EspañolLeyenda de Don JoséNovelas

La leyenda de don José, Capítulo 13

By January 1, 2022 No Comments

CAPÍTULO TRECE

Al fin consigue la añorada carreta

HABÍAN PASADO YA más de siete años desde aquel entonces cuando José investigó por vez primera sobre posibles fabricantes de carretas para ventas ambulantes y el costo de estas. José esperaba dar con la misma empresa, la que años atrás le había presentado un presupuesto aceptable. Se trataba de un pequeño taller en la avenida Carroceros, en la colonia Industrial, dedicado a la manufactura de remolques, barandillas para camiones de carga y otros artefactos, entre ellos carretas para vendedores ambulantes. Una mañana temprano, poco después de salir de su trabajo en La Jabonera, José se fue en busca del taller. Estaba esperanzado en que aún existiera, ya que le había gustado mucho la buena atención recibida durante esa inicial visita, pero también la aparente calidad de los artilugios que allí se fabricaban. Para su grata sorpresa, el taller seguía ubicado en la misma dirección y la persona que le había ayudado antes todavía trabajaba ahí.

—No sé si recuerdas que vine aquí hace siete años, creo yo, a investigar el costo de una carreta para vender frutas en la calle —le dijo José al dependiente.

—Claro que lo recuerdo —contestó el empleado del taller—. Tú te habías lesionado en tu trabajo y querías comprar una carreta y dedicarte a las ventas ambulantes.

José no podía creer que ese hombre se acordara de él después de tanto tiempo y más que todo que recordara lo relacionado con la lesión que había sufrido en la espalda.

—Tienes buena memoria —le dijo José al encargado y le explicó que esta vez estaba listo para comprar una carreta y pronto poder vender antojos en las calles de Mexicali.

Después de intercambiar las frases de rigor, José se enteró de que el costo de las carretas no había aumentado mucho, pero que los atributos de estas habían mejorado, más que todo las mecanizadas, como la que el quería. Se trataba de una especie de triciclo, dotado con una enorme canasta enfrente, encima de dos ruedas, y la mitad de una bicicleta detrás para impulsarla. Tenían ahora engranajes que las hacían más ligeras y amortiguadores que aguantaban mejor los hoyos y los baches que atiborraban muchas de las calles de ese pueblo cachanilla.

—Si te acuerdas, la última vez que estuviste aquí, el mundo estaba en guerra y la mayoría de los materiales metálicos no se encontraban disponibles —le explicó el encargado—. Todo eso se utilizaba en el esfuerzo bélico.

Añadió que ahora había muchos cojinetes y engranajes de calidad disponibles en el mercado, al igual que amortiguadores de primera clase para ayudar a resistir incluso el bache más malo. El encargado se rio al mencionar los baches. En aquel entonces había muchos en Mexicali, en las calles asfaltadas y en los caminos de tierra. Le recordó además a José que la carreta tardaría menos de dos semanas para fabricarse. Después de repasar todos los detalles de la factura y firmarla, José trató de dejar un anticipo, pero el empleado le dijo que no era necesario.

—Puedes pagarla cuando la recojas —le dijo—. Fío en ti. Se nota a leguas que eres hombre de confiar.

José le dio las gracias, le estrechó la mano y dijo que regresaría en una semana para echarle un ojo a la carreta.

—Estoy seguro de que va a quedar bien chula —dijo José—. Pero va a estar más chula cuando la traiga en la calle repleta de frutas y tortas.

—Eso es lo más seguro —comentó el encargado—. Nos vemos la semana próxima.

Una semana después José regresó al taller, así como lo había prometido. La carreta estaba casi terminada. Se sorprendió al notar lo avanzado que estaba su pedido. Aún se encontraba montada sobre pequeños gatos de metal, más que todo para facilitar su construcción. José la revisó de pies a cabeza, tocándole esto y lo otro. Se miraba fuerte y bien hecha, se dijo a sí mismo.

—Que bien se ve —le dijo al encargado del taller.

—Se va a ver mejor cuando la pintes y la llenes de fruta —le contestó el encargado en forma de broma.

Agregó que en dos días estaría terminada. Le explicó que solo faltaba construirle la vitrina, la que iría montada sobre la canasta en el frente de la carreta.

Tres días después José se la llevó a su casa. Conforme la pedaleaba hacia la colonia Cuauhtémoc, una sensación de orgullo y de logro inundó sus venas. Se sentía feliz y con ganas de gritarle a todo mundo que muy pronto se dedicaría a la venta ambulante de frutas y golosinas. Al llegar a su morada, la estacionó debajo del cobertizo de atrás. No había nadie en casa. Los hijos estaban en la escuela; su esposa había salido. A pesar de que le hubiera gustado esperar a que llegaran todos para mostrarles la carreta, José decidió que era mejor descansar y dormir por un rato, pues esa tarde tenía que trabajar en La Jabonera. Pero no descansó mucho. Menos de dos horas después lo despertó el bullicio creado por sus hijos, los cuales se asombraron al ver la carreta, pues José no les había dicho que ese día la traería. Todos la querían manejar y una vez que despertaron al papá así lo hicieron.

—¿Porqué no nos dijiste que la ibas a traer hoy? —le reclamó Enriqueta a su papá.

—Los quería sorprender.

En realidad, José no estaba seguro de que la carreta iba a estar lista ese día. Además, se había dicho a sí mismo que era mejor no hacer mucho alarde sobre el negocio ambulante, en caso de que las cosas no salieran bien.

A Enriqueta se le dificultó pedalearla. A pesar de los modernos engranajes que facilitaban el desplazamiento de la carreta, el camino de tierra restringía el avance ligero de la misma. Ernesto, sin embargo, la pedaleó y la manejó sin problema alguno. Él ya había crecido bastante y a los dieciséis años de edad era un hombre hecho y derecho.

—A la mejor a ti te va a tocar llevármela a las escuelas —le dijo el papá.

Estaba bromeando. Agregó que el siguiente fin de semana la pensaba pintar y que dentro de poco iba a empezar a vender sus productos, uno o dos días por semana, en las cercanías del palacio de gobierno. Poco después llegó la mamá a casa y también se sorprendió al ver la carreta.

—Está requete chula —dijo Tina conforme la observaba.

—Va a estar más chula este domingo cuando la pinte —contestó José.

—Qué lástima que no te voy a poder ayudar en las ventas —le dijo Ernesto a su papá, y explicó que dentro de tres semanas, una vez concluido el año escolar, se iría a trabajar con el papá de un compañero de la escuela secundaria.

—Es un ingeniero de Recursos Hidráulicos. Mi amigo le ayudó el verano pasado, pero no le va a poder ayudar este año, pues piensa asistir a clases de verano —agregó Ernesto.

Dijo también que el puesto sería como ayudante de topógrafo, por el cual recibiría un sueldo de casi veinte pesos por día. Tanto Tina como José se asombraron al escuchar la noticia. No lo podían creer. El hijo mayor iba a empezar a trabajar, y con el gobierno. Ninguno de los dos entendía qué involucraba eso de la topografía, pero estaban conscientes de que el puesto era bueno, pues iba a ser contratado por una institución federal. Ernesto no había dicho nada al respecto antes porque no estaba cien por ciento seguro de que fuera a conseguir ese empleo de verano, a pesar de que su compañero le había dicho que no se preocupara. Ese mismo día, sin embargo, le avisaron que se reportara en tres semanas al campamento de Irrigación.

—Ay hijo, cómo me siento orgullosa de ti —dijo Tina y trató de abrazarlo.

Él se esquivó; ya no le gustaba que lo abrazaran. Era algo que había mencionado antes en varias ocasiones.

—Gracias mamá; prometo compartir parte de mi sueldo con ustedes —dijo Ernesto.

—Yo también voy a trabajar durante las vacaciones —dijo Enriqueta.

Dos semanas antes ella había mencionado que iba a laborar en una botica de nombre San Rafael. El negocio estaba como a cuatro cuadras de distancia de su casa, hacia el oeste y el norte. Era un empleo de tiempo parcial que haría en el verano y el cual involucraría el servir conos de nieve, gaseosas y helados preparados al estilo americano. Le iban a pagar poco, pero para Enriqueta lo más importante era que se iba ganar su «dinerito», según ella, el cual pensaba ahorrar para cuando fuera a la escuela preparatoria en otro lugar del país.

—Ay que bueno, me da mucho gusto —le dijo Tina y le dio un abrazo a su hija.

La farmacia estaba a unas cuatro cuadras de su casa. Era una botica a la antigua, similar a las del otro lado de la frontera, con fuentes de soda y helados de diferentes sabores.

Antes de llegar al último año en la escuela secundaria Dieciocho de Mexicali, Ernesto y Enriqueta daban por hecho de que los dos se irían a otro lugar de la república a continuar sus estudios. Desafortunadamente, en el verano de mil novecientos cincuenta y uno, cuando ambos se preparaban para «sacarle jugo» a los puestos de trabajo de verano, todavía no existía escuela preparatoria alguna por esas tierras, a pesar de que se hablaba que pronto se fundaría una universidad estatal, la cual ofrecería todo lo necesario para que los estudiantes mexicalenses no tuvieran que abandonar el estado para seguir sus estudios.

Enriqueta mencionaba a cada rato que se iría a Morelia, Michoacán a estudiar. Ernesto decía que él se iría a la UNAM, a la capital mexicana. Ninguno de los dos mencionaba cómo iban a sufragar esos gastos, pero eso de irse era para ellos un hecho. José y Tina, sin embargo, nunca le dieron mucha importancia a esos decires, pues según ellos los dos hijos mayores no se irían. Ya habían logrado estudiar mucho más que lo imaginado, decían ellos, y el hecho que ambos estaban a un año de completar los estudios secundarios era ya, para ambos padres, un gran logro. Pero poco a poco esa percepción fue cambiando, más que todo cuando los dos hijos mayores empezaron a guardar todo lo ganado en una alcancía, supuestamente secreta y empotrada en un hueco medio escondido en una de las paredes de la casa. Conforme crecía el monto ahorrado, más hablaban los dos sobre las instituciones universitarias a las cuales irían en un cercano futuro. Fue tanta la habladera sobre esa incierta posteridad que eventualmente Tina dio por hecho lo que supuestamente ocurriría y se empezó a preocupar y a realizar que en menos de un año ya no tendría a esos dos hijos viviendo en el núcleo familiar. José se preocupó también, pero pronto se olvidó de ello. Él se imaginaba que ambos hijos estaban todavía muy chamacos para abandonar el nido familiar y que eso de irse a estudiar a un lugar lejano era puro cuento.

UN DÍA VIERNES, un poco después de haber pintado la carreta, José hizo la añorada incursión al mundo de las ventas ambulantes. Aunque se sentía cansado, ya que había trabajado como guardia la noche anterior, no le importó el agobio y con gran entusiasmo echó a andar su plan, más que todo porque se moría de ganas de encontrar el éxito en eso de los negocios. Además, no le tocaba trabajar esa noche, así que, según él, en la tarde descansaría. Tina le ayudó a abarrotar la carreta y entre los dos la llenaron con mil y un antojo. La atiborraron de mangos, naranjas, pepinos y varias jícamas. En la vitrina colocaron más de tres docenas de pan birote, el cual José usaría para confeccionar las tortas una vez que los esperados clientes las pidieran. En la hielera metieron los condimentos para ellas: tajadas de mortadela y queso, lechuga, tomate y un gran tarro de mayonesa. También guardaron ahí varias naranjas y pepinos ya pelados, para tenerlos listos en caso de que hubiera demasiada demanda. En una cajita de madera que José fabricó expresamente para ello, él colocó una gran salero y un tarro de chile en polvo. En una bolsa de papel guardó una buena cantidad de limones que usaría para rociar la fruta con ellos. Casi se le olvidaban los cocos, pues los había colgado en la parte de atrás de la casa, dentro de una malla, para que se mantuvieran en buen estado. Fue Tina quien se acordó de ellos. Tenía días de verlos allí, en ese patio.

Pensaban pelar dos de los cocos y meter las tajadas en agua, pero José desistió. Él lo haría después, dijo, una ves estacionado en el lugar previamente seleccionado para vender esos productos al público. Una vez cargada la carreta, José partió hacia su destino, la entrada principal del palacio de gobierno. Pensaba estacionarse en una arboleda en la cual otros vendedores ambulantes se concentraban para vender refrescos, todo tipo de comida y antojos, y juguetes para los niños. Al llegar al lugar, sin embargo, se llevó una triste y desalentadora sorpresa; los otros vendedores le dijeron que no podía estacionarse allí.

—¿Por qué no? —José preguntó.

—Ya somos muchos. Ya estamos completitos —le contestó uno de ellos.

Era el propietario de una vieja carreta de madera, con ruedas también de madera, pero con la base de estas forradas con hule extraído de llantas automotrices.

—Este es un lugar público; no tiene dueño —respondió José.

Estaba dispuesto a quedarse allí. Pero en eso apareció un policía quien reiteró lo que los vendedores ya le habían dicho: que no se podía quedar en ese lugar.

—Mire amigo —intervino uno de ellos—. Si se porta bien y no nos causa problemas, yo diría que dejaríamos que se estacionara en la sección de atrás del palacio.

El hombre que hizo la propuesta tenía una carreta en la cual se dispensaban tacos de caguama. José lo reconoció, pues en varias ocasiones le había comprado tacos. Era buena persona se dijo a sí mismo. También consideró lo propuesto. No tenía sentido crear conflictos con los otros vendedores, agregó.

—Está bien, entiendo, y gracias por dejar que me quede en el otro lado del edificio —dijo José y se marchó de ese lugar protegido por una frondosa arboleda de pinos salados.

La parte trasera del palacio de gobierno estaba pobremente salpicada con pequeños pinos; la mayoría de ellos se encontraban en la cercanía de una zona de diversión infantil con tres o cuatro columpios y dos resbaladeros. José se estacionó en la calle, no muy lejos de los juegos. No existía árbol alguno en todo ese lugar que lo protegiera a él o a su carreta de los inaguantables rayos solares. Sin embargo se quedó allí, esperanzado en tener buenas ventas. Desafortunadamente, no le iba bien. Para eso del mediodía había vendido muy poco; una que otra torta y un puñado de naranjas. Casi toda la fruta se encontraba intacta en la carreta. José trató como pudo para mantenerse positivo respecto a las perspectivas de venta, diciéndose a sí mismo en más de una ocasión que su suerte cambiaría pronto.

El tremendo calorón mexicalense, sin embargo, azotaba con abandono. Así eran esos días de verano en esa tierra. Él ya estaba acostumbrado al infernal tiempo, pero lo que más carcomía su positivismo era la falta de clientes. El lugar de juegos infantiles estaba básicamente desolado, ya que era un día entre semana, cuando los niños generalmente se encuentran en la escuela. Además, la calle tenía también poco tráfico pues la mayoría de la gente se concentraba en la entrada principal del palacio. No era buen lugar para las ventas, se dijo José a sí mismo. «Especialmente durante los días de semana», agregó. Pero pensó que los fines de semanas podrían ser buenos para vender en ese lugar.

Como a eso de las tres de la tarde pasó por allí uno de los vendedores que le habían negado la estadía debajo de la arboleda frente al palacio. Era un señor que se dedicaba a la venta de trozos de caña de azúcar. Ya había vendido todo el producto ese día y ahora iba camino a casa. Paró su carreta. Quería platicar con José, más que todo para disculparse y para aconsejarlo.

—Me llamo Manuel —le dijo—. No tomes a mal lo que sucedió esta mañana. Así es este negocio, es bien canijo.

José le dio la mano y le agradeció lo expresado.

—Esta chamba es difícil al principio, pero si no te rajas te puede ir bien.

Agregó que lo mejor era desplazarse por otros puntos de la ciudad y buscar suerte, especialmente con ese tipo de carreta mecanizada como la que José tenía. Le sugirió algunos lugares que podrían ser buenos, entre ellos el parque de los Niños Héroes en el centro de la ciudad, por la avenida Madero.

—Las escuelas son buenas también, pero la mayoría de ellas ya tienen hartos vendedores y te va a pasar lo mismo que aquí en el palacio —le explicó.

José le agradeció las sugerencias de nuevo y agregó que él no se iba a rajar. Que él iba a triunfar. Manuel se sonrió y le dio la mano de nuevo.

—Así se habla amigo —agregó.

—Oye, parece que te he visto antes. Creo que en la distribuidora de frutas, la que está por La Jabonera —le dijo José.

Manuel le explicó que allí compraba la caña, pero que no recordaba haberlo visto en ese lugar.

—Es que ahora solo trabajo allí de vez en cuando —agregó José—. Pero sí te recuerdo; aunque fue hace mucho tiempo cuando te llegué a ver en la distribuidora.

Después de que se despidieron José decidió abandonar los alrededores del palacio de gobierno, el punto estratégico que por mucho tiempo había considerado ser un gran lugar para lanzar sus ventas ambulantes. Aunque le había ido mal, trató como pudo para ahuyentar y borrar de su mente todo rasgo de negativismo, a pesar de que era difícil hacerlo mientras notaba la carreta llena de inventario. Rumbo a su casa se encontraban varios lugares donde se concentraba el público, se dijo a sí mismo. Uno de ellos era el mercado Zaragoza, en la colonia Nueva. Estaba seguro de que allí vendería toda su mercancía.

—Me va a ir bien —se dijo repetidamente—. Me va a ir bien.

Después de asegurarse de que toda la mercancía en la carreta estuviera bien protegida y afianzada, con grandes ganas, pedaleó la carreta hacia dicho mercado y esa colonia.

NO TARDÓ MUCHO José para arribar a la colonia Nueva. Conforme se acercaba a la iglesia del Perpetuo Socorro, notó que varias personas se congregaban en la entrada de la capilla, por lo cual decidió estacionar su carreta junto a ese centro religioso y probar suerte allí. «A la mejor aquí le pego», se dijo a sí mismo. Después de estar parado ahí por un buen rato, sin embargo, nadie se acercó a comprarle algo. Fue entonces que decidió que era mejor irse al mercado, así como lo había planteado antes. Cuando estaba a punto de marcharse, sin embargo, llegaron varias niñas a comprarle más que todo naranjas con chile. Una de ellas quería un pepino. José se puso feliz. Al fin le llegaban clientes. Sacó de la hielera las naranjas, las cuales ya estaban peladas, las roció con chile en polvo y se las dio a las niñas. Seguía feliz. En el transcurso de dos o tres minutos, había vendido cuatro naranjas y un pepino a veinte centavos cada uno. Se había ganado un peso. Desafortunadamente, no tuvo más ventas frente a esa iglesia. Una vez que se marcharon de allí aquellos que se encontraban en ese entorno, José hizo lo mismo y se fue hacia el mercado Zaragoza, el cual se encontraba a menos de dos cuadras de distancia. De nuevo esperaba tener suerte.

Dicho mercado era en realidad una enorme tienda de abarrotes, ubicada en la esquina sureste de la avenida del mismo nombre y la calle I. Era un buen punto, se dijo a sí mismo, pues allí llegaba mucha gente, por lo cual estaba seguro, de nuevo, que iba a vender gran parte de su mercancía en ese lugar. Pero no fue así. El sol todavía pegaba fuerte a esas horas de la tarde y el sofocante calorón seguía azotando sin misericordia. La gente salía apresurada de ese mercado y se metía a su auto con igual apremio o se iba caminando hacia su destino, casi corriendo. Durante las dos horas que estuvo allí estacionado, nadie llegó a su carreta a comprarle algo.

El desconsuelo lo martirizaba y el espíritu generalmente positivo de José se empezaba a desmoronar. Era ya tarde también y se sentía cansado, pues no había dormido por más de veinticuatro horas. Pero lo peor de todo era la falta de ventas. La mercancía seguía casi intacta y aquel sueño de vender frutas y golosinas en una carreta, que tardó nueve años para convertirse en realidad, estaba, según él, a punto de convertirse en un triste fracaso.

—¡Está canijo! —se dijo a sí mismo.

No podía creer lo sucedido, el no haber vendido ni siquiera un pepino durante las dos horas que había estado allí, junto a ese conocido y ocupado mercado. Eran casi las cinco de la tarde, además, y cada vez se sentía más cansado. Según él, era mejor irse a casa, ya que no existían muchas posibilidades de vender algo más. Así que se dirigió a su hogar, avanzando hacia el oriente por la avenida Zaragoza. Poco antes de llegar al bulevar Justo Sierra, una vía a un par de cuadras del supermercado, notó que había algún tipo de evento en la plaza de toros. Le sorprendió, ya que era un día laborable y la mayoría de ese tipo de actividades se celebraban los domingos. Encontrarse con una posible oportunidad de venta, sin embargo, lo alegró.

—Con suerte me va bien hoy después de todo —se dijo a sí mismo y sin mucho pensarlo estacionó su carreta cerca de la entrada de esa plaza taurina.

Se trataba de una charreada, alguien le dijo, que por una u otra razón se había programado en un día de semana. No había demasiada gente fuera de esa plaza, pero supuso que algunos acabarían saliendo por diferentes motivos. Eso es lo que él esperaba. También se dio cuenta de que no tendría mucha competencia, salvo un vendedor de elotes, alguien que vendía aguas frescas, y otros dos que vendían algo más. El calor de la tarde, afortunadamente, ya había disminuido un poco. Eso le dio más esperanzas. Para tratar de evitar una confrontación similar a la que tuvo en la entrada del edificio gubernamental, José colocó su carreta en un lugar alejado de los otros vendedores, bajo un pino salado que lo resguardaba con su sombra. Como a la media hora de haber llegado, puñados de espectadores salieron de la plaza durante el intermedio. La mayoría de ellos, parecía, andaban en busca de algo que beber, dirigiéndose al principio hacia la carreta con aguas frescas. Pero ese esquema pronto dio un giro que benefició a los otros vendedores ambulantes. Esa muchedumbre andaba también en busca de algo que comer. A José le compraron naranjas, pepinos, tajadas de jícama y casi todas las tortas que pudo preparar durante el corto tiempo que duró el intermedio. Estaba contento. En unos pocos minutos había vendido gran parte del inventario. Una vez que concluyó el entreacto, decidió irse a su casa. Era ya tarde y no aguantaba el sueño. Pero se sentía feliz, pues no le había ido tan mal en ese primer día de ventas ambulantes después de todo.

AUTOR: Pedro Chávez