CAPÍTULO OCHO
Nuevo trabajo como guardia nocturno
EN CIERTA FORMA toda la familia estaba contenta por el nuevo empleo que José iba a desempeñar como guardia en La Jabonera, más que todo porque según Tina, él ya no tendría que lidiar con las pesadas cargas de fruta y verdura, una ocupación que en repetidas ocasiones le había causado graves lesiones en la espalda.
—Pero voy a seguir trabajando a medio tiempo en la distribuidora, cuando me necesiten —explicó José—. Eso ya lo acordamos.
Explicó también que uno de los requisitos del trabajo de guardia era adquirir una bicicleta para poder trasladarse de un lado a otro con rapidez. Agregó que pronto la compraría y que había pensado pedirle a un vecino que le hiciera el favor de llevarlo al «otro lado» para conseguirla. Ese vecino trabajaba como tractorista en el valle Imperial y tenía un auto viejo que utilizaba para ir de un rancho a otro en el lado americano.
—Me la vas a prestar, ¿verdad papá? —dijo Ernesto, el hijo mayor.
Él ya había aprendido a manejar bicicleta. Un amigo del barrio que tenía una le había enseñado como hacerlo.
—Por supuesto —respondió José.
—Yo también la voy a querer manejar —dijo Enriqueta—, pero tiene que ser bicicleta de mujer.
Todos menos ella se echaron a reír.
El siguiente sábado, José y su vecino de nombre Fidel se fueron en búsqueda de la mencionada bicicleta. La pensaban encontrar en El Centro, California, un lugar como a veinte kilómetros al norte de la línea internacional entre México y Estados Unidos. José quería comprar algo de segunda mano, por lo cual era necesario buscarla en ese poblado donde se ubicaba una conocida tienda que vendía todo tipo de artefactos usados. Al llegar al cruce fronterizo, el agente aduanal le mocionó a Fidel que continuara su marcha. Ya lo conocía. Ni siquiera fue necesario que José consiguiera un permiso para entrar a ese país. Así era en aquel entonces; era fácil ingresar a esa nación vecina, con permiso o sin él.
Tuvieron suerte. La tienda de mercancía usada tenía un gran surtido de bicicletas de todos tamaños, entre ellas una como la que José añoraba: con llantas gruesas, de veintiséis pulgadas de diámetro, con parrilla y guardafangos. Era de color rojo oscuro, casi marrón y costaba seis dólares. José trató de conseguir descuento, pero el encargado, un estadounidense empolvado y con las manos llenas de grasa de tanto andar componiendo esto y lo otro, se medio burló y les explicó a los dos, en un español agringado, que no estaban en México, que en esa tienda no se regateaba. Luego se rio a carcajadas y le dio una palmadita en la espalda a José.
—Voy a pensarlo —dijo José y procedió a ver otras bicicletas.
—No es cierto —dijo Fidel, añadiendo que en ese tipo de tiendas todo el mundo pedía un descuento y que sólo los incautos pagaban los precios marcados en la mercancía.
—Solo traigo cuatro dólares —le dijo José al encargado unos minutos después y le mostró cuatro monedas de un dólar cada una.
En realidad traía diez dólares en su poder. Había guardado seis billetes de un dólar cada uno en su bolsillo, ya que Fidel lo había aconsejado de antemano sobre cómo negociar el precio.
—Está bien, tú eres «bueno mexicano» —le dijo el estadounidense.
Colocaron la bicicleta en la cajuela del auto y se regresaron a Mexicali. Antes de llegar al cruce aduanal, la bajaron y José se montó en ella para cruzar la frontera manejándola y evitar tener que darle una «mordida» al agente de esa entidad. A pesar de que esa región fronteriza era considerada como zona libre, la cual liberaba de impuestos a una extensa lista de artículos traídos de Estados Unidos, los guardianes aduanales a menudo buscaban la forma para recibir sobornos por parte de ciudadanos inocentes.
Una vez en el lado mexicano, José siguió la marcha hacia la avenida Lerdo, montado en la bicicleta. Eran pocas cuadras las que faltaban para llegar; además, quería disfrutar de su nuevo medio de transporte. Al llegar a casa se armó la fiesta, ya que toda su familia lo esperaba con ansias, incluso algunos vecinos. Sabían que pronto llegaría. Fidel había arribado un poco antes y les había advertido que José estaba en camino. Aunque las bicicletas abundaban en el Mexicali de aquel entonces, la curiosidad invadió todos los recovecos de ese vecindario, debido a la bulla que hacían con gritos y aplausos los cuatro hijos. Parecía que todos estaban desesperados por verla. Más tardó José para bajarse de la bicicleta que lo que duró el hijo mayor para apoderarse de ella. Aunque estaba demasiado pequeño para montarse en algo tan grande, la manejó con destreza, sin sentarse en la bicicleta, pues solo de esa forma alcanzaba los pedales.
Ahora que José tenía la bicicleta, la usaba para todo. En su trabajo de guardia, para transportarse a varios lugares, y a veces para llevar a sus hijos a la escuela. Enriqueta se montaba en la parrilla de atrás, mientras que Ernesto hacía lo mismo en otra parrilla que José le había montado en el frente de la bicicleta. Meses después la modificó una vez más y en la parte delantera le colocó una gran canasta enrejada, de metal, para acarrear en ella el mandado y otros encargos. Cuando José se encontraba en casa durmiendo o descansando, Ernesto se convertía en el chofer designado de esa velocípedo, no solo para pasearse en él, sino para también hacer mandados. Ese medio de transporte, no cabe duda, se transformó en un gran beneficio para toda la familia, por múltiples razones. Ahora, por ejemplo, José se podía trasladar de un lugar a otro con rapidez y facilidad, especialmente cuando terminaba su turno en La Jabonera y se iba a la distribuidora a indagar si lo necesitaban.
El tener la bicicleta resultó provechoso, pero también trajo consigo detalles negativos. José notó que al viajar en ella ya no tenía la oportunidad de observar el entorno de la misma manera como lo hacía antes, para observar el mundo que lo rodeaba, como solía hacerlo durante las caminatas del pasado. Desaparecieron de repente esas coyunturas que le permitían apreciar, con todo lujo de detalle, a la gente y el pueblo por donde él pasaba, en los caminos en donde miraba los niños jugar, a la gente platicar. La bicicleta y su eficiencia lo beneficiaron mucho, no cabe duda, pero también le quitaron sazón a su vida. Ya no caminaba sobre las calles de tierra ni cruzaba el barranco sobre un puente mezquino, ya que la bicicleta lo llevaba por otros rumbos. Ya no miraba a la gente desplazarse de un lado a otro sobre calles empolvadas. Ya no tenía la necesidad de cruzar por campos, por lotes baldíos, de esos que cortaban el paso, por esos pasajes donde abundaban los mezquites y el cantar de las chicharras y de los cenzontles, esas singulares aves que en esos tiempos se encaramaban en lo más alto de lo alto para entonar sus cantos cachanillas. Todo ese regocijo, el que a veces pasó desapercibido, de repente se quedó atrás. Eso lo notó José en un momento de reflexión. Pero pronto se olvidó de ello. «No era tan importante», se dijo a sí mismo. Ahora, desafortunadamente, José se tenía que preocupar más bien por intrusos y fastidiosos inconvenientes: los huecos y las piedras en los caminos, los perros sueltos afanados a perseguir a ciclistas, y las gentes que se le atravesaban cuando les daba la gana. Pero más que todo, ahora que viajaba en bicicleta tenía que «pelar bien el ojo» para no terminar atropellado por algún camión de carga, los conducidos por majaderos chóferes que con arraigo ignoraban los derechos de los ciclistas y de los transeúntes.
EL CAMBIAR DE empleo resultó ser un golpe de buena fortuna. El trabajo de guardia en La Jabonera no era nada de pesado y se efectuaba por la noche, un factor especialmente favorable durante el verano, cuando las temperaturas ambientales son más aguantables a esas horas. Dos o tres días por semana José también laboraba en la distribuidora, a temprana hora. Aunque ese quehacer dedicado al acarreo de grandes cargamentos de frutas y verduras no dejaba de ser duro, poco a poco él fue aprendiendo eficientes formas para hacer esa labor con menos probabilidad de lesionarse. El tener dos fuentes de ingreso fue también beneficioso. Todo lo que ganaba en la distribuidora lo ahorraba con la mira de algún día poder comprar un lote en una de las colonias recién creadas en Mexicali. Esa resolución de tener casa propia en algún día no muy lejano se convirtió, además, en un tema frecuente en aquel hogar de los García García. Parecía que todos, hijos y padres, tenían sus planes propios sobre cuándo se compraría ese lote y cómo se diseñaría esa casa. Cada uno gozaría de su recámara propia, decían los niños, y agregaban que tendrían de todo dentro de ese aposento. La mamá comentaba que plantarían muchos árboles, tanto frutales como de sombra, para protegerse del sol y sacarle provecho a dicho lote. Según ella, criarían también toda clase animales: gallinas, conejos, patos, etc., etc. Aunque los cuatro hijos pensaban que la realización de ese sueño ocurriría de la noche a la mañana, José les advertía a menudo que la compra de esa propiedad iba para largo, pero a la vez no los quería desconsolar, y agregaba que a pesar de que tomaría su debido tiempo para poder ahorrar suficiente dinero para realizar la compra del lote, ese día llegaría cuando menos se esperara.
—Hay que tener paciencia y ahorrar lo más que se pueda —les decía José—. Además, todo pasa bien rápido. Ya ven, ya casi tenemos un año y medio viviendo aquí.
Tenía razón José, el tiempo volaba en Mexicali, especialmente para él y su esposa, más que todo porque ambos pasaban las horas sumamente ocupados, tanto en sus diversos oficios como en sus responsabilidades domésticas. Aunque José trabajaba largas horas varios días de la semana, era Tina quien tenía que encontrar la manera para poder aprovechar cada minuto y cada hora de cada día para realizar a tiempo y con destreza sus labores. En cierto modo, se había convertido en una excepcional malabarista, no de esas que tiran objetos al aire, sino de las que como por forma de magia logran ejecutar debidamente todos los quehaceres requeridos y a tiempo. Además de tener que estar al tanto de las necesidades de sus hijos, tenía varias labores que cumplir. Por un lado, todavía le ayudaba a doña Sole en la limpieza de los cuartos de alquiler y también le planchaba ropa a Priscila. Cuando le sobraba algo de tiempo en sus atareados días, le ayudaba también a Estela en cuestiones de costura, ya que Tina había logrado aprender ese oficio más o menos bien y le ayudaba a su amiga a zurcir y remendar ropa.
PARA MEDIADOS DEL año mil novecientos cuarenta y cuatro, los dos hijos mayores, Ernesto y Enriqueta, terminaron el primer año escolar. Ambos niños se sentían orgullosos de las altas calificaciones recibidas y con ansias esperaban ingresar al segundo año. Los dos habían aprendido a leer y escribir con una pericia generalmente solo encontrada en niños de mayor edad. Habían también desarrollado una tremenda avidez hacia las populares revistas de monitos, los comics, especialmente las de Walt Disney, pero más que todo las de El Pato Donald. Se las pedían prestadas a los vecinos; las leían y releían hasta aprenderse esas fábulas de pies a cabeza. Los dos hermanos menores también se hicieron adictos a esos cuentos de esas revistas y a diario exhortaban a sus hermanos mayores para que se las leyeran. Ernesto lo hacía de vez en cuando, aunque no le gustaba leer en voz alta. Pero leía los comics para complacer a sus hermanos menores. Enriqueta era diferente; le encantaba leer y lo hacía bien, con buena dicción y con una cadencia de actriz consumada.
—¡Siéntense aquí! —les gritaba a sus dos hermanos menores.
Era medio estricta, pero le gustaba entretenerlos, y no solo a ellos, sino que después también a otros niños de la vecindad, quienes al darse cuenta de que Enriqueta les leía a sus hermanos las historietas, no se querían perder la oportunidad de participar en dichas veladas. Debido a que se encontraban en receso escolar de verano, las reuniones de lectura en la casa de los García García se convirtieron en populares verbenas infantiles en aquel barrio de la avenida Lerdo. Abundaban las risas en esas reuniones, también los gritos y las repetidas preguntas que a cada rato interrumpían a Enriqueta. En lugar de escuchar lo leído con atención, siempre aparecía uno de esos chamacos ansiosos por saber el final del cuento, antes de llegar a tal colorín colorado. Ella los amonestaba y les pedía que tuvieran paciencia y que se esperaran hasta que ella terminara de leer los relatos. Afortunadamente, otros chiquillos también reprochaban las interrupciones y casi siempre lograban callar a los impacientes intrusos, dándole a Enriqueta la paz y el silencio necesario para que siguiera leyendo las revistas de monitos.
José y Tina se asombraban al observar esas veladas. No podían creer que esa hija de escasos siete años de edad tuviera esa facilidad para leer y en cierta forma, para actuar lo que leía. Hasta a ellos mismos les daban ganas de quedarse allí y participar en esas tertulias. No era para menos; Enriqueta era todo un espectáculo. Subía y bajaba su voz, movía sus brazos, los levantaba, los escondía, expresaba sentimientos a través de gestos y hacía miles de ademanes. Pero más que todo, controlaba su audiencia con sus ojos y su voz.
—Enriqueta va a ser actriz, no cabe duda —dijo en una ocasión su mamá.
—No, nada de eso; ella va a ser abogada —contestó José sin pensarlo dos veces—. Así son los abogados, todos hablan «requete» bien.
EN EL OTOÑO de mil novecientos cuarenta y cuatro, los García García seguían viviendo en esa vecindad en el costado sur de la avenida Lerdo. La casa era pequeña, demasiado chica para alojar a dos adultos y cuatro niños que crecían copiosamente. Aunque entre los dos ganaban lo suficiente para alquilar un lugar más grande, José y Tina preferían quedarse allí y seguir ahorrando la cantidad más grande posible y en un futuro no muy lejano poder adquirir una casa propia. Curiosamente, ese afán hacia el ahorro se había convertido no solo en un hábito inexorable, sino en un eterno dilema, pues no tenían fe en los bancos ni en la seguridad de estos. Fue por esa desconfianza que entre ambos concibieron artimañas para guardar el dinero en casa de una forma, según ellos, relativamente segura. Crearon dos escondites: uno para uso a corto plazo, el otro para el futuro. Los ahorros designados para la posteridad eran más que todo para eventualmente poder comprar un lote y construir una casita en dicho terreno.
El primer escondite estaba ubicado en un cajón de un viejo armario que alguien les había regalado. En dicha alcancía se guardaban solo billetes, los cuales se introducían por la parte de atrás de la gaveta, la cual José había atornillado por debajo de la misma para inmovilizarla. Cada vez que necesitaban extraer parte de esos ahorros de esa alcancía, una media docena de veces por año, solo era necesario desatornillarla. Allí se guardaba dinero para gastos extraordinarios más que todo, como por ejemplo, para la bicicleta.
El escondite en donde se guardaban los ahorros para largo plazo era algo digno de las historias de los piratas de antaño. José construyó una pequeña caja de madera con dobles paredes, que en cierta forma aparentaba uno de esos viejos baúles que los crueles corsarios usaban para esconder tesoros durante los tiempos de la colonia. Una vez construida, José enterró la caja en el suelo, debajo de la cama matrimonial. En ella se guardarían solo monedas de plata, las de un dólar que circulaban en el lado americano, pero también en Mexicali. El piso de esa casa, entre paréntesis, era de tierra, al igual que miles de otros pisos en hogares humildes. Este segundo escondite era también secreto y por un tiempo solo los dos adultos sabían de él. José hizo el hueco en el suelo y enterró la caja cuando los dos hijos mayores estaban en la escuela y Tina se había llevado los dos más pequeños con ella para cuidarlos mientras planchaba ropa. La tapa de esa imprevista alcancía quedó enterrada a casi medio metro de profundidad. José hizo una pequeña ranura en el centro de la tapa, por donde se introducirían las monedas de dólar. Para poder llegar hasta la caja desde el suelo, enrolló un pedazo de lámina en forma de tubo y con buen diámetro, lo colocó sobre la ranura y lo clavó en la tapa de la caja. Para prevenir que la tierra se metiera en el tubo, José lo tapaba con un corcho grande, de esos que se usaban en los garrafones de agua para tomar. José y Tina no solían contar cada moneda que introducían en esa alcancía secreta, pero según los cálculos de ambos, creían que se guardaban hasta cinco dólares por semana. Y según ellos, veces más.
El dinero requerido para gastos diarios y el alquiler de la casita en donde vivían se mantenían dentro de una lata grande escondida en un ropero ubicado en la recámara. Nadie llevaba cuenta de lo que se atiborraba o se sacaba de esa lata hasta que a Enriqueta se le ocurrió llevar una lista de esos fondos. Apenas cursaba el segundo año de la escuela primaria, pero ya se había adentrado en el mundo de los números y la contabilidad. Parecía, de acuerdo con sus acciones, que ella había heredado de sus padres ese afán por el ahorro.
Cuando Enriqueta sugirió llevar un estado de cuentas de lo que se guardaba y sacaba de esa lata para gastos diarios, nadie se opuso, a pesar de que desde ese momento todo se tenía que apuntar en esa lista: entradas, salidas y la razón de estas. Al principio, al nuevo reglamento se le vio como un juego, pero pronto se convirtió en una molestia, tanto para los adultos como para el hermano mayor, a quien le tocaba sacar dinero de esa lata cuando tenía que ir a la tienda de la esquina a comprar mandado. A todos, menos a Enriqueta, a veces se les olvidaba apuntar en la lista el dinero extraído.
—No lo puedo creer —se quejaba la niña—. A nadie le importa el orden.
Esas repetidas quejas eran más bien vistas por José y Tina como locuras pasajeras de una niña precoz en cuyos juegos infantiles se incluía el actuar como adulto. Ambos creían que pronto se olvidaría de ese afán por llevar control del dinero guardado en ese tarro. Pero no fue así. Al ver que a todos se les olvidaba apuntar los movimientos fiduciarios del día, Enriqueta decidió hacerlo ella misma. Lo enumeraba por la noche, después de terminar la tarea de la escuela. Todo lo escribía, entradas y salidas. Pero no era fácil llevar a cabo esa recopilación de datos y cifras, pues casi nadie recordaba los montos sustraídos o el porqué de estos.
A pesar de las molestias que causó al principio el tener que estar recordando los fines de cada centavo que era extraído de dicho recipiente, poco a poco todos los implicados se fueron acostumbrando a apuntar esos movimientos fiscales aunque fuera solo en la memoria. Se fueron habituando a ello porque no les quedaba otra. Enriqueta, aquella chamaca precoz y estricta, insistió en ello. Nunca se dio por vencida y día tras día mantuvo en orden el estado de cuentas de ese fondo monetario. Eventualmente, ese afán por la organización y por el mantenimiento de cuentas claras, fue un hábito que se traspasó a todos los demás en ese hogar.
AUTOR: Pedro Chávez