CAPÍTULO VEINTIDÓS
José deja atrás los malos recuerdos
UNA VEZ EN casa y en Mexicali, José se concentró en su negocio y trató de olvidarse del mal rato transcurrido durante la boda de su hijo mayor, al pedírsele que no le dijera al papá de la ahora nuera, qué tipo de trabajo él hacía. La escuela Presidente Alemán estaba cerrada debido al receso de verano, así que José hacía las ventas ambulantes en el centro de la ciudad. Tenía dos lugares fijos en donde estacionaba su carreta, uno junto al parque de los Niños Héroes y el otro en la Chinesca. En ambas ubicaciones había algo de sombra y protección contra el sol, un imprescindible requisito para que él y su clientela se protegieran de los inclementes rayos solares del verano mexicalense. Las ventas en el parque no eran cuantiosas, pero sí muy redituables, ya que allí se vendían muchas tortas a transceuntes que se bajaban de sus autos para comprarlas y llevarlas a casa o a sus lugares de trabajo. Aunque siempre había disfrutado de su labor, parecía que ahora la gozaba más. En cierta forma apreciaba con mayor intensidad el oficio de vendedor ambulante, y de intercambiar sonrisas con clientes fijos y con aquellos a quienes les vendía por vez primera. Se sentía además orgulloso de sí mismo al comprobar en múltiples ocasiones que los productos que él preparaba y vendía eran de calidad, bien hechos y repletos de sabor. Eso se lo comentaban consumidores a cada rato, más que todo los clientes fijos que a través de los años se habían convertido en asiduos consumidores de los antojos que él vendía.
—Te habías perdido José, ¿dónde andabas? —le preguntó uno de esos clientes, un hombre de mediana edad que laboraba en un estudio de fotografía cercano.
—Tuve que salir, pero aquí me tienes ya de regreso —le contestó José.
Casi no les contaba pormenores personales a sus clientes y fue por ello que no le dijo que se había ido a Morelia y a la ciudad de México. Muchos clientes, sin embargo, sí le contaban a él detalles de sus vidas.
—Pues que bueno que te veo de nuevo. Como ya te lo he dicho antes, las mejores tortas las haces tú.
José le dio las gracias y se sonrió. El cumplido lo lleno de orgullo. «Después de todo», se dijo a sí mismo, «lo que yo hago tiene su valor».
DOS AÑOS DESPUÉS de la graduación de los dos hijos mayores, Heraclio también se graduó de esa universidad. Al igual que su hermano, recibió el título de ingeniero, pero en la rama mecánica de esa carrera. Tina y José acudieron a la ceremonia. Francisco no pudo ir porque se le habían atravesado problemas con su negocio de compraventa. Tampoco pudo asistir Ernesto, ya que Cassandra se encontraba embarazada y no se sentía bien.
Enriqueta y Heraclio pensaban irse lo más pronto posible a la capital mexicana, a trabajar y vivir allí, siguiendo los pasos del hermano mayor. Ambos habían aceptado prometedoras ofertas de empleo en esa ciudad. Enriqueta se iba a incorporar en una empresa global de contabilidad, una compañía multinacional con oficinas en importantes ciudades del mundo. Con la ayuda de Ernesto y de su suegro, Heraclio había conseguido un puesto con mucho potencial en el departamento de ingeniería de una empresa alemana, también con sucursales en todo el globo.
Aunque a Enriqueta le dolía abandonar por un tiempo a su pretendiente, con quien había mantenido un idilio por más de tres años, decidió hacerlo ya que la oferta de empleo en la empresa global era demasiado buena para no aceptarla. Él le dijo que no se preocupara, que pronto estaría cerca de ella de nuevo, una vez que encontrara un puesto de empleo aceptable en el Distrito Federal. Él tenía veinticinco años de edad; era un año mayor que Enriqueta, y al igual que ella se había graduado como contador público titulado. Se llamaba Miguel Robles Leyva. Encajaban bien los dos, aunque ella era la que tenía la personalidad más analítica, una cualidad común en la mayoría de los que se dedican a la contaduría, de acuerdo con un montón de estudios. Miguel era más bien expresivo y con un giro romántico. Enriqueta era más dada a las realidades de la vida, a afianzar bien los pies sobre la tierra, y no andar soñando lo imposible. Fue por esas diferencias quizás que se llevaban bien y se amaban mutuamente. Ya hacía tiempo que Miguel se quería casar con ella, pero Enriqueta desistió en ello una y otra vez. Le decía que había que esperar.
Una vez que Heraclio y Enriqueta se mudaron a la ciudad de México, las visitas de Tina incrementaron, no solo para verlos a ellos dos y ayudarlos a decorar y acondicionar el apartamento que habían alquilado provisionalmente, sino para visitar a Ernesto y Cassandra, quien estaba a punto de dar a luz. Los viajes en camión de pasajeros para ese entonces eran más cómodos y rápidos, ya que los hacía en un nuevo servicio de transporte que conectaba a Mexicali con el Distrito Federal. Ahora que esos tres hijos vivían en la misma ciudad, el simulado segundo nido familiar que por años se había construido en Morelia, se encontraba ahora en la inmensa capital mexicana, lejos de Mexicali y del ya olvidado núcleo original. Por diferentes razones, tenían años esos tres hijos de no regresar a la tierra cachanilla.
Para poder dedicar más tiempo a esas repetidas visitas, Tina decidió ser más selectiva en su negocio de alta costura y aumentó sus precios porque, según ella, la calidad lo justificaba. Se quedó con menos clientes y menos trabajo, pero la ganancia bruta incrementó. José la felicitó en varias ocasiones por ser tan astuta y buena para negociar con sus clientes. «Además, es que el valor de tu producto lo justifica», le dijo. «Y el que quiera azul celeste, como dicen, que le cueste».
LOS AÑOS SESENTA fueron de cambio constante en esa familia García García, pero también de predecibles y esperados sucesos. Se casó Enriqueta con Miguel, dos años más tarde Francisco con Rafaela. Ernesto y Cassandra engendraron descendencia, primero un hijo, luego una hija, y según los dos, decidieron mejor «cerrar el changarro» y no tener más chamacos. Heraclio aún estaba soltero, aunque se mantenía muy ocupado en cosas del amor con varias amiguitas a la vez. La mamá efectuaba con frecuencia sus viajes de Mexicali a la capital. Lo seguía haciendo en autobús ya que le tenía un pavor a los aviones y el volar en ellos. José viajaba poco, solo cuando era absolutamente necesario, como para la boda de Enriqueta y Miguel, la cual se celebró en Morelia, o para ver al primer nieto en la ciudad de México, poco después de que naciera. A Francisco le iba muy bien en su negocio. En lugar de competir con otros mayoristas, decidió buscar clientes en las zonas rurales y en unos meses logró conseguir varios de ellos en apartados rincones del valle de Mexicali, en pueblitos poco frecuentados por otros vendedores. Dos años después empezó a diversificar sus productos y en ese negocio de compraventa se incluían además artefactos eléctricos económicos y otros cachivaches.
El noviazgo entre Francisco y Rafaela pronto se formalizó. Once meses después de reencontrase se casaron, en el mes de mayo del año mil novecientos sesenta y cuatro. A la boda asistieron todos los hermanos de Francisco, quienes viajaron desde la capital mexicana para participar en ese evento. A Tina no le caía bien Rafaela. Le tenía desconfianza y estaba segura de que en un día no muy lejano le iba a ser infiel a su hijo. Aunque nunca le comentó a Francisco lo que ella presentía, en repetidas ocasiones le preguntó que si estaba seguro de querer casarse con esa mujer. Francisco no decía nada, solo se reía. Él ya se imaginaba lo que su mamá pensaba, pero no le ponía mucha atención, ya que para él la imagen que Rafaela proyectaba hacia los demás no era la real. «Es una mujer muy sincera y con un gran corazón», le dijo a Tina en más de una ocasión. «Vas a ver como te va a caer bien una vez que la conozcas mejor».
Francisco tenía mucha razón. Dentro de su cuerpo escultural, exaltado con ropa tallada, y detrás de los ojos picarones de Rafaela, se escondía una persona humilde y llena de humanidad. Él lo había confirmado en repetidas ocasiones y fue por eso que se enamoró de ella y la colocó en un imaginario pedestal. A pesar de ser hija de gente rica, Rafaela parecía estar siempre lista para ayudar al prójimo. Pero lo hacía a escondidas, sin decírselo a nadie o cantárselo a los cuatro vientos. Ella ayudaba al prójimo porque según ella era su deber hacerlo. En una ocasión, antes de que se casaran, Francisco la encontró vestida con ropa sencilla y gastada. Era la que usaba cuando prestaba sus servicios en un orfanatorio de Mexicali, usando un nombre falso para que nadie se diera cuenta de que se trataba de ella, la hija de un ranchero y comerciante con montones de vacas lecheras. Dedicaba un día por semana a esa ayuda voluntaria.
Tina, sin embargo, nunca le llegó a tener confianza a Rafaela, a pesar de lo dicho repetidamente por su hijo. Pero sí la trató bien y con la cortesía que ella le brindaba siempre a los demás. Rafaela se daba cuenta de esa percepción equivocada de su suegra, y nunca trató de que Tina cambiara de opinión. «No tiene sentido», se decía a sí misma. «Es mejor que me crean una mujer fatal».
La relación que Tina tenía con Cassandra era diferente. La apreciaba y la entendía. La miraba además con admiración ya que en esos tiempos pocas mujeres se dedicaban a la profesión de abogada. Le gustaba también su forma de hablar, con precisión y midiendo sus palabras, algo que Cassandra había desarrollado al interactuar con clientes y compañeros en el bufete jurídico en el cual laboraba. Atrás se habían quedado los modales y expresiones de gente joven, y su comportamiento expresivo que de ella se desprendía cuando estudiaba en la universidad y cuando Tina vio y habló con Cassandra por primera vez. Apreciaba además su cualidad de mando, de tomar las riendas, aunque ese atributo la preocupó al principio, poco después de que ella y su hijo se casaron. De acuerdo con esa percepción, estaba segura que a su hijo lo mandaba su esposa, concluyendo que Ernesto se había convertido en una especie de «Gutierritos», el oficinista personificado por Rafael Banquells en una telenovela del mismo nombre, la cual había sido muy popular varios años antes. Pero pronto se dio cuenta Tina de que no era así. Los dos se dividían el mando, dependiendo de lo requerido. Cassandra lo hacía más abiertamente, Ernesto lo realizaba sin decir mucho, sin hacer mucho alarde. A diferencia de la otra nuera, de Rafaela, la esposa de este hijo era menos sincera y a menudo decía las cosas solo por cumplidos. Pero así era mucha gente de ese nivel social en el México de ese entonces. Como que en ellos abundaba el egoísmo y generalmente les hacía falta la humildad.
En el caso de Enriqueta, era ella quien llevaba las riendas de las decisiones financieras del hogar. Miguel lo aceptaba porque conocía bien a su esposa y mucho antes de casarse con ella había decidido aceptar ese tipo de relación. Tina entendía bien la forma de ser de su hija ya que había observado ese atributo en ella desde que era una niña que apenas podía caminar. Su yerno, además, era «un alma de Dios» de acuerdo con la opinión que Tina tenía de él. Mimaba a Enriqueta, le inventaba cariñosos sobrenombres, pero más que todo mostraba que la quería montones. Una vez que tuvieron hijos, fue él quien se encargó de casi todo el cuidado de esa descendencia. Y al igual como se lo había advertido a su mamá cuando estaba chamaca y tenía que ayudarle a Tina en asuntos del hogar, después de casarse, Enriqueta contrató dos empleadas, una para que limpiara el lugar en donde vivían y la otra para que cocinara.
JOSÉ FUE EL menos afectado por el constante cambio, por los sucesos y eventos que ocurrían en su creciente familia, que para finales de esa década de los años sesenta, se habían agregado dos nueras, un yerno, varios nietos y las diferentes amigas de Heraclio. José, por su parte, seguía atendiendo su carreta con fiel compromiso. Visitaba los dos complejos de apartamentos por lo menos una vez por semana, más que todo para pagarles el sueldo a Juan y a su ayudante, pero también para echarle ojo a esas propiedades. Siempre encontraba ambos lugares limpios y bien mantenidos. Aunque le preocupaba la avanzada edad de Juan, nunca se lo dijo, ya que ese señor aún se movía con ligereza. «Me imagino que los berrinches deben ayudarlo a mantenerse joven», se dijo a sí mismo José en repetidas ocasiones. Estaba seguro de que Juan todavía se cabreaba cuando no lograba arreglar bien los artefactos que se descomponían.
Aunque a cada rato le entraban ganas a José de ver a sus hijos, los que habían construido sus propios nidos en el Distrito Federal, poco los visitó, ya que hasta esos días no lograba olvidarse de lo anteriormente exhortado: que no mencionara que tipo de trabajo hacía. Sin base alguna, presentía que en una de esas visitas, si las hacía, a alguien se le iba a ocurrir preguntarle sobre su oficio. «Además», se decía a sí mismo, «Tina va por mí». En cierta forma, esperaba más bien que sus hijos los visitaran y vinieran a Mexicali, pero eso poco ocurrió, a pesar de que todos ellos habían vivido sus infancias en ese supuesto terruño. La última visita a Mexicali había ocurrido en el año 1964, debido a la boda de Francisco y Rafaela. Desde ese entonces ninguno de ellos había puesto pie en ese pueblo cachanilla.
Ya era algo rutinario; a menudo José se quedaba en casa solo, pues Tina pasaba gran parte del año visitando a sus hijos en la ciudad de México. Ella se había convertido más que todo en una conveniente niñera y abuela indispensable. Los nietos la adoraban y hasta el más malcriado le hacía caso. Por su parte y de vez en cuando, llegaba Francisco a visitar a su papá, más bien para hacerle compañía y platicarle sobre su negocio. José se había convertido además en una especie de caja de resonancia de las ideas de ese hijo, de los pasos a tomar, y de otros detalles que tenían que ver con su empresa. Su papá era una especie de freno, además, el que miraba las cosas con más cautela y menos entusiasmo. Era «menos aventado», como decimos en el norte del país, y se debía a ese atributo que Francisco buscaba la opinión de su papá. Después de todo, le habían tomado casi diez años a José para lanzarse al ruedo y trabajar como vendedor ambulante. Aunque a ese hijo le iba bien en su negocio, había «metido la pata» en varias ocasiones, de acuerdo con lo que él mismo decía. Era por eso que apreciaba los consejos de su papá. Para tratar de evitar futuros tropezones.
UNO DE LOS otros vendedores ambulantes, quien tenía años de estacionar su carreta en la misma entrada de la escuela en donde José ubicaba la suya, era un arduo seguidor del equipo nacional de fútbol Club Deportivo Guadalajara, también conocido como «Rebaño Sagrado» o «Chivas Rayadas» o simplemente «Chivas». Se había hecho muy amigo de José. Era de apellido Zárate y de mediana edad. Durante su tiempo libre, se dedicaba a entrenar y liderar dos equipos de fútbol, uno infantil y otro juvenil, que llevaban el mismo título que el cuadro nacional que él idolatraba. Ambos equipos de chamacos ganaban primeros lugares a menudo, más que todo porque él se esmeraba en entrenarlos y motivarlos para que hicieran un buen papel como jugadores. De vez en cuando le tocaba a él pagar por parte del costo de los uniformes y las cuotas requeridas por la liga, aunque trataba como podía para conseguir patrocinadores. A veces lograba conseguirlos, pero a veces no, especialmente conforme la liga fue creciendo y había más equipos que buscaban patrocinios. En ciertas ocasiones los padres de esos niños ayudaban con el costo de los uniformes de sus hijos, pero eso ocurría poco, ya que la mayoría de los jugadores venían de familias de escasos recursos.
Un día de esos, Zárate, como le decían a secas a ese dedicado entrenador de fútbol y vendedor ambulante, le pidió a José que le echara la mano y pagara por un par de uniformes, porque había tenido dificultades para conseguir patrocinadores comerciales que pagaran por ellos.
—Es que hay muchos más equipos ahora, pero la misma pequeña lista de padrinos, los de siempre —explicó Zárate.
Agregó que debido a que la copa mundial de ese deporte estaba por celebrarse en México, el fútbol se había hecho más popular en Mexicali y que había causado un incremento de equipos en las ligas infantiles y juveniles.
El deporte que tenía más auge en esa zona fronteriza fue por mucho tiempo el béisbol. Mexicali era además la sede de un equipo que jugaba en las Ligas Menores de los Estados Unidos. El club se llamaba Águilas de Mexicali. Tenía un pequeño estadio en el este de la ciudad, el cual se llenaba hasta el tope cuando le tocaba jugar como anfitrión. La Copa Mundial del 1970, como lo explicó Zárate, aumentó la popularidad del fútbol en Mexicali, pero en realidad no le quitó seguidores al deporte en donde habían encontrado la fama jugadores mexicanos como Roberto «Beto» Ávila, quien se destacó en las Grandes Ligas con los Indios de Cleveland. En la temporada de 1954 ese as mexicano ganó el título de mejor bateador en la Liga Americana, con un promedio de .341 y fue además el jugador más valioso de esa liga ese año, al igual que en dos años anteriores.
—No sé qué decirte, me agarraste de sorpresa —le contestó José—. ¿Cuánto cuesta el par de uniformes?
—No es mucho, solo cien pesos —le dijo.
—¿Está bien si te doy una respuesta mañana? —le preguntó José.
—Mañana está bien —dijo Zárate.
La donación pedida por el compañero en realidad no era poca, ya que ese monto equivalía a lo que se ganaba un peón por cinco días de trabajo en ese entonces. «Pero es para una buena causa», se dijo José a sí mismo esa noche. Le hubiera gustado comentárselo a Tina, pero ella se encontraba de viaje en la ciudad de México. A pesar de que deseaba ayudar a su amigo, le preocupaba que Zárate y otros fueran a creer que a él le sobraba el dinero, aunque había algo de verdad en ello. Ninguno de los demás vendedores ambulantes y otros conocidos sabían que José y Tina eran los propietarios de dos complejos de apartamentos; ni siquiera Juan y su ayudante o los inquilinos de estos lo sabían. Toda esa gente creía que José era solo el encargado de alquilarlos y mantenerlos.
«Está canijo», se dijo a sí mismo mientras ponderaba si le echaba la mano a su amigo.
Sin embargo, decidió cooperar y el día siguiente le entregó los cien pesos a Zárate. Pero antes de hacerlo le pidió que no le mencionara a nadie que él había donado ese dinero, por razones personales.
—Es que cuando decido ayudar en algo es porque lo quiero hacer y porque alguien tiene que hacerlo, y porque mucha gente me ha ayudado a mí —le explicó José—. Pero te voy a pedir que lo mantengas en secreto. Es que no me gusta pararme el cuello.
Zárate le dijo que no se preocupara, que nadie se iba a enterar de que había sido él quien dio ese dinero y que más o menos se imaginaba porqué lo hacía. Lo que mencionó fue que él estaba seguro de que José deseaba mantener la donación en secreto para que su esposa no se diera cuenta de que lo había hecho. Zárate y otros compañeros que conocían más o menos bien a José y que sabían que vivía en una casa medio elegante, presentían que dicha propiedad la había comprado su esposa, ya que Tina tenía fama de cobrar y ganar bien en su oficio de alta costura. De acuerdo con las creencias de algunos de esos compañeros, era Tina quien llevaba las riendas financieras en ese hogar.
—Algo más —dijo José—, lo hago también porque aprecio lo que haces con esos chamacos, algo bien bueno. Los ayudas mucho y los enseñas a ser campeones.
AUTOR: Pedro Chávez