CAPÍTULO DIECISIETE
Un negocio ambulante rentable
DESPUÉS DE MÁS de tres meses de vender frutas y otros antojos junto a la nueva escuela, José no podía creer lo bien que hasta esa fecha le había ido. El negocio resultó ser increíblemente rentable en ese lugar, con ganancias inesperadamente abundantes. Además de estar ubicado en un punto estratégico y ventajoso, hubo otros factores que influyeron en dichos resultados. Uno de ellos tenía que ver con el esmero que José le entregaba a su negocio. Como se dice popularmente, «trabajaba como un burro». Pero usaba la cabeza también. Para no andar echando carreras en los momentos cuando había más demanda de sus productos, José cortaba y preparaba la fruta, más que todo la jícama y los pepinos por anticipado. Eso le ayudaba a vender más unidades en esos momentos de ajetreo. Pero el más importante factor que fomentaba ese éxito en su negocio tenía que ver con la grata disposición que José siempre brindaba a sus clientes. Se reía con ellos y los saludaba con un pegajoso afecto. Muchos de ellos se lo pagaban con creces y solo le compraban a él.
Conforme pasaba el tiempo y la rentabilidad proporcionada por las ventas en la carreta ambulante, él se confirmaba a sí mismo una y otra vez que la idea de construir apartamentos de alquiler se miraba cada día más factible. «Es una buena inversión», se decía José a menudo. Además, tenía la solvencia económica para hacerlo. Él y Tina gastaban poco y ahorraban mucho. La alcancía secreta, la que ahora estaba enterrada debajo del piso de la recámara principal de esa nueva casa, no tenía cupo para más. Pero José todavía no se animaba a proponérselo a Tina. No la quería molestar con «sus disparates», según él. Aunque en realidad, más bien no lo hacía porque no estaba un ciento por ciento seguro de que fuera bueno tomar ese paso sin pensarlo bien. Él seguía siendo el mismo de antes; le costaba mucho tomar decisiones, especialmente financieras.
Tina seguía cada vez más ocupada con pedidos de costura. Pero a pesar de ello logró hacer un viaje inesperado a Morelia y de nuevo visitar a su dos hijos mayores, ya que ellos no pudieron ir a Mexicali durante las vacaciones de Navidad como lo habían previamente planeado. Y como dice el dicho, «Si la montaña no viene a ti, ve tú a la montaña», así que poco después de mediados de diciembre, Tina y sus dos hijos menores se fueron a tierras michoacanas a pasar las fiestas de fin de año con Ernesto y Enriqueta. José no pudo ir, por diferentes razones, pero más bien porque no quería dejar la casa sola ni tampoco descuidar el arca secreta de ahorros, ya que no tenía a nadie de confianza que le pudiera echar ojo a esa propiedad.
Una vez entrado el mes de enero, las prioridades tanto de José como de Tina tuvieron un giro inesperado. A ella se le había acumulado el trabajo de costura y no se daba abasto. Pensó en contratar a una asistente para que le ayudara, pero desistió en hacerlo, ya que las costureras que ella conocía no tenían la experiencia o la capacidad para confeccionar ropa con acabados tan finos. Tina tenía ya tiempo de dedicarse a esa línea de ropa fina, la cual era muy rentable, pero requería no solo destreza y creatividad por parte de la costurera, sino también la pericia para «no meter la pata», como decimos los cachanillas. Así que no le quedó otra a esa pobre mujer, más que trabajar día y noche hasta ponerse al corriente.
En el caso de José, el giro imprevisto fue causado por las torrenciales lluvias que sin previo aviso a veces azotan a Mexicali, un lugar desértico donde poco llueve, pero cuando eso sucede, el agua generalmente cae a cántaros y de vez en cuando también a mares. Uno de esos aguaceros hostigó a ese poblado uno de los primeros días del año mil novecientos cincuenta y tres, una vez que ya estaban de regreso a clases los estudiantes de esa escuela, después del receso navideño. Como a las once de la mañana llegó la tormenta. Afortunadamente, los estudiantes estaban metidos en sus salones de clase y fue desde esas guaridas que les tocó observar la inclemente tempestad que por casi dos horas dejó sentir su furia, inundando las calles de tierra de esa y otras colonias. A los vendedores ambulantes les fue mal; el diluvio los sorprendió y no les dio tiempo para buscar en dónde meterse. Algunos de ellos trataron de tapar las carretas con lonas, pero de nada sirvió el intento ya que tanto la lluvia como los vientos que la acompañaban pegaban con fuerza y saña huracanada. Buscaban árboles o refugios tapados en donde esconderse, pero nada encontraron. La vegetación era todavía joven y recién plantada junto a esa estructura y también en las calles circunvecinas. Lo único que les quedaba era meterse al campo de la escuela y refugiarse en los pasillos del inmueble. Y fue eso lo que eventualmente hicieron. Tuvieron suerte que no los trató de correr de ese escondite la directora del turno matutino Josefina Quiroz. De seguro la invadió un soplo de compasión hacia esos seres desventurados, cuyos atuendos se encontraban totalmente empapados. Así que allí se quedaron los vendedores, con todo y carretas, hasta que pasó la tormenta.
«Después vino lo bueno», como dicen. Las calles se encontraban completamente inundadas e irreconocibles, cubiertas con aguas que llegaban a casi medio metro de altura. No se notaban, incluso, las demarcaciones de esas vías ni se sabía en dónde terminaba la calle o en dónde empezaba la acera. Una vez que evacuaron los pasillos de la escuela y salieron a la intemperie, a José y a los otros vendedores no les quedó otra más de que buscar senderos seguros por los cuales propulsar sus carretas atiborradas con frutas y otros antojos, algunos mojados, otros arruinados. Sabían que a un lado del cerco encontrarían las aceras, transitoriamente encubiertas y escondidas por el agua, así que por allí empujaron sus carruajes y en esos recintos también se estacionaron para tratar de vender algo más y medio salvar el día. Cabe mencionar que a pesar del inclemente frío que les llegaba hasta los huesos a esos desafortunados mercaderes, todos se quedaron allí en las aceras inundadas de la escuela, esperanzados en tener mejor fortuna en el turno de la tarde.
Además de la empapada y de las carreras que tuvo que pegar José para tratar de proteger su mercancía, el aguacero causó otros estragos. Se le arruinaron todas las tortas, pues se abrió la puertita de la vitrina en donde se encontraban y se metió el agua y las mojó todas. También se mojaron las tajadas de coco y de jícama que tenía listas para la venta, al igual que algunas naranjas que estaban ya peladas. Pensó en irse a su casa, pero prefirió quedarse por un par de horas más allí, ya que el nivel del agua en las calles seguía alto y se le iba a dificultar navegar por esas vías que más bien parecían ríos. Una vez contemplada la calamidad ocurrida y con el fin de acatar el sabio mensaje de un dicho que reza, «Al mal tiempo buena cara», José decidió limpiar bien la carreta, secándola toda y extrayendo hasta la última gota de agua que se había alojado en ella.
Desafortunadamente, a veces una mala racha sigue a otra y para eso de las dos de la tarde se anunció que se habían cancelado las clases del turno vespertino, ya que la mayoría de los estudiantes no pudieron llegar a la escuela a causa de las inundaciones. José se echó a reír; no le quedó otra. Pero esa risa que se desprendía desde lo más profundo de su alma venía mezclada con rasgos de dolor y desesperanza. Poco después empezó a recoger todo para guardarlo apropiadamente dentro de la carreta. Pero se tomó su tiempo.
«No hay prisa», se dijo a sí mismo.
Además, quería esperar a que bajaran más las aguas. Los otros vendedores, sin embargo, se fueron de inmediato y pronto se les vio empujando sus carretas por los puntos más altos en esos senderos. Algunos se quedaban atascados momentáneamente, pero con fuerza bruta y la ayuda de otros, pronto se libraban de esos atolladeros.
Una hora después, cuando José estaba por irse del lugar, llegaron varios niños interesados en comprar esto y lo otro. Estaban todos mojados pero se miraban contentos. Debido a la cancelación de clases, habían aprovechado la oportunidad para zambullirse y jugar en esas albercas formadas por la lluvia. No les importó el frío, pero sí les caló el hambre y fue por ello que acudieron a comprar algo en esa carreta, la única que quedaba en esos lares. José se sorprendió, pero con presteza los atendió. Después llegaron otros chamacos y luego otros, todos buscando lo mismo, algo que comer. Fue tanta la demanda que en menos de una hora se le acabó toda la existencia, incluso una naranja que por gran rato había estado extraviada en el fondo de la carreta. Una vez cerrado el changarro, como lo llamaba él, José se fue a su casa. El nivel del agua en las calles ya no estaba tan alto.
A pesar de que después de todo le fue bien ese día, el infortunio causado por la tormenta afectó negativamente la disposición empresarial de José. Se dio cuenta de que ese negocio no siempre iba a ser un lecho de rosas y en cierta forma se alegró de no haberle propuesto lo de los apartamentos a su esposa.
«Hay que pensarlo bien», se dijo a sí mismo.
POR MESES, JOSÉ seguía pensando sobre la posible inversión en apartamentos de alquiler, pero aún no se lo proponía a Tina, ya que quería «darle tiempo al tiempo», como dicen, y además confirmar que le iba a seguir yendo bien en su negocio ambulante. Una vez entrado el mes de abril, sin embargo, decidió platicar con su esposa sobre el asunto, más que todo porque quedaban pocos lotes baldíos en esa colonia. Además, estaba convencido de que una vez que se construyera el inmueble y se alquilaran todas las viviendas, la inversión les brindaría una fuente adicional de ingresos.
—Es buen negocio —le dijo a su esposa.
Aunque José esperaba una respuesta negativa por parte de Tina, a ella le pareció genial la inversión.
—Estoy de acuerdo; me encantaría que construyéramos apartamentos de alquiler —le contestó, y agregó que en dicho inmueble podrían vivir los dos hijos mayores, cuando regresaran de la universidad.
—Bueno, si te parece bien, hay que ir buscando un lote para el proyecto —le dijo José.
—Sería importante que estuviera cerca de nosotros para poder echarle ojo —sugirió Tina.
Unos días después José empezó la búsqueda de propiedades a la venta, más que todo de aquellas que se encontraran cercanas al lugar en donde ellos vivían. Pero pronto se dio cuenta de que ya no había lotes baldíos disponibles en esa colonia. Ya se habían vendido todos. Se lo platicó a su esposa y entre los dos decidieron que una buena alternativa sería comprarlo en la colonia Pro-Hogar, en una de sus varias secciones, un desarrollo urbano al sureste de la colonia Cuauhtémoc. El fin de la semana siguiente los dos se lanzaron en búsqueda de un lote en esa zona. Encontraron varias propiedades, pero la que más les gustó fue una cercana al aeropuerto, no muy lejos de la ruta de los autobuses. No costaba mucho y pronto decidieron adquirirla.
Una vez consumida la compra del terreno, José se fue en busca del maestro de obras que les había construido la casa, al señor Miguel Domínguez. No dio con él, pero sí con sus antiguos vecinos que sabían de su paradero. Le contaron que se había regresado a Sinaloa, ya que su esposa no aguantaba los calorones que azotaban a Mexicali durante el verano. Habían heredado además una pequeña parcela cerca de Guasave, una ciudad cercana a la costa de dicho estado. De acuerdo con lo que también le informaron los vecinos, don Miguel pensaba dedicarse a la agricultura y olvidarse de la albañilería. La noticia entristeció a José, pues le agradaba mucho la forma de trabajar de ese señor. Pero después recapacitó y se dijo a sí mismo que posiblemente iba a ser más propicio contratar a una empresa con experiencia en la construcción de proyectos más grandes, como los de apartamentos.
Tuvo suerte y pronto encontró una constructora pequeña que sin embargo tenía un amplio historial edificando ese tipo de proyectos. Más bien tropezó con ella. Estaba en ese entonces erigiendo una tiendita de abarrotes en la colonia Cuauhtémoc. Después de explicarle todos los pormenores del proyecto al propietario de dicha constructora, y una vez acordado el costo de este, José y Tina contrataron a esa empresa para que construyera los apartamentos.
Pero no fue sino hasta el mes de agosto cuando se empezó a construir el proyecto, ya que primero tenían que terminar todos los acabados en la obra anterior. Tina trató como pudo para convencer a Ernesto y a Enriqueta a que vinieran a Mexicali a presenciar el empiezo del proyecto, pero los dos dijeron que era imposible estar allí, por diferentes razones, pero más que todo porque estaba por iniciar el nuevo año escolar. A Tina le entristeció la respuesta, pero entendió. Además, tenía poco de verlos. Los había visitado durante las vacaciones escolares de verano. Los dos hijos menores habían ido con ella.
El complejo de apartamentos, de acuerdo con el plan concebido, tendría ocho viviendas, seis en un lado y dos en el otro. En el centro del lote, en el costado con menos viviendas, se ubicarían los baños y los retretes para el uso de todos los inquilinos y además un pequeño parque conectado a todos esos apartamentos y construido sobre una enorme fosa séptica con capacidad para aguantar la demanda de tanto usuario. En ese entonces no existían sistemas de drenaje de aguas negras en ninguna de esas nuevas colonias, excepto en las urbanizaciones de gentes más pudientes, como por ejemplo, en Villa Fontana. Al maestro de obras le gustó el diseño y lo consideró como algo bueno para los inquilinos de esas viviendas. Pero debido a esos detalles adicionales, el costo de la construcción sobrepasó el monto proyectado inicialmente. Sin embargo, Tina y José decidieron seguir adelante con el plan. El complejo iba a ser muy acogedor y cómodo para los que vivieran allí, se dijeron a sí mismos. Eran detalles que diferenciarían al lugar, agregaron, y que además les brindarían la oportunidad de cobrar más por cada uno de esos locales. La empresa tardó más de seis meses en terminar la obra, pero para ese entonces Tina y José ya habían logrado conseguir inquilinos para todos los apartamentos.
Una vez terminado el proyecto, «quedó requete chulo», como decimos en Mexicali, especialmente después de que José y sus dos hijos menores plantaron varias palmeras datileras en el pequeño parque. Sembraron también varias parras junto a un armazón de más de dos metros de altura para que las vides se treparan eventualmente sobre él y ofrecieran sombra adicional durante el verano, además de uvas.
Tina y José le habían pedido al maestro de obras que no dijera que eran ellos los dueños del complejo. Tenían sus razones para querer mantener la identidad de los propietarios en anonimato. Le explicaron que preferían decir que ellos eran solo los encargados.
—Es que no quiero batallar para colectar las rentas —dijo José—. Pues pienso advertirles a todos los inquilinos que el dueño no da prórrogas.
—Lo entiendo, lo entiendo bien —dijo el maestro de obras—. Me parece muy bien.
José le había comentado a su esposa antes de lanzar el proyecto que él no tenía el don para negarle nada a nadie, no solo prórrogas en los pagos de alquiler, sino para tener que desalojar a inquilino alguno si ello fuera necesario. Era por esa razón que prefería decirles de antemano a futuros inquilinos que él era solo el encargado. La mentira piadosa funcionó y José nunca tuvo que desalojar a nadie o tener que esperar más de lo normal para que le pagaran el alquiler mensual. Recogía dichos pagos el primer día del mes o antes, en casos cuando los inquilinos iban a estar ausentes en dicho día. La estrategia funcionó.
El complejo se abrió oficialmente el primero de abril de mil novecientos cincuenta y cuatro, aunque casi todos los arrendatarios se habían mudado a sus apartamentos durante la última semana de marzo. Tina, José, y los dos hijos menores (Heraclio y Francisco) estuvieron presentes durante la tarde de ese día, más que todo para darles una grata y oficial bienvenida a los inquilinos. Era un día especial para todos ellos. Los verdores emanados por la primavera estaban también presentes, al igual que un puñado de niños que corrían por todos lados y entablaban a la vez nuevas amistades. José se sentía feliz y afortunado. Para Tina, sin embargo, el evento resultó agridulce. Aunque celebraba la buena fortuna de su familia, la acongojaba la ausencia de sus dos hijos mayores, de Ernesto y Enriqueta. A pesar de haberlos visto recientemente durante una visita relámpago a Morelia antes del fin del año anterior, presentía que nunca se iban a regresar a Mexicali y que jamás llegarían a vivir en esos apartamentos como ella lo deseaba. Era solo una corazonada, pero era también una especie de indicio que la preocupó la última vez que los visitó. Los había notado cambiados y acostumbrados a vivir lejos del resto de la familia. También los notó contentos. Estaba casi segura de que esos dos hijos no regresarían a Mexicali. Presentía que los dos eventualmente harían sus nidos en otras tierras.
Poco más de dos semanas de haber inaugurado el complejo de apartamentos, el país mexicano sufrió otra imprevista y dolorosa devaluación de su moneda. De la noche a la mañana el peso perdió casi una tercera parte de su valor y su paridad con la moneda americana se disparó del 8.65 al 12.50 pesos por dólar. Sucedió el 17 de abril de ese año, un día después del viernes santo, en el mero sábado de gloria, cuando los bancos estaban cerrados. El golpe fue duro para casi todos los mexicanos, pero mucho más para aquellos que vivían en zonas fronterizas como la de Mexicali, gente que hacía muchas de sus compras en el lado americano. De un día para otro, sus dineros solo valían dos terceras partes del valor de antes.
A Tina y José les afectó el descalabro, pero no tanto como podría haber sido, ya que gran parte de sus ahorros se habían utilizado para la construcción de los apartamentos, una inversión que resultó ser inmune a las tasas de cambio. Además, aunque una parte de los ahorros que les habían quedado fueron afectados por la devaluación porque los tenían guardados en moneda mexicana, la mayoría del otro dinero se salvó. Ese lo tenían enterrado en una caja de metal repleta de monedas de un dólar cada una y de los Estados Unidos. En cierta forma les fue bien, pero no corrió la misma suerte el resto del pueblo. Los precios se dispararon, excepto los salarios. El pueblo sufrió. El gobierno le echó la culpa a la falta de reservas nacionales, pero la cruda realidad fue otra. El sexenio anterior, el del presidente Miguel Alemán, había dejado a México en la calle. Alemán y todas sus ratas habían barrido con todo.
La devaluación del peso mexicano sirvió de buena lección para José y Tina; se dieron cuenta de lo provechoso que era invertir en bienes raíces, como por ejemplo los apartamentos. También aprendieron que era importante mantener los ahorros en moneda americana. Y fue por esa razón que menos de un año después de la inesperada devaluación, pensaron en abrir una cuenta de ahorros en dólares en el otro lado, en la ciudad de Calexico. Pero al final de cuentas no lo hicieron. Se arrepintieron y prefirieron seguir guardando su dinero en el escondite de siempre. Es que todavía desconfiaban de los bancos. Además, no tenían tiempo para andar haciendo trámites bancarios en esas fechas, pues se aproximaba la graduación de la preparatoria de Ernesto y Enriqueta. Iba a ocurrir a mediados de junio, en Morelia, días después de que Heraclio se graduara de la secundaria Dieciocho en Mexicali. El viaje a Michoacán lo harían los cuatro, José, Tina y los dos más chicos. Ese era el plan. Pero antes de hacerlo había que encontrar a una persona de confianza que se encargara del mantenimiento de los apartamentos y de cuidar la casa durante esa ausencia.
José tuvo suerte y poco antes de que terminara el mes de abril contrató a una persona no solo para esos quehaceres provisionales, sino para que a largo plazo se encargara del mantenimiento del complejo de viviendas. Venía recomendado por el maestro de obras que había construido el proyecto. Al principio, José no pensaba tener que contratar a persona alguna para cuidar los campos verdes y mantener en buen estado el conjunto de viviendas de alquiler, ya que quería hacer ese trabajo él mismo. Pero a la hora de la hora se dio cuenta de que era demasiado trajín para él, más que todo porque seguía involucrado en su otro negocio, el de las ventas ambulantes.
El hombre contratado para dichas labores resultó ser muy valioso. Sabía de todo. Además de entender bien de jardinería, «se la jugaba», como dicen, en cuestiones de carpintería, de plomería y de un montón de otros oficios relacionados con el mantenimiento de inmuebles. Era de avanzada edad, pero todavía mostraba ligereza y una innata propensión para «no dejar para mañana lo que se podía hacer hoy». Su nombre de pila era Ramón Miranda Trejo, pero era más bien conocido como don Ramón. Conforme lo fue tratando, José se dijo a sí mismo que don Ramón «le había caído del cielo».
Ya para fines del mes de mayo, el nuevo ayudante se encontraba bien acoplado en su trabajo, por lo cual José pudo irse a Morelia sin preocupación alguna. Se fueron en el tren los cuatro, un día después de asistir a la ceremonia de graduación de secundaria de Heraclio. Al igual que Ernesto y Enriqueta, ese hermano del medio recibió excelentes calificaciones. Los maestros lo felicitaron y le auguraron grandes éxitos en sus subsecuentes estudios y en su vida profesional. Tanto José como Tina demostraron su orgullo al escuchar tan alentadoras felicitaciones y a la vez les dieron gracias a varios maestros por haber ayudado a su hijo. Pero por otro lado, a Tina de nuevo la invadía la tristeza, ya que Heraclio también se pensaba ir a estudiar a Morelia. En Mexicali se hablaba de ofrecer estudios de preparatoria durante el otoño de ese año, pero el asunto no era todavía seguro.
El viaje a Morelia, sin embargo, llenó a Tina de esperanza y de optimismo. Pronto miraría de nuevo a sus hijos mayores y disfrutaría de la estadía en esa ciudad michoacana. Ella pensaba quedarse allí por todo un mes. José solo se podía quedar por una semana. El tren era de esos antiguos que hacían mucho ruido, con asientos de madera. Como en viajes anteriores, se fueron en segunda clase. Pero el trayecto fue placentero. Disfrutaron el paisaje, comieron, platicaron y también durmieron. Cambiaron de trenes varias veces y un día después de la salida llegaron a Morelia. Se sentían cansados. Ernesto y Enriqueta los estaban esperando en la estación. Cuando vieron a sus padres y a sus hermanos, corrieron hacia ellos. Después de darse efusivos abrazos, todos se fueron al lugar en donde los dos hijos mayores vivían. Estaban todos contentos.
AUTOR: Pedro Chávez