CAPÍTULO DIECISÉIS
Un vil presidente y sus cuarenta ladrones
ENTRE LAS CONDICIONES exigidas por mi amigo, el que me contó todos los pormenores de este relato, se encuentra el incluir significativos datos sobre el expresidente Miguel Alemán Valdés, quien ordenó construir esa escuela primaria en la colonia Cuauhtémoc durante su mandato, y la cual llevó su nombre por varias décadas. Lo que mi amigo me dijo no tiene nada de adulador hacia ese expresidente, pues más bien lo pinta como estafador y como un vil ratero. Antes de publicar lo que aquí pronto sigue, yo practiqué la debida diligencia para cerciorarme de que las acusaciones hechas por mi compañero tenían validez. Después de investigar con dedicación y recelo sobre la veracidad de lo expresado, me di cuenta de que era cierto todo lo que ese camarada me había dicho.
Resulta que ese presidente, Miguel Alemán Valdés, se enriqueció a cuestas del pueblo, algo que a simple vista no tiene mucho de raro ya que nuestra historia está repleta de similares políticos ladrones. Excepto que Alemán robó a lo descarado y fue el primero en la época moderna en hacerlo así, sin importarle que lo descubrieran. Durante su mandato de seis años, de mil novecientos cuarenta y seis al cincuenta y dos, le quitó a nuestro México hasta los calzones. Entre él y las otras ratas allegadas a él le sacaron hasta el último cinco a las arcas del tesoro nacional. Para seguir funcionando como país, México se vio obligado a acudir a bancos extranjeros y pedir prestado, solo para que gran parte de ese dinero adicional terminara en las manos de Alemán y «sus cuarenta ladrones». Conforme se pagaba esa deuda externa, el peso se devaluó tres veces, perdiendo casi un cincuenta por ciento del valor que tenía antes de que empezara su sexenio.
No cabe duda, Alemán mandó construir montones de proyectos, por ejemplo, la ciudad universitaria en la capital del país, carreteras, escuelas, puentes, pero de cada proyecto que se construía, él y sus cuates sacaban sus tajadas monetarias de los mismos, y fue así como todos esos hijos mal paridos se enriquecieron a lo loco. Algo más que me contó mi amigo fue que Miguel Alemán le ponía su nombre a todo, si se podía, y fue así como esa nueva escuela en la colonia Cuauhtémoc Sur terminó llamándose Presidente Alemán. Entre paréntesis, mucho antes de que se edificara ese complejo escolar, un puñado de maestros impartía clases debajo de enramadas ubicadas en lo que se conocía entonces como la colonia San Rafael. Esa austera escuela era oficialmente conocida como Centro Escolar Revolución, pero popularmente como «Las ramaditas». El plan inicial de esos maestros era mantener el mismo nombre una vez que se mudaran a un verdadero inmueble. Pero no fue así. Les ganó el tiro el presidente de la república.
Les voy a confesar algo. Al comentar sobre ese latrocinio por parte de los supuestos representantes de nuestro pueblo, se me hirvió la sangre y como consecuencia se me quitaron las ganas de seguir contando lo que mi amigo me exigió decir. Pero ya que le di mi palabra a él y le dije que lo haría, que lo contaría todo, pues eso haré. Incluso sobre ese descarado desfalco de los bienes del pueblo. Pero escribiré sobre ese tema más adelante, en otros capítulos que quedan por escribir. Para no seguir pasando corajes en estos momentos, ya que tengo que contarles ciertos detalles que trascendieron en el primer día de clases de la escuela Presidente Alemán, más que todo de pormenores relacionados con los vendedores ambulantes.
Desde muy tempranito, José colocó su carreta junto a la entrada del costado este de la escuela. Fue el primero en hacerlo en ese punto estratégico. Después llegaron otros. Aunque un puñado de vendedores optó por colocar sus carretas también en la entrada del lado sur, la gran mayoría de las carretas se ubicaron en frente de la entrada principal de ese edificio, un sitio entonces saturado de padres de familia cuyos nombres de sus hijos, por razones no mencionadas, no se encontraban en ninguna de las listas de estudiantes. Fue una mañana de locos, tanto para los adultos y los niños que esperaban en las afueras de esa escuela, como para los vendedores ambulantes, quienes no se daban abasto con tanta demanda de sus productos. Para eso del mediodía, muchas de las carretas se habían quedado vacías. La de José fue una de ellas. Lo primero que se le agotó fue la fruta; después siguieron los pepinos con chile y limón, y luego las tortas. José no lo podía creer. Su primer día de ventas en esa escuela había sido un total éxito. Era temprano y pensó en ir a su casa y reabastecerse de mercancía, pero no lo hizo, ya que le iba tomar mucho tiempo para efectuar dicha faena. Además, se sentía cansado. El interminable trajín de esa mañana lo había agotado por completo.
Las ventas del segundo día de clases no fueron tan buenas para José como las del día anterior, pero tampoco le fue mal. No vendió toda la mercancía, pero tuvo buena ganancia. El resultado confirmó también lo que él ya se había imaginado: que en esa escuela le iría bien. Desde muy temprano situó su carreta de nuevo en esa entrada del lado este, en el mismo lugar del primer día. Mucho antes de que empezaran a llegar los estudiantes se puso a pelar la fruta y a guardarla dentro de la vitrina. Preparó también varias tortas, vaticinando que habría varios clientes para ellas a esas horas del día. Y así fue. Pronto vendió todas las tortas ya preparadas, por lo cual tuvo que alistar muchas más. Resultó que los clientes que las compraban no eran solo los estudiantes, sino también otras gentes que por allí pasaban rumbo a sus trabajos.
Ese segundo día de clases fue también significativo, más que todo por lo perpetrado por la directora del turno matutino, doña Josefina Quiroz viuda de Pérez y Pérez. Una vez que se dio cuenta de que varios vendedores ambulantes habían postrado sus carretas en el mero frente de esa escuela, la directora les dijo que se tenían que ir de allí. Ellos protestaron y con pocas palabras le dijeron que la calle era pública y que no tenían que irse de dicho lugar. Sin mucho pensarlo y sin importarle lo expresado por los vendedores, doña Josefina agarró su micrófono y a través de ese aparato los amenazó y repitió que tenían que abandonar ese lugar y que si no lo hacían llamaría a la policía para que los desalojaran de ese recinto. Todo mundo, a miles de metros a la redonda, se dio cuenta de lo dicho y a los pobres vendedores ambulantes no les quedó otra más que obedecer. Poco a poco desalojaron esa entrada principal y «con la cola entre las patas» ubicaron sus carretas en otros lugares menos rentables.
A José le causó risa lo ocurrido. No podía creer que la directora de esa flamante escuela fuera tan prepotente y taruga. Pero el suceso también le brindó valiosa información. Se dio cuenta de que esa señora gritona era de armas tomar.
LA AUSENCIA DE los dos hijos mayores seguía causando dolor en ese hogar de los García García, pero la persona mayormente afectada seguía siendo Tina, quien a diario pensaba en ellos. También soñaba con ellos y escuchaba sus voces, y día tras día sentía la presencia de ambos retoños por todos los rincones de esa casa. Su subconsciente a veces la traicionaba y a Tina se le olvidaba que esos dos hijos se habían ido a Michoacán. En una ocasión corrió hacia el cuarto de Enriqueta, según ella, para que se despertara antes de que se le hiciera tarde para irse a la escuela. Al abrir la puerta de esa recámara se dio cuenta del engaño y se echó a llorar. Posteriormente, ocurrieron similares sucesos que al igual le causaron estragos. Pero con el pasar de los meses se fue aliviando de su mal. Le ayudó mucho el recibir cartas de los dos hijos, contándole a ella una infinidad de pormenores que acontecían en Morelia, en sus empleos y en la nueva escuela. Desafortunadamente, conforme fue pasando el tiempo, las cartas empezaron a llegar con menos frecuencia, especialmente las de Ernesto. Tina las guardaba todas, en un lugar muy personal, y cuando la angustia causada por ese alejamiento desgarrador era inaguantable, se ponía a leer las cartas viejas. Las leía casi todas de nuevo. Eso la ayudaba un poco.
A José también le seguía afectando la ausencia de esos dos hijos, pero poco a poco se fue acostumbrando a no tenerlos más en ese hogar. Eventualmente aceptó que esa separación era necesaria, ya que en el Mexicali de ese entonces no existía escuela alguna en la cual pudieran continuar sus carreras profesionales. Además, se sentía muy orgulloso de ellos, no solo por el hecho de querer seguir estudiando, sino por la madurez y la fortaleza que tanto Ernesto como Enriqueta ya demostraban, a pesar de sus cortas edades. Antes de irse de casa, por ejemplo, los dos hijos manifestaron, de acuerdo con lo que José notó, estar preparados para enfrentar y resolver con sabiduría las dificultades que a menudo se cruzan en el camino de la vida. Lo que más le impresionó a José fue que ambos rehusaran la ayuda financiera que Tina y él ya tenían contemplada. Aunque al principio le dolió que rechazaran el apoyo, y lo tomó arrogante desaire, al final de cuentas vio lo sucedido como muestra contundente de que los dos estaban listos para sufragar sus propios gastos, tanto personales como de la escuela.
Con el fin de tratar de curar su angustia y ver a Ernesto y Enriqueta de nuevo, Tina decidió visitarlos en Morelia en el mes de octubre. Iría por dos semanas, dijo. José no podía acompañarla, pues era inconveniente abandonar su trabajo de vendedor ambulante durante esos meses de clases. Él le pidió que se esperara hasta el interludio de clases de Navidad y Año Nuevo, pero ella ya no se aguantaba más, dijo, e insistió en ir en ese mes de octubre.
Una vez llegada la fecha, Tina se fue en tren y en menos de dos días llegó a su destino. Al arribar a Morelia no los reconoció. En el término de unos meses sus dos hijos mayores habían cambiado bastante. Ernesto era ya un hombre hecho y derecho; Enriqueta, a pesar de todavía ser una quinceañera, mostraba el comportamiento de una mujer de mucho más edad y de una persona bien centrada. Hablaba con certeza y con un singular don de mando, y además se desprendía de ella un sentido de noble ascendencia y grandeza.
Una vez juntos, sin embargo, las inesperadas peculiaridades causadas por la edad y por el cambio de ambiente, temporalmente se disiparon y todos celebraron la reunión a la antigua, como los niños y la mamá que los tres fueron cuando ellos vivían en la colonia Cuauhtémoc. Platicaron, recordaron, cantaron, comieron, y pasearon por todos lados. Tina conoció iglesias, la catedral, la universidad y las empedradas calles de Morelia. Pero la visitante también los ayudó a su manera y como buena mamá limpió sus cuartos, les preparó manjares, y los apapachó. Pero todo lo bueno llega a su final y una vez llegado el momento de regresarse, Tina lloró de nuevo, allí mismo, en el tren, y una vez en casa. Aunque ellos prometieron viajar a Mexicali durante las vacaciones de Navidad, una vez llegada dicha fecha, los planes cambiaron y no pudieron cumplir lo prometido.
LOS DOS HIJOS más chicos a cada rato mencionaban que se irían a Morelia también, una vez que se graduaran de la secundaria Dieciocho. Francisco, el menor, cursaba el primer año; Heraclio estaba en segundo. Esos decires de esos hijos le causaban angustia adicional a Tina. Les decía que estaban locos, que ellos se quedarían allí con sus padres por buen rato, y que no anduvieran hablando tarugadas. Agregaba que Mexicali, de acuerdo con los rumores, pronto tendría una escuela preparatoria y que no iba ser necesario que se fueran a otros pueblos para seguir estudiando. Tina tenía razón, en ese entonces se hablaba de fundar una universidad estatal y también de varias escuelas preparatorias, en Tijuana, Mexicali, y Ensenada. Tina le prendía velitas todas las noches a su santo preferido, a San Judas Tadeo, para que ese rumor sobre la creación de una escuela preparatoria se convirtiera en realidad.
José, por su parte, se mantenía muy ocupado. Llevaba su carreta muy temprano a la escuela Presidente Alemán todos los días de clases. El sábado se iba al centro del pueblo. Los domingos descansaba, aunque dedicaba varias horas trabajando en el jardín de la casa y en otros detalles relacionados con esa vivienda. Sin embargo, generalmente le quedaba tiempo libre, más que todo el domingo, un día que supuestamente era de ocio. Y fue en uno de esos días de descanso que se le ocurrió hacer algo que al principio le había parecido una locura. Le entraron ganas de comprar un lote baldío y construir en él apartamentos para el alquiler. Pensó en ello al notar que el vecino de atrás había construido varios cuartos de renta junto a su casa. Pronto los alquiló todos. Le pareció bueno el negocio y pensó que él podría hacer lo mismo, pero en un lote por separado, con solo apartamentos, con un parquecito y baños para los inquilinos. Aunque le pareció una insensatez la primera vez que se le ocurrió el negocio, una vez que lo pensó bien, cambió de parecer y entre más lo ponderaba, más le apetecía la idea de invertir en apartamentos de alquiler. Una vez que se sintiera seguro de la rentabilidad del negocio, se dijo a sí mismo, lo consultaría con su esposa.
AUTOR: Pedro Chávez