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La leyenda de don José, Capítulo 18

By March 6, 2022 No Comments

CAPÍTULO DIECIOCHO

Graduación de la escuela preparatoria

GRADUARSE DE LA preparatoria no significaba gran cosa para Enriqueta o para Ernesto. Se trataba de un simple peldaño que se tenía que escalar para poder estudiar sus carreras universitarias. Para Tina y para José, sin embargo, el logro era grande. Ambos se sentían orgullosos de ello y lo mencionaban a cada rato.

—Nunca me imaginé que llegarían tan lejos en eso de los estudios —dijo Tina la mañana del día de la graduación oficial.

Ernesto y Enriqueta solo se sonrieron mientras disfrutaban el desayuno en familia en el pequeño apartamento en Morelia.

—A mí también me va a tocar venir a estudiar aquí —mencionó Heraclio.

Pero faltaban por lo menos dos años más para que ello sucediera, si es que sucedía del todo. Antes de partir hacia Morelia para presenciar la graduación de los dos hijos mayores, se había anunciado que ya era un hecho, que en septiembre abriría sus puertas la escuela preparatoria de Mexicali; solo faltaba definir el inmueble en el cual se impartirían las clases. Fue una mala noticia para Heraclio ya que él estaba casi seguro de que no se quedaría en su pueblo y que para septiembre estaría asistiendo a los estudios de preparatoria en tierras michoacanas.

—Ay, hijo, ¿para qué tanto apuro? —dijo Tina y se sonrió.

La confirmación de que para el año escolar 1954-55 se darían cátedras de preparatoria en Mexicali, había sido un milagro caído del cielo, según Tina. «Solo falta que también abra sus puertas la universidad», se dijo a sí misma, ya que al igual se había mencionado que pronto se ofrecerían un número limitado de carreras profesionales en la recién nombrada UABC, la Universidad Autónoma de Baja California.

Como a eso de las once de la mañana se fueron todos hacia el salón de actos en el cual se iba a celebrar la graduación. Estaba ubicado en el campus de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Aunque todos ellos ya habían estado en esos antiguos solares dedicados a la enseñanza, cuando Ernesto y Enriqueta estaban por empezar sus estudios de preparatoria en ese lugar, la actual caminata fue diferente. Ya no fue de sorpresa y de asombro, sino de solemnidad y de pompa, más que todo para Tina y José. En ambos se traslucían rasgos de contento y agradecimiento. No era para menos. Los dos hijos mayores estaban por graduarse de una de las escuelas de ese centro de estudios y lo harían con honores, ya que tanto Ernesto como Enriqueta habían recibido las más altas calificaciones posibles. Enriqueta de nuevo obtuvo el primer lugar; su hermano Ernesto se ganó el segundo. Ambos, además, continuarían sus estudios en esa prestigiosa universidad cuyas raíces datan a los tiempos de la Colonia, cuando llevaba el nombre de Colegio de San Nicolás de Obispo.

—Que bonita está la universidad —dijo Tina.

—Fue construida a finales del siglo pasado —explicó Enriqueta—. Se le dio un toque neoclásico, diferente al que había tenido durante la Colonia.

A pesar de que Enriqueta pensaba enfocar sus estudios en cuestiones de números y contaduría, las materias estudiadas en la escuela preparatoria la habían introducido al mundo de las artes. Sabía de movimientos artísticos, tanto en la arquitectura como en la pintura. Fue por ello que mencionó lo del «toque neoclásico». Poco después de decirlo se dio cuenta de que con ninguno de los acompañantes había resonado su comentario.

—Sí que están bien chulos todos esos arcos —dijo José al llegar al patio principal del inmueble.

—Me recuerdan a las grandes casas de los hacendados —dijo Tina.

Ella había trabajado en una de esas haciendas antes de casarse.

PARA LAS TRES de la tarde se encontraban todos de regreso en el apartamento de los dos hijos mayores. La graduación había sido un momento de regocijo, una acogedora ocasión entre familiares y alumnos. Hubo abrazos y despedidas, ya que muchos de esos estudiantes se marcharían a otros rumbos. Hubo lágrimas y risas también, pero más que todo hitos de ilusión y optimismo. Aunque quedaban más objetivos por cumplirse para esos estudiantes, el triunfo celebrado ese día parecía ser algo importante. Se trataba del umbral que les daba permiso para seguir estudiando, para seguir adelante, el que los lanzaba hacia la universidad. El verse graduados significaba además haber demostrado que podían estudiar y pasar exámenes difíciles, y al igual diversas materias que a veces ni vela tenían en el futuro currículo de muchos de esos jóvenes. Como cálculo diferencial, por ejemplo, o historia de la filosofía. El graduarse de la escuela preparatoria, no cabe duda, implicaba también una solemne victoria para los graduados. Se habían escurrido a través del colador, la etapa colegial que típicamente determina quién puede seguir estudiando una carrera profesional y quien no.

Enriqueta, aunque en varias ocasiones pensó en dedicarse a la profesión de las artes, al final de cuentas decidió estudiar la carrera que años atrás ya había escogido: la contaduría. Su meta era ganarse el título de CPT, de contadora pública titulada. Se trataba de un oficio que encajaba bien con ella, ya que amaba los números y las cuentas claras. Sabía, además, que el trabajo nunca le faltaría y tampoco el dinero. Se había enamorado de las artes, de la pintura, del dibujo, y del ilustre trayecto de esa rama, pero a la hora de decidir su futuro profesional, escogió lo pragmático y una ocupación que ella entendía bien. Después de todo y a pesar de su corta edad, Enriqueta tenía casi dos años ejerciendo funciones de contabilidad en la contraloría municipal, en un puesto que al principio fue de verano y para estudiantes, pero que se había convertido en un cargo a tiempo completo.

Ernesto también trabajaba en una entidad gubernamental, en la Secretaría de Recursos Hidráulicos. Fue fácil para él acomodarse allí, no solo por la recomendación recibida de un amigo, sino por su previa experiencia en la dependencia de esa entidad en Mexicali, en donde había laborado como asistente de topógrafo durante las vacaciones de verano. Al principio hizo lo mismo en Morelia, pero pronto se dedicó a otras funciones y se convirtió en un «mil usos». Aunque le agradaba trabajar en el campo, revisando riachuelos y compuertas, escarbando zanjas cuando ello era requerido, y abriendo brechas en el monte y en los canales naturales por donde bajaba el agua, al final terminó trabajando en el laboratorio de esa agencia en Morelia. Le tocaba revisar las muestras de tierra que eran traídas de los campos. Se debió a esa experiencia laboral en Recursos Hidráulicos que Ernesto consideró estudiar agronomía, pero después de deliberarlo por más de un año, decidió dedicarse a la ingeniería civil. Su meta era construir puentes y carreteras, a la mejor grandes compuertas, e incluso grandes presas para atrapar el agua que fluía desde las montañas.

Después de descansar un rato, se fueron todos al corazón del pueblo, al centro histórico, el que le dio a Morelia el mote de «La ciudad de la cantera rosa». José no lo conocía, Tina sí. Lo había visitado en otra ocasión. Caminaron bastante, por angostas calles empedradas, por zonas verdes, junto a edificios construidos en los tiempos de la Colonia, con roca de color rosa sacada de las canteras de esa zona michoacana. Se metieron después en una fonda, que más bien era la residencia de la familia que la atendía. Era el lugar preferido de Ernesto y Enriqueta, no solo por sus precios módicos, sino por lo sabroso de la comida que allí se servía, más que todo platillos de la gente purépecha.

—Tienen que probar las corundas —dijo Enriqueta—. Les ponen bastante queso y crema a esos tamales.

José tenía años de no comerlas, desde su niñez. Su mamá las preparaba.

—Yo les aconsejo que también prueben los uchepos —dijo Ernesto.

Eran tamales también, pero hechos a base de elote tierno. Heraclio y Francisco no tenían idea de qué se hablaba, pero ya que les pegaba duro el hambre, estaban dispuestos a comer lo que fuera.

—Ahorita yo como hasta piedras —dijo Francisco—. Me cala mucho el hambre.

Se quedaron en la fonda por buen rato. Los dueños del lugar platicaron con ellos. Resultó que esa gente también había pensado irse al valle de Mexicali en busca de un terreno a principios de los años cuarenta, pero no lo hicieron por algo inesperado que se les atravesó, por los cual decidieron quedarse en Morelia y abrir una especie de merendero en un gran cuarto de esa casa, ofreciendo comidas para llevar.

—Nos ha ido más o menos bien —dijo la esposa, la dueña de la fonda—. Pero lo más bonito de todo es poder ofrecer comida que mucha gente ya no vende.

José se sentía feliz, también Tina. Hacía tiempo que ninguno de los dos comía uchepos. «Que sabrosura», se dijo a sí mismo José y pensó que sería bueno poder venderlos en Mexicali. «Pero ese elote no se consigue allá», agregó.

Los propietarios de la fonda conocían bien a Ernesto y a Enriqueta, ya que eran clientes fijos quienes comían allí por lo menos una vez por semana. Al conocer a los papás de los dos, trataron de complacer a toda esa familia con probaditas de todo tipo de antojos. Les trajeron trocitos de enchiladas morelianas, jarritos con pozole, también con caldo de charal, además de sopa tarasca, chongos zamoranos, y como postre, pequeños jarros decorados y atestados con chocolate caliente. La familia García García quiso pagar por los platillos adicionales, pero los dueños de la fonda no lo permitieron.

—No se preocupen, en la próxima visita sí se les cobra, pero esta vez no —dijo la anfitriona—. Así somos por acá, nos gusta compartir.

Se despidieron y se abrazaron con los dueños del lugar. Tina los invitó para que fueran a visitarlos a Mexicali. Al llegar al apartamento se prepararon para irse a dormir. Ya estaba oscuro y parecía que el resto de la ciudad se alistaba para dormir también. En ese entonces, en la Morelia de los años cincuenta, le gente se iba a la cama temprano, un poco después de escuchar las campanadas de la catedral y de la misa de noche. Todo se apagaba, excepto los faroles en las calles empedradas y las luces de las luciérnagas que en esas noches de verano también alumbraban a ese pueblo.

UNA SEMANA DESPUÉS de haber llegado a visitar a Ernesto y Enriqueta y a presenciar la graduación de los dos, José se tuvo que regresar a Mexicali. Ese había sido el plan. Lo acompañaron todos a la estación del ferrocarril; él se despidió de ellos y se subió al tren. Tina y los dos hijos menores se iban a quedar allí por más de tres semanas adicionales. Conforme viajaba hacia el norte de México, José tuvo la oportunidad de reflexionar. Era algo que él poco hacía, pero el viaje de regreso lo incitó a meditar sobre varios aconteceres. Se sentía orgulloso de sus hijos, de todos ellos. Todos estudiaban y todos querían superarse, se dijo a sí mismo. Pero lo que más lo enorgullecía era ver a sus hijos mayores estudiar en tierras michoacanas, en la provincia en donde él nació y se crio. En cierta forma, habían reencontrado sus raíces en el estado en donde también ellos nacieron. Según él, eso valía mucho.

«No puedo creer que a ambos les guste la comida purépecha», se dijo a sí mismo. «Que bueno que se vinieron a Morelia», agregó.

José siguió pensando en sus hijos y en su tierra michoacana esa tarde, mientras viajaba de regreso. De vez en cuando enfocaba la vista hacia afuera y hacia los campos por donde pasaba el tren. Todo se miraba lleno de vida, según él, enverdecido y muy diferente a aquellas tierras que él y el resto de su familia habían dejado atrás en mil novecientos cuarenta y dos. «Es que es verano», se dijo a sí mismo. El paisaje le trajo otros recuerdos. Más que todo de sus días de niño, cuando crecía en esos campos, escondiéndose en los maizales, corriendo detrás de elusivas mariposas y jugando con otros niños. Solo recordó gratos recuerdos esa tarde. Una vez llegada la noche trató de dormir un poco, pero no lo pudo hacer. Pronto tendría que cambiar de línea y transbordar a otro tren, el que iba rumbo a Sonora. Así que siguió pensando sobre esa tierra que lo vio nacer y crecer. Se sentía a todo dar.

AUTOR: Pedro Chávez