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La leyenda de don José, Capítulo 20

By March 20, 2022 No Comments

CAPÍTULO VEINTE

Un segundo complejo de apartamentos de alquiler

CASI CUATRO AÑOS después de inaugurar el primer complejo de apartamentos de alquiler, se inauguró el segundo. Estaba ubicado muy cerca del otro, también en la colonia Pro-Hogar. Se utilizó la misma empresa constructora y el diseño fue una copia casi exacta del primer proyecto, con similar distribución y número de apartamentos. José estaba muy contento con la labor que hacía don Ramón, así que le propuso que se encargara de ambos complejos, con la ayuda de un peón. La responsabilidad adicional incluía un aumento de salario. Don Ramón aceptó de inmediato.

—Ya sabe patrón, aquí estamos para ayudar en lo que se pueda —le dijo a José.

Agregó que conocía a un muchacho joven que le podría ayudar; «es un chamaco que no le tiene miedo al trabajo», le dijo.

Hacía tiempo que José le quería decir a don Ramón que apreciaba mucho su esfuerzo y además lo bien que mantenía el complejo de apartamentos de alquiler. No lo había hecho por diferentes razones, pero más que todo porque no encontraba el momento preciso para hacerlo. Pero en esta ocasión lo hizo, cuando tenía ya varios años de darles el adecuado mantenimiento a los apartamentos.

—Me gusta mucho tu forma de hacer las cosas y tu puntualidad —le dijo José—. A mi esposa también.

—Se lo agradezco patroncito —respondió don Ramón y se despidió de José de inmediato y regresó a sus labores.

RAMÓN MIRANDA TREJO, conocido más bien como don Ramón, tenía por lo menos sesenta y tantos años de edad, pero de seguro más de setenta. Aunque su ligereza no lo delataba, indelebles arrugas alrededor de sus ojos y el cuello confirmaban la avanzada edad. Las resaltadas venas en sus brazos decían lo mismo. No era alto ni tampoco chaparro. Era más bien delgado. Su tez era de un tono oscuro, salpicada con pequeños lunares, quizás producidos por la edad y los apedreos del sol. Se miraba fuerte. Tenía años de vivir en Mexicali, lugar en donde crio una numerosa familia. Todos los hijos ya se habían ido de ese nido familiar y hecho y formado sus propios nidales. Él y su esposa vivían en una pequeña casa con un gran lote en la colonia Alamitos, la cual se llenaba de descendientes por lo menos un fin de semana cada mes. Además de los hijos y sus respectivas parejas, llegaban los nietos y los bisnietos y a veces amigos de ellos. Tanto don Ramón como se esposa eran sinaloenses de nacimiento, pero toda la descendencia había nacido en el valle de Mexicali. Al igual que José y Tina, habían llegado a esas tierras bajacalifornianas en busca de una parcela, de un pedazo de tierra, pero nunca lo consiguieron. Por años los dos trabajaron en la cercanía de Estación Cuervos, en el oriente de ese valle, haciendo de todo, como dicen, esperanzados siempre en poder conseguir un terrenito en algún ejido, aunque solo tuviera un par de hectáreas, decía él, para trabajarlo y vivir allí. Al no cumplirse lo deseado y cansados de tanto esperar, se fueron a Mexicali. Con los ahorros que tenían se compraron un lote baldío en esa colonia Alamitos y empezaron a construir la casita en donde crecieron todos los hijos.

En Mexicali les fue bien a los dos. Al igual que muchas mujeres en esos tiempos, su esposa se dedicó a planchar ropa ajena. Lo hizo por años, en su propia casa. Don Ramón trabajó al principio en la construcción, como peón, pero después en un expendio de madera y también en una ferretería. Cuando él estaba a un brinco para llegar a la mentada «edad dorada», cerró sus puertas la ferretería y él perdió su empleo, así que decidió regresar a la industria de la construcción, pero más que todo a la creación y mantenimiento de jardines. Hizo eso por varios años, pero esa ocupación tenía una gran desventaja. Se trataba de un oficio cíclico que duraba cuando mucho nueve meses por año. Se quedaba sin trabajo durante los meses de invierno. Cuando fue recomendado para encargarse del mantenimiento del complejo de apartamento de Tina y José, aceptó a oferta de inmediato.

A pesar de representar casi siempre buena salud y verse bien y lleno de energía, poco a poco los achaques de rigor empezaron a embestir a don Ramón. Tuvo primero problemas en la espalda, después en las rodillas, pero lo que más lo trastornó fue un inexplicable malestar estomacal. Se trataba de una molestia que le causaba leves desvaríos y también le quitaba el apetito. No iba al doctor ni le contaba a nadie sobre ese dolor, ni siquiera a su esposa. Pensó que se trataba de una especie de gastritis, así que contempló el cambiar la dieta diaria, pero nunca lo hizo. Cuando tenía un poco más de cuatro años de encargarse del mantenimiento de los apartamentos de José y Tina, el malestar empeoró, tanto así que tuvo que irse a la casa temprano para tratar de descansar. Le contó a su esposa que no se sentía bien y que quería descansar para ver si se aliviaba de un dolor estomacal. Ella ya se imaginaba que algo andaba mal con su salud, pues hacía días que lo notaba decaído, pero había optado por no decirle nada, pues según ella, se trataba de algún achaque de la vejez. Esta vez sí le dijo algo.

—Debes ir al doctor, Ramón —le dijo—. Si quieres yo te llevo.

—Mañana vamos si sigo así —le contestó.

Pero esa disyuntiva nunca llegó. Don Ramón amaneció muerto el día siguiente. Se descubrió después que sufría de cáncer y que un enorme tumor maligno se había regado en todo su estómago. Falleció un poco menos de un año después de hacerse cargo de las tareas de mantenimiento del segundo complejo de apartamentos.

La repentina pérdida de don Ramón causó estragos en su familia. Nadie lo podía creer. Aunque esa muerte fue inesperada para otros, no fue así para él. Don Ramón de seguro la presentía. Se aguantó el dolor porque esperaba que fuera algo pasajero, pero también estaba consciente de que algo andaba mal. Aparentemente se lo había comentado a su ayudante. Le había dicho que se sentía «de la patada» y que de seguro tenía que ir al doctor para que lo revisaran. Su ayudante no le puso mucha atención a lo dicho. Era un muchacho joven, lleno de vida, quien miraba a don Ramón como un ser invulnerable.

José tampoco lo podía creer. Debido a que poco lo visitaba, nunca notó que don Ramón sufriera de mal alguno. Acudió al entierro y días después visitó a su esposa para entregarle el último pago que se le debía. Le dio además un sobre con dinero adicional. Le dijo que era para ayudarla con los gastos del entierro. Ella lo aceptó, le dio las gracias, y le comentó a José que dos años atrás su esposo le había dicho que ese trabajo, el de mantener los apartamentos, había sido una bendición. Agregó que a Ramón le encantaba ese tipo de oficio, pero más que todo cultivar y ver crecer plantas y arbustos y ver árboles dar fruto.

—Es que era hombre de campo, como yo, de Sinaloa, donde mucha gente desde chica aprende a hacer ese tipo de trabajo —dijo ella.

José trató de agradecer lo dicho, pero no pudo hacerlo. El sentimentalismo lo había traicionado y le había robado la mesura. Así que se volteó y con la mano derecha le dijo adiós. Trató de regresarse, y de nuevo tratar de darle las gracias, pero no pudo hacerlo. Estaba llorando.

NADIE SABE LO que tiene hasta que lo ve perdido, reza el dicho. Eso sucedió con la pérdida de don Ramón. José tuvo que buscar de inmediato, por cielo y tierra, a una persona con bastante experiencia en dicho oficio para que se encargara del mantenimiento de ambos complejos de apartamentos. El ayudante que aún seguía laborando ahí no solo no se daba abasto, sino que no sabía cómo reparar los cachivaches que se descomponían. José trató como pudo para encontrar al prospecto correcto, pero era difícil dar con alguien que reemplazara a don Ramón. Le llegaron varios solicitantes para dicho puesto, pero ninguno tenía el amplio conocimiento requerido. «Es que don Ramón sí que era bueno», se dijo José a sí mismo. Después de buscar por varios meses a la persona correcta, se encontró a un señor que al igual que don Ramón era también de avanzada edad, quien encajó más o menos con los requisitos del puesto. Venía también recomendado por la empresa constructora, la que había construido los apartamentos. Se llamaba Juan López. Juan fue muy claro con José y le dijo que «se la jugaba» con menesteres de plomería, electricidad, y el mantenimiento general de inmuebles, pero que para cuestiones de jardinería no tenía «buena mano». José lo contrató de inmediato a pesar de la advertencia y le dijo que no se preocupara, que el ayudante se encargaría de esa labores.

—Ese es su fuerte —dijo José—. Ese chamaco sí que es bueno para cuidar y hacer crecer las plantas.

Juan resultó ser un buen hallazgo, pero no tenía todas las cualidades de don Ramón. Además, José no le tenía la misma confianza, más que todo porque Juan era una persona muy apartada. Era de ese tipo de gente que no entabla plática con nadie a menos que sea absolutamente necesario hacerlo, ni de esas que pierden el tiempo hablando de cuestiones personales. Pero era bueno para reparar todo lo que se descomponía en ambos complejos. Eso sí, cuando batallaba para echar a andar algún cachivache descompuesto, no se le podía hablar, ya que era también de esos que se concentran completamente en lo que están haciendo y se olvidan del mundo que los rodea. Y de los que echan berrinches cuando no logran hacer lo propuesto.

El ayudante de mantenimiento se llevaba bien con don Juan, más que todo porque lo dejaba que hiciera su trabajo de jardinería a su manera. El afecto era mutuo. A Juan le gustaba lo esforzado que era el ayudante, pues le agradaba ese tipo de gente, la que hace las cosas bien, sin quejarse y que no hay que «andar detrás de ellas para que hagan su chamba».

Pero la avanzada edad de Juan fue una causa de preocupación para José. Se imaginó que podría tener un similar infortunio, igual al que tuvo don Ramón y el mismo desafortunado final, sin dar aviso alguno. Era una preocupación que más bien no venía al caso, lo aconsejaba Tina, ya que, según ella, cada situación es diferente. Tenía razón. Juan no mostraba que lo acosara mal alguno. Se movía con ligereza. Caminaba recto a pesar de los años y no se quejaba de nada. El caso de don Ramón fue diferente, le dijo Tina a José.

—Aunque también aparentaba la misma entereza cuando estaba vivo—, dentro de su cuerpo ya se había regado un inmundo cáncer que no se había detectado a tiempo.

Por otro lado, el inesperado fallecimiento de ese empleado en cierta forma causó que José reflexionara sobre su propio paso por la vida y recapacitar sobre ciertos propósitos que él aún tenía en mente. Aunque José y Tina habían hablado acerca de la posibilidad de construir más apartamentos, ese plan, por ejemplo, se quedó temporalmente archivado en la gaveta de los objetivos «en veremos». Ese cambio de proceder sucedió más que todo porque a José le afectó mucho el no poder encontrar por meses a la persona correcta que se encargara del mantenimiento de los dos complejos de vivienda que ya tenían. Una vez que dio con Juan, José se dijo a sí mismo «mejor no moverle y quedarnos queditos». Ya no le apetecía construir más apartamentos y agregar más dolores de cabeza a su vida, según él. Además, el ingreso adicional no les hacía falta. Le iba bien en las ventas ambulantes, algo que José pensaba hacer hasta el fin de sus días.

Tina, por su parte, seguía trabajando largas horas en su negocio de alta costura, una ocupación que le brindaba suficiente dinero para gastos personales y para constantemente viajar a Morelia a visitar a tres de sus hijos. Los ingresos generados por el alquiler de los apartamentos era algo extra, según ella. Una especie de «broche de oro».

Conforme pasaba el tiempo, sin embargo, y a pesar de gozar de un buen estado financiero, José empezó a preocuparse de una infinidad de conjeturas que no venían al caso. Lo hacía cuando esperaba la llegada de clientes en las afueras de la escuela, en momentos de ocio, o de regreso a casa mientras conducía su carreta hacia ese rumbo. Se preocupaba por esto y lo otro, por sus hijos, por Francisco y por los tres que ahora vivían en Michoacán. También por Tina, por los trajines por los cuales ella pasaba, tratando de hacer mil cosas a la vez con el fin de poder viajar a Morelia y ver a sus hijos de nuevo. Pero lo que más le preocupaba a José era la posibilidad de que se vinieran tiempos malos ya que, según él, «todo andaba muy bien».

—Está canijo —se dijo a sí mismo en una ocasión—. Estoy seguro de que esta buena racha no va a durar para siempre.

De acuerdo con mi amigo, el que me contó todos estos pormenores, así como las pesadumbres y los malos ratos causan angustia, en una forma indescriptible, el éxito también causa zozobra. Explicó que cuando las cosas andan bien, la mente humana se empieza a preocupar sobre el posible advenimiento de infortunios. «No tiene sentido», agregó, «pero así somos los mortales, nos causa pavor la falta de problemas».

Yo no le puse mucha atención a lo dicho cuando me lo comentó, pero lo incluí en mis notas, y ahora que describo el estado de ánimo de José durante una similar coyuntura, con claridad veo lo que mi amigo me advirtió. Fue exactamente lo que le sucedió a José al llegar a esa planicie de su vida, cuando lo colmaba la prosperidad y su caminar terrenal iba viento en popa. Basado en lo que me había explicado mi amigo y en mi intuición, yo pude arribar a mi propia conclusión. El problema de José tenía que ver con la falta de objetivos por cumplir. A una temprana edad había logrado una relativa, pero sólida situación económica. Seguía trabajando como vendedor ambulante, pero lo hacía porque le gustaba hacerlo. Tenían suficiente dinero para enfrentar repetidas necesidades si fuera necesario. Los tres hijos en la universidad no necesitaban ayuda financiera, ni de él o de Tina. Además, nunca la habían aceptado. Ellos mismos se encargaban de sus gastos, trabajando y estudiando a la vez. El más chico, Francisco, aunque vivía con ellos por cuestiones de conveniencia y para hacerles compañía ya que aún estaba soltero, ganaba bien en su negocio de compraventa. En cierta forma, el dinero les sobraba a Tina y a José. Pero hacía falta algo. Nuevos objetivos más que todo, principalmente para él, ya que Tina no tenía esos espacios de ocio para «andar preocupándose». A ella mas bien le faltaba tiempo para llevar a cabo todos los planes que se proponía, entre ellos visitar a sus hijos en Morelia tres o cuatro veces al año.

AUTOR: Pedro Chávez