CAPÍTULO QUINCE
Los hijos mayores se van de casa
ESOS PRIMEROS MESES del año también transcurrieron con rapidez para José. Las ventas ambulantes mejoraban con el pasar del tiempo y también la rentabilidad de estas. En los pocos días que se dedicaba a dicha empresa, había logrado generosas ganancias. Esos dividendos, que se agregaban provisionalmente al resto de los ahorros de esa familia, estaban ya programados para sufragar los gastos educacionales de los dos hijos mayores. Eso creían ellos, tanto José como Tina. Pero la realidad terminó siendo otra.
Pocos días después de la ceremonia de graduación de secundaria, Ernesto y Enriqueta anunciaron que se irían a Morelia antes de lo pensado, pues a los dos les habían hecho ofertas de empleo en esa ciudad. Aunque los puestos eran solo para los meses de verano, existía la posibilidad de que se convirtieran en plazas permanentes y era por esa razón más que todo que tenían que irse a esa ciudad lo más pronto posible. Unos excompañeros de la secundaria Dieciocho que ya estudiaban en Morelia, les habían conseguido los puestos de empleo. Tina no podía creer que sus hijos se marcharían tan pronto. Aunque trató de disuadirlos y convencerlos de que cambiaran la fecha de partida, no tuvo éxito alguno.
—Nos tenemos que ir ya para no perder esa oportunidad —explicó Ernesto.
Agregó que ese tipo de trabajo les ayudaría a sufragar con soltura los gastos personales y escolares.
—¿Cómo van a poder trabajar una vez que empiecen las clases? —preguntó José.
—Vamos a tener la opción de asistir a la escuela por la tarde y por la noche —respondió Enriqueta.
Explicó también que muchos estudiantes trabajaban para poder costear sus gastos, por lo cual existía flexibilidad en los horarios.
Antes de que los dos se marcharan a esas tierras, José les comunicó que Tina y él habían previamente acordado darles una mensualidad para costear los gastos de ambos y que no era necesario que trabajaran, pues era más importante que se concentraran en sus estudios.
—Los estudios vienen primero —repitió.
—No se preocupen por nosotros —explicó Enriqueta—. Por mi parte prefiero trabajar y yo misma sufragar mis gastos y no ser una carga de nadie.
Agregó que ambos habían combinado los ingresos recibidos el verano anterior y pensaban usarlos para colegiaturas, albergue y otros gastos personales.
Tina insistió en darles el dinero que ya les tenían guardado para esos gastos, pero tanto Ernesto como Enriqueta se negaron a aceptarlo.
—Mamá, ya nos han dado mucho —dijo Ernesto.
La noche anterior de la partida, la familia completa cenó en casa. Fue una comida sencilla: chilaquiles, frijoles de la olla, pan dulce y agua fresca de cebada. Aunque Enriqueta aún desdeñaba las labores culinarias, le ayudó a su mamá en la preparación de los chilaquiles. Ernesto y los más chicos tostaron y molieron la cebada y después la mezclaron con agua. José trató de ayudar, pero no lo dejaron que lo hiciera. Su hija le dijo que descansara. Sin embargo, él prefirió mantenerse ocupado, abasteciendo su carreta, más que todo para olvidarse de que el día siguiente se irían esos dos hijos del nido. A pesar de que él estaba seguro de que ambos retoños iban a triunfar en esas tierras lejanas, la inminente partida de los dos no dejaba de agobiarlo. Una vez servida la comida, José se reunió con los demás y en lugar de mostrar su desencanto, convirtió su angustia en muestras de positivismo.
—Les deseo lo mejor de lo mejor —les dijo José a sus hijos durante la cena.
A muy temprana hora de la mañana siguiente, todos en esa familia salieron rumbo a la estación ferrocarrilera. Estaba ubicada en el centro del pueblo. Los dos viajeros llevaban poco equipaje. Tina les preparó comida para el viaje y la metió en una lonchera que ella misma había elaborado. Era una lata de metal rectangular, cuyo uso original tenía otro objetivo. La forró meticulosamente con telas multicolores y en uno de sus lados bordó la palabra «Mexicali». Era para que no se olvidaran de su pueblo y de su gente, les explicó.
—Para que recuerden que por estos lares hay mucha gente que los quiere —agregó.
Se despidieron, se dieron abrazos, lloraron, y una vez sonados los últimos pitidos del conductor, se subieron al tren. Iban rumbo a Benjamín Hill, en el estado de Sonora. Allí les tocaba trasbordar a otro tren que los llevaría a otros puntos en donde también cambiarían de línea ferrocarrilera, hasta llegar a Michoacán. Los asientos eran de madera, no muy cómodos, pues iban en segunda clase. Sin embargo, dicha incomodidad no los afectaba del todo, mucho menos la emoción que enardecía a esos dos hermanos. Estaban ansiosos por llegar a su destino, a Morelia, y pronto poder asistir a la escuela preparatoria en esas tierras. Se encontraban además deseosos de vivir en otros rumbos y poder seguir estudiando. Aunque estaban todavía chamacos, los dos soñaban con conocer lo desconocido y vivir la vida con arrojo y empeño.
Una vez que les apretó el hambre, Enriqueta abrió la lonchera que la mamá les había elaborado y buscó allí algo que comer. Sacó dos tacos hechos con tortillas de harina, papa y carne molida. Estaban ya fríos, pero se miraban ricos, según ella. Le dio uno a su hermano; Enriqueta se quedó con el otro. Una vez consumidos los tacos, abrió de nuevo la lonchera en busca de algo más que comer, pues todavía la acosaba el hambre. Mientras hurgaba en el portaviandas, Enriqueta descubrió que se encontraba dentro de él un monedero. Era de terciopelo, de un color azul oscuro. Lo extrajo de inmediato y lo abrió. Estaba segura de que dentro de esa carterita encontraría dinero. Y así fue. Estaba repleta de billetes. «Para que no pasen malos ratos por falta de dinero», decía una pequeña nota. Eran dos mil pesos. Un montón de dinero. Enriqueta le mostró el monedero y la nota a su hermano.
—¡A que mi mamá! —exclamó Ernesto—. Como la quiero.
LAS PRIMERAS SEMANAS del verano de mil novecientos cincuenta y dos fueron de suma tristeza para Tina y José debido a la ausencia de los dos hijos mayores. Aunque poco a poco se fueron acostumbrando a la desgarradora separación, el vacío creado por la partida de Ernesto y Enriqueta se sentía en todos los rincones de esa casa. Tina fue la más afectada. A menudo su juicio la traicionaba, hasta el punto de hacerla escuchar las voces de esos hijos ausentes. En múltiples ocasiones llegó ella a pensar que ellos habían regresado, solo para después tener que aceptar la triste realidad y admitir que las voces escuchadas eran creadas por los delirios engendrados en lo más agobiado de su imaginación. A José le sucedía algo parecido ya que era repetidamente atestado con engaños, también imaginados por lo mucho pensar en esos hijos y por las travesuras que la mente a veces le juega al ser humano. En varias ocasiones, según él, les diría esto o lo otro a Ernesto y a Enriqueta, cuando los dos regresaran de la escuela. Se le olvidaba que ya se habían ido a otras tierras. Una vez comprobado el error, José se echaba a reír.
—A que menso soy —se decía a sí mismo.
Con el pasar de los días y las semanas, sin embargo, José logró dejar atrás esos desvaríos y enfocar su mente en detalles urgentes, como por ejemplo la pronta apertura de la escuela Presidente Alemán y su plan de encontrar un lugar permanente para ubicar su carreta en uno de los costados de ese edificio y allí venderles tortas, frutas y otros antojos a los futuros alumnos de dicho centro educativo. Estaba seguro de que la entrada en el lado este de esa escuela iba a ser el mejor punto en el cual colocar su carreta. También se preocupaba por la inexorable e inevitable necesidad de renunciar al puesto de guardia en La Jabonera una vez que se dedicara en forma permanente a su negocio de ventas ambulantes. A pesar de que se había demostrado a sí mismo que dicho negocio era mucho más rentable que el trabajar para otros, el solo pensar en que ya pronto no tendría una remuneración segura, lo hacía sudar la gota gorda.
Poco antes de que se iniciaran las clases en esa nueva escuela en la colonia Cuauhtémoc, José y Tina fueron informados de que uno de ellos dos tenía que viajar a Morelia a firmar ciertos documentos legales relacionados con la inscripción en la preparatoria de Ernesto y Enriqueta, ya que ambos eran menores de edad. Después de recibir un permiso de La Jabonera, José y Tina se fueron juntos a Morelia, ya que ella no quería ir sola. Fue un viaje corto, pero de gran regocijo, más que todo para ella, ya que se moría de ganas por ver a esos dos hijos que ya tenían más de dos de haberse ido del nido familiar. Quería además conocer el lugar en donde ahora esos dos hijos vivían. Lo peor de todo fue la despedida. Aunque lo hizo en forma discreta, Tina lloró a cántaros de nuevo, no solo en Michoacán sino conforme viajaban ella y José rumbo a Mexicali. Aunque él disfrutó el viaje también y la oportunidad de ver a sus hijos, le urgía regresar lo más pronto posible, antes de que empezaran las clases en la nueva escuela, la Presidente Alemán, y no perderse la oportunidad de ser uno de los primeros vendedores ambulantes que ubicaran sus carretas junto a ese centro educacional. Lo bueno de todo fue que arribaron a casa una semana antes de que llegara esa ansiada fecha.
La construcción del edificio de la escuela estaba ya terminada. Solo faltaban pequeños detalles por finiquitar en su alrededor, más que todo plantar las zonas verdes, remover escombros de los campos de tierra en la sección oeste de la propiedad y acabar de construir la cerca. Era una obra de dos plantas, construida con ladrillo de un color rojizo oscuro. Los pisos eran de loza fina y las paredes estaban forradas con pequeños adoquines barnizados. La estructura estaba también abarrotada de columnas, las cuales le brindaban un toque romano al inmueble. La entrada principal era amplia y lujosa, con gigantescas puertas que muy pronto darían la bienvenida a estudiantes, maestros, padres de familia y otros visitantes. A pocos pasos de la entrada se encontraban las oficinas directivas y un enorme pasillo que daba al resto del inmueble. En un rincón de ese espacio estaba ubicado un teléfono público gratuito que podía ser usado por cualquier persona que lo necesitara. En el segundo piso se encontraba un enorme salón de actos, con suficientes butacas para darle cupo a todos los niños y niñas de las colonias Cuauhtémoc Norte y Sur que asistieran a ese centro escolar. Frente al edificio, en la pared del lado izquierdo y en lo alto, lucía un relieve labrado en piedra con la imagen de la tradicional águila y la serpiente. En el lado derecho de esa estructura se encontraban varias ventanas artesanales construidas con adoquines de cristal. No cabe duda, la flamante escuela Presidente Alemán ostentaba exuberantes rasgos de riqueza, entre ellos múltiples columnas y amplios pasillos. Aunque se trataba más bien de una obra arquitectónica supuestamente moderna pero sencilla, el inmueble destacaba lo contrario. En cierta forma, la escuela lucía los alardes de un majestuoso palacio, de un Taj Mahal, incrustado en una colonia humilde con casas de adobe, calles de tierra y varios lotes baldíos.
Se había anunciado que habría dos turnos en esa institución, uno matutino y el otro vespertino, ya que eran demasiados los estudiantes que se habían inscrito para ese año escolar. El turno de la mañana conservaría el nombre de Presidente Alemán; al de la tarde se le llamaría Centro Escolar Revolución. Josefina Quiroz Loya fue nombrada directora del primero; Noé de la Peña Hernández dirigiría el otro. Aunque estaba anteriormente proyectado que el profesor Erasmo Pérez y Pérez sería el director de ese plantel educativo, la muerte se le adelantó y no logró él disfrutar de dicho honor ni de estrenar tan lujoso edificio, ya que falleció en un accidente automovilístico poco antes de que se terminara de construir el inmueble. Así que le tocó a su esposa, a la ahora viuda de Pérez y Pérez, dirigir uno de los turnos de esa escuela.
Una vez empezadas las clases, la directora Josefina Quiroz demostró sus cualidades parlanchinas y en cierto modo se convirtió en el centro de atención de esa vecindad, ya que era bien gritona. Lo hacía desde un rincón de su oficina. En lugar de andar metida en quehaceres educacionales más importantes, la directora de esa nueva escuela gastaba las horas pegada a un micrófono conectado a ruidosos altoparlantes. El fastidioso borlote irrumpía la paz y el silencio a más de un kilómetro a la redonda. Lo hacía todas las mañanas de los días escolares. Gritaba, corregía a los niños, se enojaba con propios y ajenos, pero más que todo decía mil disparates, casi siempre dirigidos a los estudiantes que se preparaban para entrar a sus clases o que jugaban en los campos de esa escuela durante las horas de recreo.
AUTOR: Pedro Chávez