CAPÍTULO VEINTIUNO
La graduación de la universidad
EL VERANO DEL año mil novecientos cincuenta y nueve fue de gran regocijo para esa familia García García. Los dos hijos mayores estaban por graduarse de sus respectivas carreras universitarias. Una semana después de dicho evento, Ernesto, el primogénito, se pensaba casar. Todos en esa familia iban a estar presentes en ambos acontecimientos, incluso Francisco que se encontraba muy ocupado con su creciente negocio de compraventa. La boda iba a celebrarse en la ciudad de México, en una antigua iglesia y en un exclusivo salón de fiestas de esa urbe. Ernesto tenía ya planes fijos para vivir y trabajar en esa ciudad, ya que su futuro suegro le había ayudado a conseguir un puesto de ingeniería civil con una conocida empresa constructora. Enriqueta se pensaba quedar en Morelia, más que todo porque tenía un pretendiente moreliano quien también se iba a graduar de la universidad ese verano y había conseguido un buen puesto en esa tierra michoacana. A Heraclio le faltaban aún dos años para graduarse, así que él y su hermana pensaban seguir viviendo en el mismo lugar en donde los tres hermanos habían residido por tres años.
La novia de Ernesto se llamaba Cassandra. Era del Distrito Federal. Se había venido a estudiar a Morelia por cuestiones del querer, pues deseaba estar cerca de un «amor a primera vista», de un joven que había conocido durante un viaje de fin de semana a esa ciudad. Se trataba de un conocido de las amigas a quien Cassandra visitó en esa fructífera ocasión. Ese joven estudiaba en ese entonces en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Después de ese encuentro de película, los dos se enamoraron a lo loco. Una vez de regreso en la capital mexicana, Cassandra no logró olvidarlo así que empezaron a escribirse y a llamarse por teléfono a cada rato. También se vieron en persona en dos ocasiones, durante los primeros seis meses de haberse conocido. Ella lo fue a visitar a Morelia. Conforme crecía ese idilio de lejos y se hablaba sobre una relación más duradera, Cassandra decidió irse a estudiar a esa ciudad michoacana para estar más cerca de él. Dos años después, por razones desconocidas, el noviazgo se rompió. Ella decidió quedarse allí y terminar su carrera en esa universidad. Tuvo varios pretendientes después, pero «nada del otro mundo», como decimos nosotros los cachanillas. Eventualmente conoció a Ernesto en una de las cátedras universitarias y con el pasar del tiempo se hicieron amigos platónicos. Se reunían a menudo los dos, según ellos, para estudiar, pero más bien para estar juntos, escuchar música y platicar sobre temas relacionados con ese arte polifónico y de la onda rockera, la cual empezaba a «pegar con tubo» con la juventud mexicana. Encajaron bien los dos. Ella era hablantina, expresiva y llena de vigor; Ernesto era más bien callado y calmado, pero dado a escuchar a los demás y poner atención a lo que Cassandra decía. Con el pasar de los días, las semanas y los meses, esa relación de solo amigos se transformó en algo más entrañable, y cuando menos lo esperaban, las chispas del amor y la pasión volaron por todos lados y sin previo aviso encendieron una seductora llama que arrasó con los vulnerables corazones de los dos.
Ernesto se llevaba bien con el papá y la mamá de Cassandra. Había interactuado con ellos en varias ocasiones durante las visitas que ellos hacían a Morelia para estar con la hija. Se notaba que ambos apreciaban a Ernesto, no solo por ser un joven estudioso y estar a punto de convertirse en ingeniero civil, sino por su modo callado y precavido y porque según ellos, su personalidad encajaba «como anillo al dedo» con la de la hija. Cassandra y su familia pertenecían a lo que entonces se conocía como «la clase media alta», un nivel social que más bien era determinado por el poder adquisitivo de dichas familias. En realidad no se trataba de gente súper rica o pudiente, sino de personas económicamente bien acomodadas y conectadas en el ámbito político. Aunque algunos integrantes de esa supuesta clase social se gastaba hasta el último cinco para solo aparentar, de acuerdo con Ernesto, los papás de su novia eran diferentes y no tan superficiales.
El anuncio del matrimonio de Ernesto le había causado gran felicidad a Tina. Además de sentirse orgullosa de él, ya que estaba por graduarse de ingeniero, se sentía afortunada porque, según ella, su hijo había encontrado la esposa ideal y porque pronto Ernesto trabajaría en una reconocida empresa constructora en la capital mexicana.
Tina apreciaba bastante a Cassandra. Llegó a conocerla más o menos bien durante varias visitas que ella había hecho a Morelia. La consideraba inteligente y bien parecida, pero lo que más le gustaba de esa joven era la forma como trataba a Ernesto. Lo mimaba y se divertía con él. «Además, es de buena familia», se dijo a sí misma poco después de que se anunciara el compromiso. Tina trató de involucrarse en detalles de la boda, pero su futura nuera le dijo que no era necesario, que todo estaba ya preparado. Tina propuso también pagar por parte de los gastos de dicha ocasión, pero tampoco lo aceptó. Le dijo que su papá ya había pagado por todo.
Cassandra se iba a graduar de abogada el mismo día que lo hicieran Ernesto y Enriqueta, pero en diferentes carreras. La de ella era una profesión que desde chica se le había asignado, más que todo por su papá, quien tenía años de ejercer ese oficio. Era hija única, no por haber sido así planeado, sino por cuestiones médicas. Su mamá perdió la capacidad para concebir hijos después de que ella nació. Cassandra fue mimada desde niña, pero también disciplinada y enseñada a cumplir lo propuesto. Era de mediana estatura y más bien delgada. Su tez era de un color claro, fina e inmaculada. Su rostro lucía casi siempre una placentera sonrisa. Acostumbraba a llevar el pelo suelto y sin moños, y no muy largo, y el cual era de un color castaño claro. Sus ojos no eran grandes, pero sí placenteros y cautivadores y de un matiz verde claro. «Está bien chula la canija», le dijo Tina a su hijo en más de una ocasión.
LA GRADUACIÓN DE Enriqueta y Ernesto fue un evento que quedó para siempre grabado en la memoria de Tina, pero más que todo en la de José. La hija había ganado las mejores calificaciones en la facultad de contabilidad; lo mismo había hecho Ernesto en la de ingeniería civil. A los dos les entregaros no solo sus diplomas, sino los certificados de honores. No fue nada inesperado; casi todos sus compañeros se imaginaban que ellos se llevarían esa distinción. Sus trayectorias de éxito educacional desde antes predecían el favorable resultado. Tina además estaba segura de que ambos iban a recibir esos honores; les tenía mucha fe, ya que tanto Enriqueta como Ernesto siempre habían sido muy dedicados al estudio. Para José los honores fueron algo extra, de gran valor, pero no tan valioso como los títulos universitarios que acababan de recibir. Sin quererlo, mientras se efectuaba la entrega de los certificados de honores, recordó el día cuando él visitó la escuela Benito Juárez para informarse sobre los requisitos para matricular a esos dos hijos en el primer año de primaria. Recordó también a la oficinista quien con mal modo se había negado a atenderlo. José se rio en silencio. Recordó además a la maestra de nombre María Luisa, la que le ayudó a inscribir a Ernesto y a Enriqueta en esa escuela. «Gracias», le dijo en silencio. «Muchas gracias, María Luisa», agregó.
Después de la ceremonia y de una corta reunión de despedida en la universidad, las dos familias se fueron a comer. Tina quería ir a un lugar sencillo en donde pudieran pedir platillos purépechas, pero los padres de Cassandra preferían comer en un lugar de lujo. Así que todos se fueron a un restaurante con un giro europeo. Aunque todos los hijos estaban acostumbrados al uso apropiado de los cubiertos y otros protocolos, José estaba seguro de que se iba a sentir incómodo. Pero trató como pudo para convencerse de que nada bochornoso ocurriría siempre y cuando uno de sus hijos le ayudara a hacer lo correcto. Antes de entrar al restaurante le dijo a Enriqueta que le echara un ojo y que lo corrigiera en caso de que «metiera la pata» en ese lugar de lujo. Ella le dijo que no se preocupara, que los papás de Cassandra entenderían y que además eran a todo dar, pero que ella estaría al pendiente de todas maneras.
Los cuatro hijos estaban acostumbrados a comer en ese tipo de lugares, por diferentes razones. Además, a menudo se olvidaban de las reglas y comían de la forma más cómoda, usando la excusa de que los jóvenes no tenían que verse restringidos por reglas de gente cursi. Sin embargo, debido a sus aprendizajes y sus relaciones con compañeros de otros niveles sociales, generalmente actuaban de una forma sensata en público, más que todo porque todos esos chamacos, aunque no lo dijeran, poco a poco se iban metiendo en ese mundo de reglas y apropiado comportamiento para quedar bien con los demás.
Tina no se preocupaba por el protocolo requerido en restaurantes elegantes ni por la forma de agarrar un cuchillo o un tenedor. Ella comía a su manera, pero con un cuidado que solo ella entendía. No hacía ruido ni pedacero de comida. Comía despacito y con calma. Siempre se aseguraba de que ninguna borona cayera al suelo o que la mesa fuera el triste final de mil y un desperdicio. Se limpiaba la boca con la servilleta constantemente y si alguien la observaba mientras lo hacía, siempre tenía lista una sonrisa en sus labios y con ella contestarle al intruso. Tina, además, era dueña de otro don, o más bien de una destreza, la cual la había aprendido en el mundo de la alta costura. Se trataba de tomar control, de llevar la rienda. Nadie más, ni ricos ni pobres, ni cualquier otro cliente con ganas de mandar lo podía hacer en su presencia. Fue una perspicacia que aprendió años y años después de trabajar como costurera. Nadie la instigó a que lo hiciera, ella misma se dio cuenta de lo importante que era tomar el mando, más que todo para canalizar el proceso de decisiones. Y se debía a ese don que no le preocupaba el cometer errores al comer o al hablar, ya que según ella, era ella la que mandaba. Sin embargo, para no causar alarde o convertirse en el centro de atención, siempre trataba de actuar con disimulo y discreción.
Durante el transcurso del almuerzo, el papá de Cassandra le preguntó a José a qué se dedicaba. Él estaba a punto de decirle que trabajaba como vendedor ambulante, pero fue interrumpido por la mesera quien llegó a mostrar el menú de postres. Antes de que José tuviera la oportunidad de contestar lo preguntado, Cassandra cambió la plática y eventualmente la incógnita sobre el tipo de empleo de José se quedó en el olvido. Ernesto ya le había comentado a su prometida que su papá se dedicaba a la venta de frutas y antojos y que lo hacía en una carreta. Había agregado que le iba muy bien y que aparte su padre era muy trabajador y ahorrativo. Cassandra sabía además que sus futuros suegros eran propietarios de dos complejos de apartamentos de alquiler y que gozaban de una buena situación financiera. Aunque ella no miraba con desprecio el oficio de José, estaba segura de que su papá no lo miraría de la misma manera, ya que según ella, tanto su papá como su mamá estaban hechos a la antigua y no entendían los oficios de las masas. Fue por eso que le dijo a Ernesto después del almuerzo que le pidiera a José que no dijera que trabajaba como «carretonero». Así les decía ella a los vendedores ambulantes.
El día siguiente Cassandra y sus papás se fueron por avión a la ciudad de México. Ernesto y el resto de su familia se irían allí también pero por autobús y tres días después. Ninguno de ellos había estado antes en la capital mexicana. Tenían planes para visitar Xochimilco, las pirámides y otros lugares de interés. Pero antes de partir al Distrito Federal para participar en la boda de Ernesto, José quería conocer mejor la ciudad de Morelia. Tenía ganas de caminar por el centro histórico y con calma verlo bien, y deambular por sus calles empedradas. Hacía cinco años que él no regresaba a la capital michoacana, aunque Tina lo había hecho en múltiples ocasiones, tres o cuatro veces por año, para visitar a sus hijos. José siempre se quedaba en Mexicali pues tenía que atender a su negocio, el de vendedor ambulante. Deseaba también regresar a la fonda en donde habían comido platillos purépechas la última vez que él estuvo allí.
—Esa fonda ya se cerró —dijo Enriqueta—, pero hay otras parecidas.
Aunque al principio no supieron por qué se había cerrado ese negocio, meses después se enteraron de que los dueños de la fonda se habían ido a los Estados Unidos, a trabajar en los campos agrícolas de California.
—Nos contaron que primero se fueron los hijos mayores y después ellos, más que todo para seguirlos, pues les hacían mucha falta —dijo Ernesto.
José no dijo nada inmediatamente. Solo se puso a pensar. Recordó que él solo había visto a sus dos hijos mayores en dos cortas ocasiones durante los últimos cinco años, cuando ellos fueron a Mexicali a estar con ellos en dos diferentes navidades. Tenía además dos años de no ver a Heraclio, quien también había regresado a Mexicali en una de esas vacaciones de Navidad. «Lo bueno es que Tina viene aquí a cada rato», se dijo a sí mismo.
LA BODA RESULTÓ ser una ocasión de pompa y circunstancia, aunque agridulce para José. Antes de salir de Morelia, Ernesto le dijo a su papá que Cassandra le había pedido que no mencionara qué tipo de trabajo hacía. Le explicó que a ella le preocupaba que sus padres lo fueran a ver como un oficio no muy digno, «ya que así eran ellos».
—Lo que pasa es que es gente creída, que vive en otro mundo —le dijo Ernesto a su papá, tratando de no darle mucha importancia a lo exhortado por Cassandra—, espero que no lo tomes a mal.
El comunicado le cayó como balde de agua fría a José. Se sintió humillado y a la vez trastornado. Para él todo tipo de trabajo era digno y más que todo cuando se hace con honestidad y con el sudor de la frente. «Además, soy dueño de mi propio negocio», se dijo a sí mismo. Conforme asimilaba el contenido de lo dicho, trató de disimular su enfado, ya que estaba seguro de que todos sus hijos se sentían orgullosos de él y de lo que él hacía para ganarse el pan de cada día.
—Dile que no se preocupe, que no lo mencionaré —le contestó José a Ernesto.
No se habló más del asunto, de lo pedido por la futura nuera. José tampoco se lo mencionó a Tina. «No tiene caso», se dijo a sí mismo. Pero lo exhortado quedó grabado en su mente para siempre. Su relación con Cassandra ya nunca fue la misma, aunque trató como pudo para no demostrarlo. Trató también de convencerse de que el supuesto comportamiento de sus padres era diferente al de ella, que ella no era así, pero no lo pudo hacer. Durante el transcurso de la boda se sintió cohibido. Ni siquiera comió o bebió, inventado una excusa tras otra, pero más que todo diciendo que no se sentía bien y que a la mejor la altura de la ciudad de México había afectado a su estado anímico. El papá de Cassandra fue a saludarlo en dos ocasiones. Lo abrazó y le dio la mano y lo invitó para que regresara a visitarlos y se quedara con ellos. Pero José vio ese interés de otra manera. Al escuchar y ver a toda ese gente que participaba en la boda, se dijo a sí mismo en repetidas ocasiones, que él no pertenecía a ese nivel social. Él no hablaba como ellos ni tenía la preparación académica de todos los que concurrían a ese evento. Y a pesar de que no se comprobó durante el transcurso de esa reunión que los padres de Cassandra fueran gente «creída», José no logró convencerse de que no tuvieran ese atributo. Lo único que él deseaba en ese entonces era que llegara a su final ese convivio para irse al hotel y pronto regresarse a Mexicali.
AUTOR: Pedro Chávez