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La leyenda de don José, Capítulo 19

By March 13, 2022 No Comments

CAPÍTULO DIECINUEVE

El mas chico se queda en Mexicali

LOS AÑOS SE deslizaron con premura para Tina y José durante la segunda mitad de la década de los años cincuenta. Había mucho que hacer. Ella seguía dedicada a la costura y cada vez tenía más pedidos. Se apresuraba para finiquitar su trabajo, pero parecía que conforme terminaba cada orden, recibía encargos adicionales. A pesar de ver con buena cara la creciente demanda por sus servicios, de vez en cuando se sentía frustrada por no tener tiempo para sus quehaceres personales. Pero pronto aprendió a programar las fechas de entrega por medio de un calendario en el cual bloqueaba cierto tiempo para hacer lo suyo, pero más que todo para visitar a sus dos hijos mayores en Morelia. Se iba sola, ya que los dos hijos más chicos tenían sus propios compromisos. Se trataba de visitas relámpago, de máximo dos semanas de duración. Eran viajes además que le ayudaban a mantener estrecha la relación con ellos y, según ella, «para apapacharlos» y brindarles el calor de madre, aunque lo que más hacía en Morelia era limpiar el apartamento, cocinar y hacerles mandados.

Esos frecuentes viajes que hacía Tina a Morelia en cierta forma ayudaron a mantener el núcleo familiar en un segundo hogar. Los que faltaban en ese simulado nido generalmente eran el papá y los otros dos hermanos, pero a esos tres los recordaban como si estuvieran allí, a través de lo que les contaba la mamá de ellos. Por otro lado, debido a montones de compromisos tanto educacionales como de sus empleos, poco a poco se les fue haciendo menos necesario a Ernesto y a Enriqueta regresar a Mexicali, a visitar al verdadero nido familiar y el lugar en donde crecieron y disfrutaron casi toda la infancia. Una vez que Heraclio se fue también a esa ciudad michoacana y se reunió con ellos, los viajes a la tierra cachanilla se escasearon aún más, hasta llegar a un «casi nunca».

José seguía vendiendo frutas, antojos y golosinas de lunes a viernes junto a la escuela Presidente Alemán. Los sábados lo hacía sin falta en el centro de la ciudad. Tenía en la mira construir un segundo complejo de apartamentos, ya que les había ido bien con el primer proyecto, el cual en menos de dos años se había pagado por sí solo. Le platicó a Tina sobre la posibilidad de construir más apartamentos de alquiler. A ella le gustó la idea. «Es buen negocio», le dijo. Tenían los fondos necesarios para llevar a cabo el proyecto además, y todavía contaban con la ayuda de don Ramón, quien se encargaba del mantenimiento del primer complejo.

Conforme se acercaba el verano de 1956, Heraclio se preparaba para graduarse de la preparatoria de Mexicali; a Francisco le faltaba un poco más de un año para hacer lo mismo.

Días después de graduarse de esa escuela, Heraclio se fue a Morelia para laborar en un empleo de verano que sus hermanos mayores le habían conseguido y para inscribirse en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Solo Tina fue con él. José estaba muy ocupado, más que todo porque estaba tratando de lanzar el segundo proyecto de apartamentos. Francisco andaba muy metido en sus propios compromisos, entre ellos un empleo a tiempo parcial en una nevería local. Para ese entonces Ernesto y Enriqueta habían ya alquilado un lugar más amplio, para tener suficiente campo para los tres. Era de tres recámaras, una para cada uno. Tenía además dos baños y ofrecía más privacidad para sus ocupantes, algo necesario ya que tanto Enriqueta como Ernesto eran ya adultos y tenían sus propias amistades, entre ellas pretendientes. Le encantó el lugar a Tina y de inmediato decidió decorarlo, ya que ninguno de esos tres hijos tenía tiempo o ganas de hacerlo. El apartamento estaba ubicado en una zona residencial moderna, un poco retirada de la universidad, pero con amplias comodidades.

Heraclio empezó a trabajar de inmediato en la municipalidad en donde Enriqueta aún laboraba. Se trataba de un empleo provisional, de oficinista, pero que pagaba más o menos bien.

AUNQUE FRANCISCO HABÍA tenido planes para también estudiar en Morelia, poco después de terminar su primer año de preparatoria cambió de parecer.

—Cuando me gradúe de la prepa, no pienso seguir estudiando —les dijo Francisco a sus padres poco antes de empezar su último año en esa escuela—. Yo pienso dedicarme al comercio.

Ambos se sorprendieron, pero Tina ya se lo imaginaba. Francisco era diferente a sus otros hijos, según ella; no le importaban mucho los libros ni andar metido en salones de clase. La escuela lo aburría. Sin embargo, aprendía complejos pormenores de diferentes interrogantes sin que se los explicaran dos veces. Aunque nunca tuvo problemas para pasar exámenes en la escuela, tampoco fue de los que se sacaban las más altas calificaciones. Es que no le importaba sobresalir de esa manera, de acuerdo con sus propios comentarios. Prefería dedicar su tiempo a casos para él más importantes, entre ellos, cómo ganar dinero sin tener que hacer mucho esfuerzo físico, usando la cabeza.

Tenía ya cerca de un año de trabajar en la nevería, un local de nombre Blanca Nieves ubicado muy cerca de la iglesia Guadalupe, en el «mero» centro del pueblo. Trabajaba allí más que todo los fines de semana, preparando todo tipo de antojos, desde un simple cono de nieve o una malteada hasta un «Banana split». Le encantaba ese tipo de trabajo ya que le daba la oportunidad de interactuar con la clientela. Le agradaba y disfrutaba el contacto público, especialmente con las jovencitas que acudían a esa popular nevería. La mayoría de ellas eran «chamacas riquillas», casi todas de la colonia Nueva.

Tina y José no le dieron mucha importancia a lo expresado por Francisco cuando él comentó eso de no seguir estudiando. Estaban los dos seguros de que una vez que terminara sus estudios de preparatoria también se iría a Morelia y asistiría a la universidad en donde estudiaban sus hermanos. Pero Francisco tenía otros planes. Ahorraba casi todo lo que se ganaba en la nevería para después invertirlo en un negocio de compraventa de mercadería. Gastaba poco, generalmente solo en cuestiones necesarias como libros y utensilios escolares y en los pasajes del camión de pasajeros. Cada sábado, sin embargo, se iba al cine Curto después del trabajo. Era un teatro antiguo, uno de los primeros cines de lujo construidos en Mexicali. Estaba ubicado un cuarto de cuadra al este del Blanca Nieves, en el otro lado de la calle. Casi siempre tenían cartelera triple. Exhibían solo películas en blanco y negro, casi todas en inglés, pero con subtítulos en español. Fue allí en donde él vio Marabunta y varias cintas de Tarzán, el rey de la selva. Le fascinaba el cine; generalmente iba solo, para poder disfrutar las películas sin ser interrumpido. Se decía a sí mismo en aquel entonces que cuando él tuviera dinero iba a producir películas «bien hechas» y en español.

Francisco tenía varias cualidades personales que le abrían las puertas con toda clase de gente. En su comportamiento resplandecía el optimismo y la propensión a hacer las cosas bien. No era bien parecido, pero tampoco era feo. Sus ojos eran de un color café oscuro, no muy grandes, pero picarones. Era delgado, pero no flaco. Su tez era también oscura, pero olivada. De cierto modo era introvertido, pero a la vez decía lo que tenía que decir cuando la ocasión lo requería. Pero más que todo era sincero, aunque se negaba a decir verdades cuando ello no fuera necesario. Era también un hombre de palabra, una virtud que en el Mexicali de esos tiempos no era nada de raro. Lo adoraban casi todas las muchachas que visitaban la nevería, más que todo por la manera de atenderlas. Las escuchaba, se aseguraba de entender bien lo que pedían, y se sonreía con ellas. No coqueteaba, pero se portaba con garbo y salero. Cuando alguna de las jóvenes le echaba un piropo, él se hacía el desentendido. «Son puras chamacas riquillas, ¿qué van a querer de mí?», se decía a sí mismo, pero a la vez le hacía «ojitos» a la autora de la flor. Así era Francisco, sabía como corresponder.

Una de esas clientas se enamoró de él, sin él saberlo, aunque él bien notaba los coqueteos de la muchacha. Era dos años menor que Francisco. Él tenía apenas dieciséis años de edad. Se trataba de la hija de un ganadero con más de dos mil cabezas de vacas lecheras, cuyo producto abastecía mayormente a la lechería Roa. Ese fue un dato que él no supo sino hasta años después. Se llamaba Rafaela. Francisco nunca respondió a sus avances porque la creyó demasiado vehemente. Además era una mocosa, según él. Ocho años después se la encontró en un evento de negocios. No la reconoció, pero ella sí a él. Ambos estaban solteros y sin compromiso, como decimos nosotros en mi tierra. Fue algo que los dos descubrieron en ese encuentro. Rafaela le dijo que lo recordaba bien, que lo había conocido cuando él servía helados en la nevería Blanca Nieves.

—Sí, sí, ahora me acuerdo de ti, pero has cambiado mucho —le dijo Francisco.

Rafaela no era ya la niña mimada de aquel entonces. Era una mujer hecha y derecha, voluptuosa, con amplias caderas, una angosta cintura, y un sensual busto que se medio asomaba debido al gran escote. Sus ojos eran de un color café claro, casi verdoso. Eran grandes, casi enormes. Sus labios eran delgados, pero en esa ocasión lucían una ínfima capa de tintura melosa de un color carmín, algo invitador y a la vez elegante. Se vestía con ropa sencilla, pero apretada y lujuriosa. Se sonreía siempre, con todos, aunque los demás no lo hicieran.

—Sí que estás a todo dar —le dijo Francisco—. Y sí que has cambiado.

—Tú sigues igual, solo que más viejo —le contestó—. Y no tan guapo.

Rafaela se echó a reír. Estaba bromeando.

—Siempre he sido feo, pero cumplidor —dijo Francisco y también se echó a reír.

Platicaron por buen rato. Ella se encontraba en ese evento representando los quesos que la empresa de su papá desde hacía poco fabricaba. Se dedicaba a las relaciones públicas, le dijo. Francisco mencionó que a él lo había invitado al evento un amigo que se dedicaba a la distribución de productos para ferreterías. Agregó que no le gustaban esas reuniones sociales porque le quitaban mucho tiempo y que él prefería evitar ese tipo de citas, pero que lo hacía para quedar bien.

—Lo bueno es que nos encontramos de nuevo —dijo Rafaela—. Entre paréntesis, ¿estás casado?

—No, todavía no, no he tenido tiempo para eso —dijo él.

—Pues que bueno, porque tampoco yo lo estoy, y a la mejor nos llegamos a gustar —comentó ella y de nuevo se echó a reír.

Al escucharla, Francisco recordó lo impetuosa que ella actuaba cuando era aún una «mocosa», cuando la medio conoció en el Blanca Nieves. Sí que es mandona y «aventada», se dijo a sí mismo.

Rafaela, no cabe duda, sabía bien lo que tenía: presencia, dinero, y una gran lista de atractivos físicos.

—A la mejor sí, a la mejor no, depende de cómo te portes —respondió Francisco y también se echó a reír.

—Mira, mira, no te pongas moños, que tienes suerte que todavía me gustas —dijo ella—. Además, andan un montón de hombres detrás de mí, aunque todos son una bola de babosos.

Así hablaba Rafaela, se iba al grano, usando un léxico común, a veces vulgar, pero efectivo. «Debe ser una mujer indomable», Francisco se dijo a sí mismo.

Se dieron información personal, números de teléfono, lugares en donde ambos trabajaban, y después se despidieron. Ella le dio un fuerte abrazo de partida, sutilmente tallando su cuerpo contra el de él. Francisco se sintió mal y trató de separarse de ella y de ese sensual atrevimiento, pero no pudo. Ella más bien lo apretó más fuerte.

—Para que veas lo que te has perdido —dijo Rafaela y se sonrió. Después le tiró un beso desde lejos, mientras se marchaba.

MENOS DE UN mes después de que Francisco se graduara de la escuela preparatoria, en junio del año mil novecientos cincuenta y siete, él dejó su empleo de tiempo parcial en la nevería Blanca Nieves. Tenía otros planes. Tanto José como Tina no creían que fuera a abandonar sus estudios. Pero ya se los había advertido y así lo hizo. En cierta forma, ellos se sentían desilusionados. El hijo menor no iba seguir los pasos de los otros hijos y conseguir una carrera universitaria, una disyuntiva que según ellos le otorgaría una especie de seguridad económica. Pero ambos le dieron su bendición y le desearon lo mejor.

Francisco, después de todo, fue el bebé, el nene, el niño chiqueado de esa familia. Quizás por eso tanto Tina como José aún se preocupaban más por él. Francisco los entendía bien, pero estaba consciente de que él pronto sería un adulto y que esa pauta, la de verlo como nene, pronto cambiaría. Así que trató de encontrar palabras alentadoras para comunicarles sus planes personales. Les dijo que no se preocuparan por él, que tenía en mente dedicarse a la compraventa de ropa y otros tipos de mercadería para el hogar. Agregó que además empezaría a pagar una cuota por la comida y el hospedaje que recibía en ese hogar, ya que hacerlo era lo justo.

—Aunque todavía no tenga la edad, me considero un adulto y como tal tengo que empezar a encargarme de mis propios gastos —les dijo el mismo día que renunció a su empleo en la nevería.

—¡Estás loco! —contestó su mamá y se sonrió con él—. Esta es tu casa y siempre será tuya.

A José le gustó lo escuchado, lo que había dicho Francisco. El comentario lo alentó ya que para él implicó que ese hijo estaba listo para enfrentarse al mundo. «Así se habla», se dijo a sí mismo. Pero no pensó lo mismo Tina. A pesar de que ella estaba consciente de que Francisco era diferente a los demás hijos, todavía se negaba a aceptar que ese hijo fuera a descontinuar sus estudios.

—Francisco, espero que recapacites y que eventualmente te vayas a la universidad —le dijo Tina.

—Mamá, la universidad no es para todos y estoy bien seguro de que no es para mí —contestó Francisco—. Yo me voy a dedicar a trabajar por mi propia cuenta, voy a ser comerciante.

—Por mi parte te deseo lo mejor, pero por ahora no quiero que nos andes pagando nada por quedarte aquí con nosotros —le dijo José.

En cierta forma, ese último hijo les haría compañía, ya que los otros tres ya no vivían con ellos y era casi seguro que no iban a regresar al nido, José se dijo a sí mismo. Auguraba además que a Francisco le fuera bien en eso del comercio. Aunque tuvo la curiosidad de preguntarle cómo pensaba iniciar el negocio de compraventa, no lo hizo. «Mejor que me lo diga él mismo, cuando llegue el momento correcto», se dijo José.

Francisco había podido ahorrar bastante dinero durante sus dos años de laborar en la nevería. Pensaba utilizar parte de ese ahorro para hacer la primera compra de mercadería, algo que ya había proyectado con la ayuda de un compañero de escuela de nombre Efraín. Los dos pensaban viajar a la ciudad de Los Ángeles, California, y allí comprar mercancía. Efraín era más de diez años mayor que Francisco y había decidido estudiar en la escuela preparatoria a esa edad. No lo había hecho antes porque no fue hasta ese entonces que se abrió ese tipo de escuela en Mexicali. Le había contado a Francisco que eventualmente iría también a la universidad, una vez que la UABC abriera sus puertas, algo que ya estaba contemplado. Efraín tenía tiempo de dedicarse al negocio de compraventa. Le iba bastante bien, según él. Al principio se había negado a ayudarle a Francisco y a enseñarle los secretos de ese tipo de comercio, pero decidió hacerlo porque los dos eran «buenos cuates», como dicen, y porque Francisco lo convenció de que lo hiciera.

—Mira, mano —le dijo Efraín a Francisco una vez que decidió enseñarle los trucos de ese negocio—, te voy a ayudar aunque en realidad no lo quisiera hacer. ¿Sabes por qué? Porque un día de estos vas a terminar compitiendo conmigo y nos vamos a convertir en enemigos.

—No te preocupes por eso Efra (así le decía Francisco a su amigo) —le contestó—. Además, hay campo para todos.

De acuerdo con lo tratado, los dos viajarían a la ciudad de Los Ángeles en una camioneta de Efraín, para comprar la mercancía. Francisco se iba a encargar de pagar por la compra, usando su propio capital. Él sería además quien tomaría el riesgo del trámite, en caso de que no se vendiera bien lo comprado. Una vez vendida la mercadería en Mexicali, se descontaría el costo del viaje, de la inversión y otros gastos. La ganancia, si existiera alguna, se iba a repartir entre los dos, con un setenta porciento para Efraín y el treinta para Francisco.

—¿Qué crees, que soy un menso? —le dijo Francisco a su compañero después de que él le explicara la distribución de la ganancia.

—No, no eres ningún menso, pero si quieres que te ayude te va a costar —le contestó—. Además, déjame decirte algo, y algo muy importante por lo cual no te voy a cobrar. En cuestiones de negocios, todo cuesta, todo tiene su valor. Es algo que aprendí hace ya tiempo, pero que me costó un ojo de la cara para aprenderlo, algo que pagué con creces, pero que me ha ayudado mucho.

Francisco al principio no sabía qué decirle a Efraín. Se le hacía injusto que a él solo le tocara el treinta porciento, a pesar de que le tocaba a él invertir en la mercadería.

—Se me hace incorrecto; después de todo, me toca a mí poner «la lana» para pagar por la mercancía —le contestó.

—Mira mano, estoy tratando de darte una lección, para ayudarte y para que no «metas la pata» en el futuro. Lo hago porque te aprecio y porque eres mi cuate y porque me has pedido que te ayude por un «chingo» de tiempo —dijo Efraín.

Agregó de nuevo que todo tipo de información tenía su valor, especialmente la que no se podía aprender en un libro. Dijo además que en un día no muy lejano se daría cuenta de ello.

—Tú me pediste que te ayudara, y he decidido hacerlo, pero te va a costar —le dijo Efraín

—Está bien. Trato hecho —contestó Francisco.

Efraín había pensado previamente en repartir la ganancia por la mitad, pero optó por no hacerlo, no por avaricia, sino para dar una lección a su amigo Francisco, para que aprendiera que en los negocios todo tiene valor. Y que el activo más valioso tenía que ver con el conocimiento.

Menos de un mes después de acordar el trato, los dos se fueron a Los Ángeles. Tuvieron que conseguir un permiso en el paso fronterizo de Calexico para viajar a esa lejana ciudad. Lo obtuvieron inmediatamente, ya que la mayoría de los funcionarios de aduanas conocían bien a Efraín.

Los Ángeles estaba a más de cuatro horas en coche de Calexico. Las primeras dos horas no tenían mucho que ver, salvo mucho desierto. Pero una vez que dejaron atrás Indio y el valle de Coachella, el paisaje cambió. Aunque Francisco ya había estado en ciudades mexicanas algo grandes, nunca había estado en un área metropolitana tan enorme. Había autopistas y coches por todas partes, circulando por varios carriles en la misma dirección. También había huertos de naranjos junto a las autopistas y en campos cercanos, así como una fila interminable de carteles publicitarios junto a cada carretera principal. Todo eso lo asombraba.

—Esto es enorme —le dijo Francisco a Efraín.

—Espera a que lleguemos al centro de Los Ángeles —respondió Efraín.

Francisco se asombró al ver esa enorme zona metropolitana, la de Los Ángeles, una vez que llegaron a su destino. Había carreteras por todos lados y edificios que daban al cielo.

Efraín sabía adónde ir, así que allí se fueron. Se trataba de la zona textil de esa ciudad, en donde miles y miles de personas confeccionaban todo tipo de ropa para mayoristas.

—Cada mes tienen una exposición en la cual participan casi todos los fabricantes —le explicó Efraín a Francisco—. Yo ya no voy a ellas ya que sé en dónde comprar.

Agregó que era beneficioso asistir a esas ferias para que fuera conociendo los diferentes fabricantes de ropa.

—Yo fui a ellas por más de un año; me ayudó mucho —explicó.

La planta textil en la cual pensaban comprar la mercadería estaba ubicada cerca del centro de Los Ángeles. Era un edificio de ladrillo que no tenía facha de fábrica y que se miraba pequeño desde afuera. Una vez dentro del lugar, Efraín le mostró a Francisco la sección en donde se fabricaba la ropa. Era una espaciosa galera con hilera tras hilera de grandes máquinas de coser, cada una con un operador. La mayoría eran mujeres. Los atendió el dueño, un señor de edad de origen coreano quien hablaba español a la perfección. Gran parte de los empleados de producción eran de origen mexicano. Efraín conocía al dueño bien ya que por años había hecho tratos con él. Pasaron después a una pequeña sala de muestras de los diferentes tipos de ropa que allí se fabricaba. Escogieron más que todo prendas sencillas y económicas, para uso diario. «Es lo que más fácil se vende», explicó Efraín. Una vez que les surtieron el pedido y saldaron la factura se regresaron a Mexicali. La camioneta de carga de Efraín iba repleta con varias cajas con ropa.

Aunque en esos tiempos esa región fronteriza se consideraba zona libre y no era necesario pagar aranceles por mercadería para uso personal proveniente de los Estados Unidos, sí se requería pagar un pequeño impuesto cuando los productos eran para la reventa. No era mucho lo que se pagaba, pero la documentación era extensa y complicada, así que casi todos los importadores de productos optaban por darle una «mordida» al oficial de la aduana, para evitar el papeleo. Efraín hizo lo mismo y le pasó a escondidas un billete de veinte pesos al «chota», al oficial de la aduana, quien de inmediato señaló que pasaran.

—Todo es más fácil cuando se dan mordidas —le dijo Efraín a Francisco.

El día siguiente tratarían de vender la mercancía. Ese había sido el plan previamente determinado. Se citaron a las ocho de la mañana en el centro de la ciudad y allí se vieron un poco antes. Aunque Efraín le había advertido a Francisco sobre la posibilidad de demoras y otros riesgos al tratar de vender la mercancía, sabía de antemano que no iba a interceder problema alguno, ya que tenía pedidos de varias tiendas. No se lo mencionó a su amigo para que estuviera preparado para lo peor, pues de vez en cuando «las cosas no salían bien».

Todo se vendió esa misma mañana en dos pequeños comercios dedicados a la venta de ropa barata, dos clientes fijos de Efraín quienes le habían comprado mercancía por años.

—Te advierto que no vayas a pensar que este negocio es así de fácil —le dijo a Francisco—. A veces te quedas con el inventario por meses.

Efraín, en cierta forma, quería justificar el valor de su asesoría.

Una vez vendido todo, él sacó cuentas. Le descontó el costo de la mercancía al ingreso recibido, también lo gastado en combustible y la cuota acordada por el uso de su camioneta de carga. Además le rebajó el monto del soborno, el que fue dado en la aduana. Para cerciorarse de que no había cometido error alguno al restar todos los rubros aplicables, Efraín revisó con calma las cifras de nuevo, con enfocada atención. Después le mostró el desglose a su socio. Se habían devengado setecientos pesos de ganancia, $490 para él y $210 para Francisco.

—Como dicen, «al que reparte le toca la mejor parte» —dijo Francisco y se sonrió—. Estoy solo bromeando, más bien te quiero agradecer por enseñarme cómo se hace este negocio.

—Espero que no me traiciones y después me quieras robar clientes —dijo Efraín y también se sonrió.

Se dieron la mano y se despidieron. Francisco se quedó en el centro de la ciudad ya que quería caminar y buscar potenciales clientes para su negocio.

Se le había hecho muy poca la ganancia, pero después de pensarlo bien, Francisco se dijo a sí mismo que no estaba mal. En ese entonces, muchos empleados ganaban solo veinte pesos por día.

«Además», agregó, «me va a ir mejor cuando haga el negocio yo solo».

FRANCISCO GUARDABA SU dinero en casa, de la misma manera como lo hacían sus padres. Tenía un escondite que estaba más bien a la mano. Metía su dinero en una caja de metal, la cual la escondía debajo de su cama. Pero a diferencia de su papá y su mamá, pensaba pronto abrir una cuenta bancaria, en cuanto cumpliera los dieciocho años de edad. El día siguiente por la noche les contó todos los pormenores del negocio a José y a Tina. Aunque ellos ya sabían que él iba a viajar con su amigo a Los Ángeles a comprar la mercancía, desconocían la mayoría de los detalles concernientes a ese viaje. Les explicó cómo se distribuyó la ganancia. A ellos también les pareció injusto, más que todo porque había sido él quien usó su dinero para la compra de la mercadería.

—Lo bueno de todo es que aprendí cómo se hace este negocio y pronto lo voy a hacer solo —explicó Francisco.

—Pero no te precipites, hijo; hay que llevarla con calma, pues como dice el dicho, a veces «el león no es como lo pintan» —dijo José.

Tina estaba de acuerdo y aunque le agradaba que Francisco aprendiera el negocio de compraventa, todavía se preocupaba por él.

—Hay hijo, como me gustaría que siguieras estudiando y que te fueras a Morelia y hacer lo mismo que hacen tus hermanos —dijo Tina.

—No te preocupes, mamá. Me va a ir bien. Así de bien como les ha ido a ustedes —respondió Francisco y le dio un medio abrazo a Tina.

Pronto probaría suerte por sí solo, se dijo a sí mismo. Tenía además un plan en mente. Estaba seguro de que le iba a funcionar. «Si no funciona, no me voy a preocupar mucho por ello», agregó. «Eso sí, nunca me voy a rajar».

AUTOR: Pedro Chávez