CAPÍTULO CATORCE
No le fue tan mal después de todo
JOSÉ LLEGÓ A su casa un poco después de la hora de la cena. Le dijeron sus hijos que no lo habían esperado para comer porque no sabían cuándo iba a llegar. Él les dijo que no se preocuparan, que tampoco él sabía cuándo llegaría. Además, estaba a tiempo, agregó, y se sirvió un vaso leche. Tina le trajo la pieza de pan dulce que le había guardado. Era una concha. A José le encantaban las conchas, especialmente las oscuras. Todos sus hijos querían saber de todo sobre lo concerniente a las ventas de ese día, especialmente Francisco. Le preguntó que si habían quedado pepinos. Le gustaban mucho y se los comía con un montón de chile en polvo y bastante limón.
—Creo que sí quedaron pepinos, también jícama y varias naranjas —dijo José—. Me fue bien, pero también me fue mal y durante casi todo el día creí que me iba a ir peor.
Les pensaba contar con lujo de detalle sobre lo acontecido ese día, pero los muchachos lo dejaron con las palabras a punto de ser dichas. Los cuatro se fueron a la carreta a inspeccionarla y a buscar algo más que comer. Tina se quedó con él; le puso su mano sobre el hombro y le dijo que el día siguiente le contara lo sucedido.
—Tienes que dormir; me imagino que debes de estar bien cansado —le dijo ella.
—Así es, pero antes tengo que preparar la carreta para mañana, pues pienso salir a vender de nuevo —le explicó José.
Agregó que ya tenía un plan en mente y que le faltaba mucho que aprender acerca de ese negocio de vendedor ambulante. Minutos después limpió la carreta y guardó dentro de la casa toda la mercancía que no se había vendido. Se sentía agotado, pero el inesperado éxito obtenido durante la visita a la plaza de toros lo revitalizó y lo colmó de esperanza. Estaba seguro de que le iba a ir bien en ese negocio. Pero por ahora tenía que dormir y descansar, pues el siguiente día probaría suerte de nuevo, pero por menos horas, ya que le tocaba trabajar como celador en La Jabonera en la noche. Una vez en la cama, trató de pensar un poco y preparar en su mente el plan a seguir durante su segunda salida con esa carreta. Pero el cansancio lo traicionó y pronto se quedó dormido.
JOSÉ SE LANZÓ a la calle de nuevo a temprana hora del siguiente día. Le iría mejor, se dijo a sí mismo. Además, era un sábado y el principio del fin de semana. Al igual que el día anterior, la carreta iba repleta con todo tipo de frutas, algo de verdura, pan birote y todo lo necesario para preparar tortas de mortadela y queso. Se fue directamente al parquecito para niños en el lado este del palacio de gobierno. Se imaginó que habría más gente que la que hubo el día anterior, más que todo por ser día de asueto en las escuelas. Pero no fue así. Solo un puñado de adultos y unos pocos chamacos se encontraban en ese parque, casi todos concentrados en la cercanía de dos grandes pinos salados, junto a los columpios y los resbaladeros. El calorón endemoniado, típico de esos meses, ya estaba pegando duro. Después de permanecer allí por más de dos horas, José solo logró vender varias naranjas, dos o tres pepinos, y una torta. Si no se vendía mucho, él mismo se había advertido, se iría hacia el centro de la ciudad, específicamente a la terminal de camiones de transporte urbano, la cual estaba provisionalmente ubicada en el costado norte del parque de los Niños Héroes de Chapultepec. Mucha gente se concentraba en esa zona y estaba seguro de que allí sí le iría bien, pues de acuerdo con lo que le habían contado, era mucho el movimiento de gente en esa terminal de autobuses.
Era muy acertado lo dicho. Allí terminaban y empezaban sus rutas los camiones de pasajeros que se dirigían más que todo hacia las colonias en el este de la ciudad, también a la colonia Nueva, la Industrial, la Libertad y otros puntos en el centro y sur de Mexicali. Mientras esperaban la partida de los autobuses, los usuarios a menudo hacían sus pedidos a través de las ventanillas, y allí mismo les llevaban las chucherías los vendedores ambulantes. Paletas, elotes, pepinos, tajadas de jícama, refrescos. Hacía tiempo que José no visitaba esa terminal, pues él casi siempre se transportaba en bicicleta y generalmente viajaba en otras zonas de la ciudad.
Al llegar a su destino, José se asombró al ver tanto movimiento. No quería perder tiempo, así que de inmediato ubicó su carreta sobre la acera del parque, a un lado de la hilera de autobuses en la línea de espera. La colocó detrás de las otras carretas, las que ya se encontraban allí. Cuando estaba por acomodar la mercancía para la venta, un policía le dijo que no se podía quedar allí.
—¿Por qué no? —preguntó y agregó que por qué era que los otros vendedores sí se ubicaban en ese lugar.
—Solo se admite una cantidad limitada de vendedores —le explicó el policía—. Además, se requiere un permiso especial del gremio camionero para vender en esta parte de la banqueta, junto a los autobuses.
El gendarme añadió que podía vender su mercancía en cualquier otro lado, incluso en la calle, siempre y cuando no fuera junto a esa terminal. José obedeció y medio acomodó todo y se llevó la carreta al costado sur del parque. La estacionó sobre la acera de la avenida Madero. Desafortunadamente, no había nada de sombra, excepto por la que provenía de unas raquíticas palmeras que tenían poco de haber sido plantadas. Sin embargo, se quedó allí por bueno rato, esperanzado en vender algo. Pero ello no sucedió y eventualmente se fue un poco más hacia el oeste, cerca de la esquina, ya que notó que en la bocacalle había más tráfico peatonal.
Fue muy productivo el cambio de ubicación. Se empezó a vender la mercancía, más que todo porque José preparó tajadas de jícama y coco, pepinos, y naranjas y colocó todo en una gran charola para que se antojara. Solo faltaba que a cada cosa se les agregara limón y chile en polvo al gusto. Funcionó la estrategia. Fueron varios los antojadizos que pararon y le compraron algo. Tres horas después se tuvo que ir, pues le tocaba trabajar como guardia esa noche y no quería llegar tarde.
Al llegar a casa sacó cuentas y confirmó lo que ya temía, que las tortas no se vendían mucho. Las naranjas y los pepinos, sin embargo, tenían buena demanda. También se enteró de que le había ido bien económicamente hablando y que la ganancia del día casi llegaba a los veinte pesos. En la distribuidora de frutas solo ganaba diez pesos por jornada. El resultado lo alegró. Tenía ganas de decírselo a su esposa, pero no tuvo tiempo para hacerlo. Si no se iba a tiempo a su trabajo llegaría tarde, así que apresuradamente se comió una de las tortas que le habían quedado, se puso su uniforme y se fue en su bicicleta a La Jabonera.
La siguiente excursión con la carreta no iba a ocurrir sino hasta el viernes siguiente, pues su primer noche de descanso como guardia ocurriría ese día. Aunque se encontraba desesperado por probar suerte de nuevo, José aprovechó ese lapso para dormir y descansar bien y concebir un plan para incrementar las ventas. Para mediados de la semana, después de pensarlo detalladamente, concluyó que la estrategia a seguir sería no quedarse en un ningún lugar por mucho tiempo, excepto en casos de que tuviera buenas ventas en el mismo. El poder pedalear la carreta sin mucho esfuerzo y poder reubicarse fácilmente de un lugar a otro era una gran ventaja, razonó.
El viernes temprano hizo José su tercer intento de vendedor ambulante y de nuevo se fue de su casa con la carreta bien surtida. A pesar de la baja demanda que habían tenido las tortas, se llevó bastante pan birote y los ingredientes necesarios para preparar esos bocadillos. Les tenía mucha fe a esos emparedados a la mexicana, solo faltaba promocionarlos mejor, se dijo a sí mismo. Además, de acuerdo con sus cálculos, las tortas eran muy rentables.
Basado en la corta experiencia obtenida en la venta de su producto, José concibió una táctica que según él le ayudaría a vender más, no solo tortas, sino toda la mercancía. El día anterior le había pedido a su hija Enriqueta, quien tenía bella caligrafía, que le hiciera un pequeño rótulo con el siguiente mensaje: «A las tortas les ponemos aguacate». La hija se esmeró y en un pedazo de cartulina de color blanco y de tamaño carta, diseñó un atractivo anuncio. Las letras las escribió con tinta negra para que resaltaran. En el fondo del rótulo agregó pinceladas verduzcas delineadas con colores oscuros. Según Enriqueta, los brochazos representaban hojas en un huerto. A sus hermanos les gustó el diseño. El papá les explicó a todos que pensaba colocar el anuncio junto a una charola con aguacates para que a los transeúntes se les antojaran y compraran tortas. El plan funcionó y ese viernes José logró vender todo el inventario de esos bocadillos. Hubo gente, sin embargo, que solo quería comprar aguacates, pero él les explicó que no estaban a la venta, pues los traía para agregárselos a las tortas.
Además de darse cuenta de la efectividad del rótulo, José confirmó lo exitoso que resultó el no quedarse en ningún lugar por mucho tiempo. Después de permanecer por más o menos tres horas en varios puntos en la cercanía de la terminal de autobuses, se desplazó hacia la Chinesca, una zona que él había llegado a conocer con pericia al llegar a Mexicali. Tenía el presentimiento de que le iría bien allí y así fue. Fue en ese punto estratégico en donde se vendieron casi todas las tortas.
EL VERANO DE mil novecientos cincuenta y uno le ofreció a José múltiples oportunidades para aprender más sobre el negocio de las ventas ambulantes. Conforme salía con su carreta a vender antojos en sus días libres, poco a poco se fue dando cuenta de un montón de detalles que le sirvieron para tener más éxito en esa empresa. Además del valioso aprendizaje, descubrió también que ese tipo de ventas tenían un potencial de alta rentabilidad. Debido a esa alentadora situación, a finales del mes de septiembre, José decidió no trabajar más en la distribuidora de frutas, para poder dedicarle más tiempo a su negocio. Su plan era dejar también el empleo de guardia en La Jabonera, un año después, una vez que abriera sus puertas la nueva escuela primaria Presidente Alemán. Según él, dicho plantel educacional le iba a brindar una valiosa ubicación permanente a su carreta y a su prometedora empresa.
A Ernesto y Enriqueta también les fue bien ese verano. Los dos fueron remunerados favorablemente en sus empleos de temporada y además se divirtieron bastante realizando sus respectivas labores. Ernesto trabajó por casi tres meses como ayudante de topógrafo en las oficinas de Recursos Hidráulicos, mientras que Enriqueta laboró sirviendo nieves y bebidas en la botica San Rafael durante el receso de verano. Ernesto fue quien tuvo mejor ingreso, pero a Enriqueta no le fue tan mal, ya que además le ofrecieron empleo por las tardes durante el nuevo año escolar. Ambos ahorraron gran parte del pago recibido, según ellos, para sufragar sus gastos una vez que los dos partieran a otras tierras a continuar sus estudios. Ellos daban por hecho de que se irían a Morelia, Michoacán, una vez concluido ese último año de secundaria.
Tanto José como Tina aún se negaban a aceptar que en menos de un año Ernesto y Enriqueta se irían a estudiar lejos de Mexicali, pero conforme pasaban los días, las semanas y los meses y entre más se hablaba de esa salida a tierras michoacanas, los dos fueron aceptando el inminente abandono. Por otro lado, ambos se sentían orgullosos de los logros académicos que esos dos hijos seguían alcanzado en la secundaria Dieciocho. Ya habían ganado premios, primeros lugares, y otros tipos de reconocimientos en dicha escuela.
Los dos hijos menores también hablaban de seguirles los pasos a los dos mayores y al igual irse a estudiar a Morelia una vez concluida la educación secundaria, pero tanto sus papás como sus hermanos, Ernesto y Enriqueta, se reían de dichos comentarios, pues según ellos todavía les faltaban años para poder tomar ese paso.
LA ETAPA ENTRE el principio de clases del otoño de mil novecientos cincuenta y uno y el final de estas en el verano del año siguiente, fue una época emotiva para José y el resto de su familia. Los dos hijos mayores actuaban como adultos a pesar de la corta edad de ambos. Hablaban de carreras profesionales, de lugares que visitarían una vez reubicados en el estado de Michoacán, y de todo lo que según ellos trascendería en dichas tierras lejanas. Los dos más chicos los imitaban y también hablaban de lo mismo, de otras escuelas y otros rumbos. Tina, sin embargo, sufría al escuchar los comentarios, pues estaba segura de que pronto abandonarían el hogar Ernesto y Enriqueta. Por otro lado, la matriarca de esa familia encontraba consuelo en su trabajo de costura. Todavía tenía la máquina de cocer marca Singer que había comprado hacía ya ocho años. Fue en ese aparato de pedales y en esa etapa difícil que Tina logró confeccionar un sinnúmero de vestidos de alta costura y con una calidad que ni siquiera ella misma esperaba.
Por su parte, José encontró alivio en su negocio ambulante, probando diferentes estrategias para mejorar sus ventas y entreteniéndose, descifrando el significado de prometedoras imágenes creadas en su mente que auguraban buenos tiempos. Cuando pasaba por las calles de tierra que circundaban la futura escuela Presidente Alemán, se paraba allí por un rato y divisaba el edificio en construcción. Estacionaba su carreta casi siempre sobre la calle Buenos Aires, pues uno de los trabajadores le había dicho que además de la entrada principal, en ese lado habría un acceso a ese complejo escolar. El otro iba a estar sobre la avenida Panamá. Él prefería la calle Buenos Aires, más que todo porque creía que por ahí entraría la cantidad más grande de estudiantes. De acuerdo con sus cálculos, por ese punto, que lindaba el costado este de la escuela, entrarían los estudiantes provenientes del este, pero también de la colonia Cuauhtémoc Norte. Le gustaba observar también el progreso de dicha edificación. Para diciembre de ese año, gran parte del inmueble estaba terminado, especialmente el enladrillado. Solo faltaba que se finiquitaran los acabados internos, los campos de juego, y otros detalles, más que todo estéticos. Todavía no se colocaba el emblema esculpido en piedra, del águila y la serpiente, que eventualmente le agregaría un símbolo patriótico al frente de ese edificio. Al observar esa obra en etapa de construcción, José estaba seguro de que pronto plantaría su carreta junto a ese complejo educativo.
LA ÉPOCA NAVIDEÑA de ese año, al igual que en recientes ocasiones, se celebró con regocijo pero también con nostalgia. Entre todos decoraron un pequeño árbol con luces, bolitas distintivas, pelo de ángel y escarcha. Nadie esperaba regalos, incluso los más pequeños. Pero sí los hubo. Era una costumbre americanizada que se había importado del país del norte, más que todo en esa región que colindaba con los Estados Unidos. Aparte del esperado alborozo causado por la ocasión festiva, lo que más se comentaba tenía que ver con la inminente partida de los dos hijos mayores, quienes se irían a estudiar a otra ciudad. También se hablaba de navidades pasadas, de las que les traían gratos recuerdos y anécdotas imborrables, y casi todas celebradas en la pequeña casita entre el barranco y la avenida Lerdo. Curiosamente, nadie hizo hincapié sobre la primera Navidad vivida en Mexicali. Parecía que la habían borrado de sus memorias. Hacía ya nueve años desde aquel día cuando todos ellos pasaron la noche del veinticuatro en las afueras de la cantina y taquería El Tenampa, acosados por el frío y el hambre.
Conforme se celebraba la presente velada de Nochebuena, Ernesto mencionó que tenía ganas de tomar champurrado, igualito al que hacía doña Soledad. Hacía tiempo que no se confeccionaba esa bebida en ese hogar, más que todo porque Tina se quejaba que no le quedaba bien, y por lo cual dejó de tratar de hacerlo. Esa noche, sin embargo, decidió complacer a Ernesto y dijo que se prepararía con la ayuda de todos. Enriqueta tostó el maíz en la sartén, mientras que los más pequeños majaron el grano en un molino de mano. La mamá se encargó del resto. Al estar batiendo la olla en donde se cocinaba el champurrado, sin esperarlo, un achaque de sentimentalismo la traicionó y se le salieron las lágrimas. Se había puesto a pensar en doña Soledad y en su inesperada muerte a causa del devastador incendio. Recordó igualmente su modo servicial y sincero de ser y la mano amiga que les extendió cuando ellos pasaban por momentos difíciles.
LOS PRIMEROS SEIS meses del año mil novecientos cincuenta y dos transcurrieron con desoladora ligereza en ese hogar. El tiempo voló para varios de ellos, principalmente porque se acercaba la graduación de secundaria de Ernesto y Enriqueta. Además de tener que estudiar noche tras noche para pasar las materias de ese año y poder graduarse de la secundaria, los dos tenían que tramitar todo lo necesario para que los aceptaran en la escuela preparatoria en Morelia. Tina pasó ese tiempo también bastante ocupada. Aunque se afligía por la inaplazable partida de sus dos hijos mayores, se mantenía enfocada en sus deberes de costura. Tenía varios pedidos de atuendos que elaborar, casi todos relacionados con ocasiones festivas de primavera y de verano, para bodas, bautismos, y graduaciones. Pero también tenía que enfocarse en la confección de atractivos atuendos para la ceremonia de graduación de sus dos hijos. A ellos les dio prioridad. A Ernesto le hizo un elegante traje completo, elaborado con el más fino casimir que pudo encontrar en esos alrededores. A Enriqueta le diseñó un embelesador vestido blanco, frugal pero con rasgos de opulencia, con olanes de tul y diminutas piedras brillantes incrustadas en estratégicos lugares de esa prenda.
Antes de que llegara el fin del mes de mayo, Tina había terminado de coser y confeccionar todos los pedidos y la ropa de sus hijos, incluso para los más pequeños, quienes también querían lucir lujosos atuendos durante la graduación de los hermanos mayores. A José le confeccionó una camisa guayabera, ya que él se opuso rotundamente a ponerse traje completo, no solo por el calorón que azota a esas tierras en los meses de verano, sino porque, según él, eso de andar con saco y corbata era para gente importante.
La noche de la ceremonia de graduación fue un momento especial para toda esa familia. Además de recibir el prestigioso diploma de secundaria, ambos hijos fueron premiados por sus logros académicos. Enriqueta obtuvo las calificaciones más altas de esa clase; Ernesto obtuvo el segundo lugar, pero también fue honrado por su éxito en el equipo de béisbol y por su estelar desempeño como lanzador en dicho deporte. Tanto a José como a Tina los abarrotaba el orgullo al ver a sus dos hijos en el foro del salón de actos de la secundaria Dieciocho, conforme eran venerados con bellas y halagadoras palabras. Los dos hermanos menores fueron también partícipes de ese orgullo y por meses y años después de ese reconocimiento, repetidamente mencionaban los logros de Ernesto y Enriqueta.
Una vez terminada la ceremonia oficial, los dos hijos agraciados participaron en los requeridos valses y después se inmiscuyeron en el vaivén de la ocasión, bailando y platicando con amigos y compañeros de escuela hasta altas horas de la noche. El resto de la familia se fue a casa. Una vez allí, al sentirse protegida por la intimidad y la privacidad, Tina se echó a llorar. No aguantó más, pues no lograba aceptar que muy pronto Ernesto y Enriqueta dejarían ese hogar.
AUTOR: Pedro Chávez