en La Jabonera y de laborar por lo menos dos días por semana en la distribuidora. Quitó yerbas, trazó canales de riego que conectaron a todos los arbolitos recientemente plantados y terminó de construir la cerca que demarcaba esa propiedad. Los otros integrantes de esa familia tenían sus propios quehaceres. Tina adquiría cada vez más clientes que solicitaban sus servicios de costura, más que todo para que hiciera remiendos a trapos viejos que de acuerdo con sus dueños todavía poseían un montón de tiempo de utilidad. Los hijos pasaban las horas igual de ocupados, casi de lleno sumergidos en tareas de la escuela, pero también involucrados en quehaceres del hogar. Todos tenían labores asignadas. A unos les tocaba jalar agua del pozo, a otros regar los arbolitos. Enriqueta más bien se dedicaba a ayudarle a su mamá en varios quehaceres domésticos, incluso en la cocina, a pesar de que detestaba ese tipo de labores. Según ella, no era necesario que todas las mujeres tuvieran que aprender a ser buenas amas de casa.
—Mamá, yo voy a ser contadora y voy a ganar lo suficiente para poderle pagar a una empleada para que limpie la casa y cocine —dijo en más de una ocasión Enriqueta.
Su mamá solo se reía al escuchar esos comentarios.
Además de las labores diarias, la familia García García tenía ciertos objetivos qué cumplir. Entre ellos se encontraba el dedicarse a la cría de pollos. Una vez ya construidos los gallineros, decidieron adquirir la primer cría, por lo cual un día sábado tempranito se fueron todos al centro de la ciudad y compraron varias docenas de pollitos. Se los trajeron metidos en bolsas de papel con agujeros por todos lados para que esas aves recién nacidas pudieran respirar. Una vez en casa los metieron en los gallineros. Para protegerlos del frío, taparon con sacos de yute vacíos los lados de esos corrales. Pero a los pollitos no les gustó ese ambiente y no pararon de chillar hasta ya bien entrada la noche, así que a los tres hijos varones les tocó salir al patio y recoger a los causantes de tanto pío pío, para que pasaran el resto de la noche dentro de la casa. Los metieron en cajas de cartón y como por forma de magia los pollitos se echaron a dormir.
Casi todas esas aves sobrevivieron el duro invierno mexicalense. Una vez entrada la primavera del año siguiente, aquellos animalitos otrora bonitos y de color amarillo, ya habían crecido y cambiado de color y de apariencia. Estaban bien feos, decía Francisco, el más pequeño de los hijos. Pero lo peor de todo no era la apariencia, sino la ferocidad que esa cría ejercía al arrasar con todo alimento que se les tirara en el gallinero. Se les daba grano de sorgo, el cual no era nada de barato. Para reducir los costos, una vez que se cercó bien la propiedad, durante el día se sacaban de los corrales a todos aquellos aspirantes a gallos y gallinas para que ellos mismos encontraran sus alimentos, escarbando esa tierra fértil que hasta hacía poco había estado cubierta por grandes algodonales.
Para José eso de criar pollos no era buen negocio, pues según él esas aves tragaban mucho y requerían no solo cuidado constante, sino el tener que mantenerlos en grandes gallineros durante las horas de la noche. Fue por eso que él de nuevo pensó en la ya trillada idea de dedicarse a la venta ambulante de frutas y golosinas y ganar un poco más en su negocio propio, y no matarse tanto. Después de todo, a José le preocupaban ya ciertos gastos que él y su esposa vaticinaban: el costo de los estudios de los dos hijos mayores, a quienes solo les faltaba un poco más de un año para terminar la escuela secundaria. En el Mexicali de ese entonces todavía no existían escuelas preparatorias ni universidades en donde los estudiantes pudieran seguir sus enseñanzas superiores. Debido a esa inaudita disyuntiva, tanto Ernesto como Enriqueta tenían ya en mente irse a estudiar a otros rincones de la república.
Fue mayormente por ese futuro augurado que José eventualmente decidió darle una probadita al mundo de los negocios. Como a mediados de mayo del año mil novecientos cincuenta y uno le dijo a su esposa que ahora sí estaba decidido a comprarse una carreta y dedicarle dos días de la semana al gremio de vendedor ambulante. Lo haría los fines de semana en sus días libres. A ella le gustó la idea de inmediato y agregó que al igual que en aquella ocasión cuando por vez primera se había mencionado dicho negocio, ella estaba dispuesta a apoyarlo no solo espiritualmente, sino con el sudor de su frente. Ella le ayudaría en las mañanas a preparar esos antojos, le dijo, y además lo acompañaría en sus travesías si ello fuera necesario. José le agradeció profusamente el apoyo y agregó que la mantendría al tanto de los costos ligados con el lanzamiento de dicha empresa.
AUTOR: Pedro Chávez