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La leyenda de don José, Capítulo 9

By December 4, 2021 No Comments

CAPÍTULO 9

El tiempo vuela para la gente ocupada

NOSOTROS LOS HUMANOS nos adaptamos a lo que venga conforme viajamos en el camino de la vida, a lo bueno y a lo malo, pero más que todo a la rutina. Eso fue lo que recalcó mi amigo, el que me contó todo esto, acerca de la familia García García. Agregó que ese rutinario proceder afectaba más que todo a los seres ocupados, a aquellos con un sinfín de quehaceres habituales que cumplir. «Es por eso que la vida vuela», me dijo. Muy sabias las palabras de mi amigo. Y muy aplicables a la situación por la cual pasaban José y Tina cuando los dos hijos mayores estaban por graduarse de la escuela primaria. Habían transcurrido ya casi seis años desde aquel día cuando toda esa familia se había ido a visitar las afueras del inmueble de esa escuela, la Benito Juárez, al cual asistirían Ernesto y Enriqueta. Para José, el tiempo había volado. Eso se dijo a sí mismo mientras pensaba sobre el logro educacional de esos dos hijos.

«La gente ocupada no tiene tiempo para reflexionar», fue algo que también dijo mi amigo, «excepto durante excepcionales coyunturas», agregó. De nuevo, palabras sabias y muy certeras, especialmente en el caso de José, quien aprovechó esa coyuntura para meditar sobre dos truncadas metas personales, las que se habían quedado a la mitad del camino. Una de ellas tenía que ver con tener casa propia, la otra con las ventas ambulantes. «La realidad fue otra», se dijo a sí mismo. Todavía vivían en aquella casita de dos cuartos entre la avenida Lerdo y el barranco, y eso de vender frutas en una carreta se había quedado rezagado en el olvido.

—Hasta ahora eso ha sido sólo un sueño —se dijo José en una ocasión.

Fue un raro momento de introspección. Normalmente él se encontraba demasiado ocupado trabajando como para reflexionar sobre los asuntos de la vida o para examinarse a sí mismo. Pero esta vez lo hizo, quizá porque se sentía frustrado. Más que todo porque José todavía soñaba en tener casa propia y tener además su propio negocio.

Pero así como lo dijo mi amigo, los seres ocupados son los más afectados por la rutina. Eso sucedió con José y Tina, dos almas trabajadoras que dividían como por forma de magia las horas del día entre varias ocupaciones. Ella seguía planchando y remendando ropa, y cada vez que podía hacerlo, le ayudaba a doña Sole con el mantenimiento de sus cuartos de alquiler. José, por su parte, todavía trabajaba como celador en La Jabonera y dos o tres días por semana cargaba mercancía en el almacén de frutas y verduras. Sus vidas eran un trajín tras otro. Esa rutina, aunque repleta de ajetreos, había convertido tanto a él como a ella en seres autocomplacientes. La fortuna les sonreía. Los hijos crecían, iban a la escuela, y tenían un extenso círculo de amigos. Los ahorros seguían creciendo también. El dinero que se guardaba en la gaveta secreta del armario era cada vez más abundante, tanto así que a menudo tenían que cambiar varios de esos billetes por monedas de un dólar para poder guardarlas en la alcancía secreta debajo de la cama.

Tener esos ahorros mas bien había creado en José y en Tina un cierto sentido de seguridad, una especie de falsa inmunidad contra los malos tiempos. Quizá fue por eso que poco a poco se les fue olvidando la razón principal de dicho peculio: el guardar dinero para más que todo poder adquirir una casa propia. Una vez acumulada esa pequeña fortuna, los dos a menudo inventaban excusas para no utilizar parte de esos ahorros en gastos necesarios, lo cuales surgían con frecuencia en la vida diaria. Con el pasar del tiempo, no cabe duda, el dinero ahorrado se había convertido en un cruel «albatros en el cuello» que con afán afectaba el razonamiento lúcido, tanto en José como en Tina.

José fue el primero en recapacitar y cambiar de opinión sobre el motivo de dichos ahorros. Lo hizo al reflexionar sobre la graduación de dos de sus hijos, cuando tuvo una especie de epifanía. Se dijo a sí mismo que por pura frugalidad habían vivido por mucho tiempo en una casita demasiado pequeña para albergar tanto chamaco y además a dos adultos.

Se debió a esa reflexión que José decidió tener una seria conversación con su esposa sobre su reciente cambio de parecer. Lo pensaba hacer pronto, antes de que se celebrara la graduación de la escuela primaria de los dos hijos mayores. Su plan era comentarle a Tina que había llegado el momento apropiado para comprar un lote y construir una casa en él.

—Creo que hemos ahorrado lo suficiente para tener casa propia —le dijo a Tina el día siguiente, antes de irse a trabajar a La Jabonera.

Ninguno de los dos, en realidad, estaba consciente de la cantidad exacta que tenían a su disposición, pues la parte más grande de los ahorros estaba enterrada en la caja de madera debajo de la cama. Para saber qué tanto tenían acumulado en ese escondite, era necesario desenterrar y abrir dicha alcancía, desclavándole la tapa.

—No sé, estamos bien aquí, vivimos bien —le contestó Tina.

La vorágine causada por la codicia que a veces acompaña el tener algo de dinero ahorrado se había apoderado de ella, y a pesar de no ser tacaña cuando tenía que sufragar ciertos gastos de rigor, a la hora de la hora protegía ese pequeño patrimonio monetario a capa y espada.

—Nuestros hijos están creciendo y necesitan más espacio —dijo José.

Era difícil para él encontrar las palabras precisas que describieran lo que sentía sobre esa revelación personal que había tenido unos días antes, cuando se puso a recapacitar sobre el trayecto de su vida y se dio cuenta de que para ellos el tener dinero guardado era ahora más importante que tener casa propia.

—Para eso son los ahorros —agregó.

Tina trató como pudo para convencer a su esposo de que era prudente esperar un poco más y no hacer todavía ese gasto tan grande, pero no logró que José cambiara de parecer. Así que con desgana aceptó lo propuesto, ya que él estaba decidido a seguir adelante con el cumplimiento de aquel sueño que hacía años los dos habían engendrado. Después de conversar sobre el tema por un buen rato, ambos acordaron lanzarse en la búsqueda de un lote baldío en una de las nuevas colonias que se empezaban a desarrollar en el este de la ciudad.

Una vez alcanzado dicho acuerdo, Tina le recordó a José que se tenían que realizar varios preparativos para el festejo en honor a Ernesto y Enriqueta, ya que se iban a graduar el viernes por la tarde. José se comprometió en traer diferentes tipos de frutas del almacén en donde trabajaba y en comprar dos docenas de pan dulce. Tina se iba a encargar de preparar una gran jarra de refresco de cebada con bastante hielo. Aunque casi todos en ese hogar preferían el champurrado, era imprescindible servir una bebida fría, pues el calorón del verano ya azotaba sin compasión a esa tierra cachanilla. A pesar de que al principio se pensaba celebrar la ocasión solo entre ellos, los hijos insistieron en invitar a varios de sus amigos. Había montones de chamacos en esa vecindad: los Rubio, los Collins, los Manrique, los Moreno, y los Velázquez, entre otros.

La graduación de Ernesto y Enriqueta de la escuela primaria Benito Juárez se efectuó a mediados del mes de junio del año mil novecientos cuarenta y nueve. Fue un día memorable tanto para Tina como para José. A pesar del calorón, el evento se llevó a cabo en el patio de atrás de la escuela, ya que no había cupo para todos en el salón de actos. Los dos hijos lucían elegantes uniformes, ambos confeccionados por Tina. Era un gran logro educacional, ya que en esos tiempos muchos niños no terminaban sus estudios de escuela primaria. Una vez concluida la ceremonia, se fueron a casa a celebrar la ocasión con las amistades de esos dos hijos. El pan dulce se tuvo que partir en mitades para que alcanzara, pues como dicen, «eran muchos los diablos y poca el agua bendita». Tina, además, tuvo que preparar dos jarras adicionales de refresco, para dar algo de beber a tanto chamaco. El guateque no duró mucho. Una vez que se acabó el pan dulce y el refresco, se fueron todos esas amistades a sus respectivas casas, ya que el calorón era inaguantable.

UN POCO DESPUÉS de haber tenido la plática entre José y ella, Tina cambió de parecer y fue la que más bien se involucró en la búsqueda de un lote en el cual construir una casa propia. Aceptó, sin decírselo a nadie, que la codicia se había apoderado de su forma de pensar. Al reflexionar sobre ese previo comportamiento, Tina se echó la culpa a sí misma por haber esperado tanto tiempo para tener casa propia. Estaba segura de que el tener ese dinero ahorrado se había convertido en una especie de pernicioso amuleto, el cual falsamente los iba a proteger a todos ellos de todos los males. Era un ahorro para el proverbial día lluvioso que nunca iba a llegar, agregó, dinero que no se iba a gastar a pesar de que fuera necesario hacerlo. Se echó a reír una vez que aceptó que su proceder había sido incorrecto y se prometió a sí misma que «nunca jamás» dejaría que el dinero volviera a regir su comportamiento. Se sentía de repente liberada y feliz. El reflexionar sobre el tema le había ayudado bastante, y en cierta forma, se sentía también ilusionada por ese hogar que muy pronto ella y el resto de su familia iban a poder disfrutar. Se imaginaba que tenían suficiente dinero para poder adquirirlo. Lo importante ahora era encontrar un lote de buen tamaño.

Pero no tuvo que esperar mucho para ubicar una posible opción. Una de sus amistades que vivían en esa vecindad de la avenida Lerdo le contaron que ellos acababan de comprar un lote bien barato en una colonia de nombre San Rafael. Se trataba de un fraccionamiento que colindaba en su lado oeste con el camino que iba a Palaco, a San Luis Río Colorado, y a San Felipe. En su lado norte, la colonia topaba con la línea divisoria entre México y Estados Unidos, y hacia el sur llegaba hasta la orilla de un barranco, con aguas negras, que corría de este a oeste.

—Dice mi amiga que ese lugar está muy desolado, pero que los lotes están muy baratos y son bien grandes —le dijo Tina a José.

—Ya me habían contado sobre esa colonia —respondió él—. Un compañero de La Jabonera está construyendo una casa allí. Era un enorme rancho hasta hace poco.

Conforme los dos hablaban sobre ese fraccionamiento, una sensación de ilusión y euforia empezó a adueñarse del raciocinio de José y de Tina. De un momento a otro se les habían olvidado los detalles financieros y de lo que se requería para poder comprar uno de esos lotes. Pero esos pormenores los dejaron para otra ocasión. Por ahora lo que importaba era la construcción de la casa, su tamaño, el terminado de las paredes. Pronto se involucraron en la plática todos los hijos. Se habló de construir gallineros y corrales para animales pequeños, de plantar árboles y cultivar jardines, y de muchas otras cosas más. José fue quien más ilusionado se encontraba.

Pocos días después se fueron todos en autobús a la colonia San Rafael. Todos estaban contentos y ansiosos de ver ese lugar en donde se podría comprar un lote y eventualmente construir una casa en él. Se bajaron en el cruce de la avenida Zaragoza y la calzada Justo Sierra, cerca de la plaza de toros. El fraccionamiento estaba ubicado hacia el sur de esa parada del autobús. Excepto por un expendio de licores en la esquina sureste de ese cruce, de dos grandes almacenes industriales como a cincuenta metros al sur, y una gasolinera al cruzar la calle y en el lado norte, esa zona supuestamente urbana tenía más bien pinta de rancho. Las calles parecían haber sido delineadas con un arado jalado por bestias de trabajo, pues desde lejos se medio divisaban marcas de surcos y huellas de bueyes. No había árboles, salvo en las orillas de lo que aparentaba ser la calle principal, una vía de tierra que corría de oeste a este, que en realidad era una extensión de la avenida Zaragoza. Es el camino que va a la colonia Compuertas, alguien les comentó.

—¡Yo no quiero vivir aquí! —gritó Enriqueta—. Este lugar está muy feo y muy solo.

—Es cierto, sí que está desolado —agregó Ernesto.

—¿Prefieren vivir junto al barranco? —respondió en forma de interrogación la mamá.

Le habían molestado los comentarios de los dos hijos mayores a Tina. Pero aunque no lo expresó, ella también se había desilusionado al ver ese lugar. Era muy diferente al barrio en donde habían vivido por varios años, por la avenida Lerdo. A pesar de la cercanía al barranco y de sus aguas negras, ese barrio disfrutaba de aceras, de calles pavimentadas y de montones de árboles.

—No se preocupen, esto se va a poblar en menos de que cante un gallo —dijo José—. Para cuando tengamos nuestra casa terminada, van a ver, esto va a estar lleno de gente.

Mexicali en ese entonces empezaba a crecer a pasos pequeños, pero constantes, ya que cada vez llegaba más gente de otros estados con la mira de trabajar en los campos agrícolas de ese valle y eventualmente terminaba viviendo en esa pequeña ciudad. Otros llegaban allí con el objetivo de trabajar en el otro lado, en los Estados Unidos. A medida que esa afluencia de recién llegados inundaba esa pequeña pero efervescente zona fronteriza, ese crecimiento comenzó a devorar los campos de algodón circundantes, convirtiéndolos en colonias desprovistas de muchos servicios urbanos. Por alguna razón desconocida, el crecimiento tomó una dirección hacia el este, dejando explanadas de tierra despoblada por todos lados. La urbanización San Rafael estaba al este de la Colonia Nueva, un barrio de lujo con aceras, calles pavimentadas y con todos los servicios públicos necesarios. Allí vivía la mayoría de la gente rica de Mexicali.

Para ese entonces, cuando José, Tina y el resto de ese clan buscaban un terreno baldío, la Colonia San Rafael ya había sido dividida en dos colonias más pequeñas, la Cuauhtémoc Norte y la Cuauhtémoc Sur. Pero ellos no lo sabían. Tampoco estaban enterados de que las calles de ambos fraccionamientos tenían nombres de países y capitales de las Américas.

Los dos hijos más chicos, Heraclio y Francisco, también se quejaron del lugar, pero de nada les valió el reclamo, pues tanto la mamá como el papá estaban decididos a comprar un lote en esa colonia.

—Vale más que no digan nada más —les dijo la mamá.

Ya estaba cansada de tanta queja.

—Si logramos comprar un lote, lo vamos a llenar de árboles para que todos ustedes se la pasen en ellos chiroteando.

Después de ese comentario, todos se quedaron callados. Tina a veces no hablaba mucho, pero cuando lo hacía de cierta forma, era por algo, y era mejor que le hicieran caso.

Aunque buscaron la oficina de la inmobiliaria por todos lados, no la encontraron. Al no dar con indicio alguno de dónde informarse sobre la venta de esos terrenos, decidieron meterse al expendio de licores para preguntarle a esa gente sobre esas propiedades.

—Hay una pequeña caseta enseguida de la enlatadora de jugos Kerns, en donde les pueden informar sobre la venta de esos lotes —les dijo un hombre dentro del expendio.

Les explicó además que a veces el encargado se iba del lugar por varias horas, pero que eventualmente regresaba, pues ahí mismo dormía.

Después de agradecer la ayuda otorgada, todos se fueron rumbo a la caseta. Antes de llegar a la enlatadora se toparon con un almacén dedicado al proceso de pescado. Olía mal. Desde la calle se podían ver grandes cantidades de mariscos, de pescados de todos tamaños, todos metidos en grandes tinas repletas de hielo. Se quedaron allí por varios minutos. La curiosidad los había tentado. Miraron a los trabajadores pelar los grandes pescados y cortarlos en trozos, y después guardarlos en enormes charolas también atiborradas con hielo.

—Todo ese marisco lo traen de San Felipe —les dijo el papá.

José ya sabía de esa empacadora, pues en una ocasión casi fue a ella a pedir empleo, excepto que se arrepintió de hacerlo, ya que le habían advertido que los olores a pescado podrido que generalmente emanaban de ese lugar, eran inaguantables. Antes de llegar a la caseta también pasaron por la pequeña fábrica de jugos Kerns. A través de las puertas medio abiertas se podían ver las latas de jugos pasear encima de rodillos metálicos y ser llenados con un colorido líquido. Los cuatro niños se querían quedar allí para observar la constante procesión de latas, pero los papás no permitieron que lo hicieran, pues urgía investigar los costos y otros detalles relacionados con la venta de los lotes en esa colonia.

Tuvieron suerte al llegar al lugar indicado; el encargado de la caseta de ventas se encontraba presente. Casi todos los lotes tenían veinte metro de frente y cuarenta y cinco de fondo, les explicó. Los esquineros costaban más, pero el precio del resto era de novecientos pesos cada uno, un poco más de cien dólares al tipo de cambio de aquel entonces. La moneda americana estaba al ocho sesenta pesos por cada dólar. El encargado les mostró un plano en el cual estaban trazados todos los lotes disponibles. Ellos escogieron uno por la avenida Uruguay. El frente daba hacia el sur. Trataron de pagar por el terreno ahí mismo, pero el encargado les indicó que tenían que acudir al palacio de gobierno a cierta hora y encontrase en ese lugar con un representante de la empresa inmobiliaria, quien les ayudaría con los trámites de compra y registro de la propiedad. Pero para que no se preocuparan, el encargado tachó la dirección del lote escogido en el plano con el nombre «García García».

—Consideren que la venta ya está hecha —les dijo y les entregó un pedazo de papel que indicaba la ubicación y varios otros datos sobre la propiedad por tramitarse.

A pesar de la desilusión inicial al ver esa colonia desértica, un sentimiento de dicha empezó a inundar las mentes de tanto los hijos como los papás de esa familia al recibir ese papelito en el cual se indicaban datos sobre esa propiedad. Pronto, según esas ilusionadas mentes, iban a tener casa propia y un gran lote en donde hacer crecer árboles frutales y criar un montón de animales. Al pasar de nuevo por la enlatadora, ya no le hicieron caso a lo que ahí acontecía; tampoco les importó la pescadería. La atención y la conversación se enfocaba ahora en ese lote que pronto sería de ellos. Ya que no habían visto la propiedad en persona y solo sabían de su ubicación por medio de los datos grabados en un plano catastral, se imaginaban que iba ser igual que los otros lotes en la cercanía del expendio de licores y de esa vecindad.

El día siguiente, muy temprano, José y Tina se fueron al palacio de gobierno a tramitar la compra del lote. Él tenía poco de haber terminado su jornada de celador en La Jabonera y se sentía cansado, pero era imprescindible tramitar la compra lo más pronto posible. Poco después de llegar a la oficina catastral dieron con el encargado de la inmobiliaria. El trámite fue rápido, pues dicho representante tenía una conexión interna con uno de los empleados gubernamentales, lo cual permitía esa supuesta eficacia. Una vez cancelada la suma de novecientos pesos, se les entregó un recibo que indicaba la dirección exacta de la propiedad; estaban incluidos también las delineaciones catastrales del inmueble. El lote estaba ubicado en el número trescientos y tantos de la avenida Uruguay, colonia Cuauhtémoc Sur.

—Creía que el nombre de la colonia era la San Rafael —le dijo José al representante de la inmobiliaria.

—Así se llamaba antes cuando era un conjunto de ranchos —le contestó el encargado.

Le explicó además que la antigua colonia San Rafael se había dividido en dos partes, la Cuauhtémoc Norte y la Cuauhtémoc Sur.

José y Tina tenían ganas de ir a visitar la propiedad esa misma mañana, pero decidieron no hacerlo, pues a él lo mataba el sueño y era necesario que descansara. Dos días más tarde, sin embargo, se fueron todos a ver el lote poco después de que saliera José de su trabajo. Los cuatro hijos estaban desesperados por ver la propiedad, especialmente porque solo les quedaban pocos días de vacaciones de verano y después sería más difícil hacerlo. Pronto tendrían que regresar a clases y a sus respectivas escuelas.

El camión de pasajeros los dejó en la calzada Compuertas. De ahí tuvieron que caminar un poco más de tres cuadras hacia el sur y después al este para arribar a la propiedad. Estaba ubicada en la cercanía de una fábrica de café de marca Abarrotera. El aroma que se desprendía de ese grano al ser procesado se regaba por todas partes, incluso llegaba a ese lote baldío en donde eventualmente construirían su casa.

—Que bonito huele —comentó Tina.

A ella le gustaba mucho el café.

El comentario pasó por desapercibido, pues todos los demás parecían estar más que todo interesados en el terreno que se había comprado. El lote era enorme, pero también solitario. No existían casas ya construidas o ningún árbol a metros y metros a la redonda. Lo único edificado era la fábrica de café. Eso sí, había yerba por todos lados, más que todo montones de matas, de esa conocida como cachanilla.

—Sí que está sola esta colonia —dijo Ernesto—. Pero parece que vamos a seguir teniendo un barranco muy de cerca.

Como a media cuadra al sur de la propiedad corría de este a oeste un canal angosto con aguas negras.

—Sí, así es. Es que no podemos alejarnos de los buenos olores —comentó José en forma de broma.

Tina se echó a reír.

A corta distancia, al otro lado del canal, notaron la presencia de un pequeño edificio. Era la terminal del aeropuerto de Mexicali, les explicó el papá. Hacia el oeste, como a cuatro lotes de la propiedad, se encontraban dos hombres metidos en un lodazal. Estaban fabricando adobes. Desde lejos pudieron apreciar varias hileras de dichos ladrillos de barro acomodados sobre el suelo.

—¡Miren!, lo que están haciendo Francisco y Heraclio —exclamó Enriqueta.

Los dos hermanos menores estaban sacando coquitos de la tierra. Eran parte de la raíz del zacate silvestre, el cual crecía por doquier, pero más que todo en esos campos abandonados. El coquito era un tubérculo muy apreciado por los niños de aquellos tiempos, pues tenía buen sabor y además solo había que sacarlo de la tierra, limpiarlo y comerlo.

—¡A qué muchachos estos! —dijo la mamá y también ella se puso a escarbar y a extraer coquitos de ese suelo arenoso.

Le gustaban mucho esas raíces a Tina. Después siguieron la pauta José, Ernesto y Enriqueta y en unos pocos minutos lograron sacar entre todos docenas de esos tubérculos que aparentaban ser cocos en miniatura.

Una hora más tarde se regresaron en un camión de pasajeros a la casita en la avenida Lerdo. Estaban agotados, pues después de sacar coquitos decidieron inspeccionar otras propiedades y varias calles en esa colonia.

No tardaron mucho para llegar a casa, pero durante esa travesía tuvieron tiempo para platicar sobre cómo se diseñaría la vivienda que pronto construirían en esa propiedad. Iba ser así y asá, decía uno; tendría cinco recámaras y sería de bloque. Enriqueta la quería de ladrillo y con varios pasillos. Iban a plantar un montón de árboles frutales, dijo Ernesto y él lo iba a hacer solo, sin la ayuda de nadie. Los más chicos mencionaron que iban a criar conejos y gallinas y que iban a tener varios perros para que cuidaran la propiedad y los animales. Hablaban de una infinidad de planes.

José, sin embargo, ya tenía su plan propio. Se construiría algo económico, dentro de las posibilidades de un mesurado presupuesto, pero bien hecho. Le habían platicado unos amigos que las casas de adobe eran la mejor opción para contrarrestar los azotes de los calorones del verano. Ese tipo de casas, le dijeron, se mantenían frescas con la ayuda de un abanico rotativo enfriado con agua. Él ya había presupuestado el costo de la construcción, de acuerdo con lo deseado por él y su esposa. Según ese esquema, la casa tendría tres pequeñas recámaras y un cuarto grande que serviría de cocina, sala y comedor. Una de las recámaras sería para Enriqueta y la segunda para los tres varones. Él y Tina ocuparían la tercera. Debido a que no había agua potable todavía, ni drenaje para las aguas negras en esa colonia, iba ser necesario construir un excusado portátil y una fosa para guardar agua.

AUTOR: Pedro Chávez