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La leyenda de don José, Capítulo 23

By May 29, 2022 No Comments

CAPÍTULO VEINTITRÉS

Orlando, el cliente ausente

AL IGUAL QUE otros vendedores ambulantes que se estacionaban frente a la escuela Presidente Alemán, José tenía varios clientes fijos, más que todo estudiantes que por diferentes razones solo le compraban a él. Entre esos clientes se encontraba un muchacho de más o menos once años de edad, de nombre Orlando, quien casi siempre le compraba una naranja, un pepino o una tajada de jícama durante la media hora de recreo. Últimamente, Orlando no había ido a comprarle antojo alguno. Una tarde, sin embargo, José lo notó merodear en la cercanía de otras carretas. Se le hizo raro, ya que el muchacho era su cliente fiel, según él. Aunque es difícil darse cuenta de quien compra y quien no durante esos ocupados minutos de receso, el hecho de que Orlando no se acercara a su carreta fue causa de preocupación para José. Pero como estaba muy ocupado, se olvidó de la encrucijada por el momento, aunque la guardó en la virtual gaveta mental en donde se archivan las inquietudes que se dejan para después.

Una semana más tarde José tuvo la oportunidad de informarse sobre la crítica situación financiera que afligía a la familia de Orlando. Otro niño de la misma edad, quien era también uno de sus clientes fijos, se lo contó después de que José le preguntara que si por casualidad sabía por qué Orlando ya no le compraba a él los antojos durante el receso.

—Es que no tienen dinero —dijo el muchacho.

José se enteró que por días la mamá de Orlando no le daba los usuales veinte centavos para que se comprara algo durante el recreo, porque el dinero en ese hogar se había escaseado.

Era algo que sucedía año tras año, se dio cuenta también José, ya que el papá de Orlando siempre se quedaba sin empleo cuando entraba el invierno. Trabajaba en el otro lado, en el lado americano, en los campos del valle Imperial. Se trataba de una ocupación cíclica que duraba cuando máximo nueve meses cada año. Al igual que otros trabajadores agrícolas que también perdían sus empleos en el invierno, el papá de Orlando tenía que «talonearle», como decimos en el norte de México, y buscar algo que hacer aunque solo se ganara una «cochinada». Se iba a los ranchos de ese extenso valle en el otro lado con la mira de que tuvieran oportunidades de trabajo, aunque fuera «chambas» de solo uno o dos días. De vez en cuando conseguía «trabajitos» reparando cercas o limpiando corrales de animales. Lo que se ganaba era poco, pero era mejor que nada según él, y algo que ayudaba a esa familia a poder sobrevivir esa temporada difícil.

José agradeció la información y le pidió al compañero de Orlando que le dijera que por favor visitara la carreta ya que José quería platicar con él. Pero el muchacho nunca se presentó. Tampoco se le vio ambulando en la cercanía de esa entrada de la escuela. No fue hasta el mes de marzo que José lo vio de nuevo. Había llegado a comprar un pepino en rajas con chile y limón. No mencionó lo de la visita que nunca se consumó ni otro detalle relacionado con su larga ausencia. Una vez que le pagó los veinte centavos a José, Orlando mencionó que hacía tiempo que tenía ganas de comer un pepino como los que él vendía. José estaba por decirle algo, pero el muchacho de inmediato se fue de allí.

TINA ESTABA POR cumplir los sesenta abriles en agosto de 1974; faltaban unos meses para que ello ocurriera y había un plan en pie para celebrar la ocasión en Mexicali, con solemnidad y alborozo. Los cuatro hijos y sus familias iban a participar en el festejo. José, quien nació en mil novecientos trece, tenía varios meses de haber ya cumplido esa edad. Era un año mayor que Tina. Más de doce meses antes también se había hablado de hacerle a él una fiesta y reunirse todos en tierra cachanilla para celebrarle los sesenta años de vida. Pero el evento no se llevó a cabo por diferentes razones, más que todo porque se cruzaron inesperados escollos que forzaron la cancelación de este. Aunque José no era muy amante de que lo festejaran, «la ocasión va a servir para ver a toda la familia reunida», se dijo a sí mismo cuando con ansias esperaba la llegada de esa fecha. La rescisión lo desilusionó. Pero el subsecuente anuncio, semanas después de que se cancelara su cumpleaños, de que vendrían todos a celebrar los sesenta años de vida de Tina, lo alentó. «Lo bueno», se dijo a sí mismo, «es que pronto los veré a todos aquí en Mexicali».

José y Tina tenían ya cinco nietos. Dos eran de Ernesto y Cassandra, dos de Enriqueta y Miguel, y uno de Francisco y Rafaela. Los cuatro que vivían en el Distrito Federal eran los que más tiempo pasaban con la abuela, debido a que sus viajes a la capital mexicana eran cada vez más frecuentes. Para ese entonces Tina los visitaba por lo menos tres veces por año y se quedaba con ellos por más de un mes. Lo hacía además porque sus hijos se lo pedían. Dividía su estancia con los dos pares de nietos.

José ya estaba acostumbrado a las habituales ausencias de Tina, a pesar de que últimamente habían incrementado en duración. Tenía ya más de veinte años de hacer esas visitas, viajes que al principio ella hizo para minimizar el dolor que le causaba la ausencia de sus dos hijos mayores después de que se fueran a estudiar a Morelia. Ahora que tres de esos retoños vivían en la ciudad de México, dos de ellos con sus propias familias, esas imprescindibles jornadas se habían convertido en rituales de rigor, no solo para pasar tiempo con ellos, sino para convivir con esa descendencia y «apapachar» a los nietos. «Esas visitas son buenas para ella», José se dijo a sí mismo repetidamente. Tenía mucha razón. En cierta forma, ese afán había ayudado a afianzar los lazos que unían a esa familia repartida en dos ciudades.

Le tocó a Rafaela coordinar la fiesta de cumpleaños de Tina, más que todo porque ella insistió en hacerlo. «Era lo correcto», se dijo a sí misma, «ya que ella vivía en Mexicali». Francisco se lo agradeció. «Es por eso que me casé contigo», le dijo. «Porque eres a todo dar».

Aunque Rafaela tuvo la tentación de invitar a ciertas amistades de ella y de Francisco, personas que en realidad no conocían a Tina, optó por mantener el evento en familia. Solo se invitarían a unas cuantas amistades de la agasajada y tres de sus clientes que en cierta forma se consideraban amigas también. Se contrató a un conocido mariachi y a una agrupación de bailes folclóricos para que interpretaran danzas autóctonas de Michoacán durante el festejo. Rafaela reservó un salón de buen tamaño en un conocido lugar de eventos especiales y se aseguró de que hubiera suficiente espacio para los danzantes y los músicos. El recinto en donde estarían colocadas las mesas, sin embargo, iba a ser pequeño, para mantener un ambiente acogedor y de familia. Ella y Francisco insistieron en pagar por todos los gastos. José se opuso a que ellos lo hicieran, pero de nada le sirvió el desacuerdo. «Francisco ya lo decidió, nosotros vamos a pagar», le dijo Rafaela a su suegro.

El evento estaba programado para que se celebrara el miércoles catorce de agosto de mil novecientos setenta y cuatro, el mismo día de su cumpleaños. Los tres hijos que vivían en el Distrito Federal y las respectivas familias de dos de ellos ya tenían reservaciones para volar a Mexicali unos días antes de esa fecha. Se pensaban quedar allí por solo poco tiempo, ya que los calorones de verano generalmente azotan sin misericordia a esa región durante esos época del año.

Dos meses antes de que llegara la esperada fecha de su cumpleaños, Tina se fue a la ciudad de México para poder presenciar una obra de teatro en la cual participaría la hija de Ernesto y Cassandra. Era la única mujer entre sus cinco nietos y la más allegada a Tina. Se trataba de una obra escolar, corta y de un solo acto, en la cual la nieta haría el papel de ángel de la guardia. La niña, de nombre Marina, tenía ocho años de edad. Era hablantina, al igual que la mamá. Era bonita también. Desde la edad cuando apenas aprendía a hablar, esa niña había demostrado su cualidad histriónica; era creativa además. Se agarraba del teléfono y pretendía que hablaba con alguien, contaba historias, hacía muecas, y regañaba a imaginarios interlocutores. Cuando Tina los visitaba, Marina aprovechaba la ocasión para entretenerla, cantándole, imitando voces y ruidos, y forzando a la abuela para que participara en el inventado cotorreo. A veces duraban más de una hora esas sesiones de plática ilusoria.

A Tina le parecía increíble la creatividad de la niña y también su habilidad para personificar diferentes caracteres. Conforme Marina crecía, ese lazo entre ella y su abuela se convirtió en un vínculo entrañable. Así que cuando la nieta la llamó por teléfono para decirle que tenía que visitarlos para que la viera actuar en su escuela, Tina de inmediato le dijo que no se preocupara, que ella viajaría a la ciudad de México para «no perderse esa oportunidad de verla y aplaudirla».

Una semana después de haber presenciado la obra de teatro infantil, y de visitar a Heraclio y también a Enriqueta y su familia, Tina se preparaba para regresarse a Mexicali. Pero el viaje se tuvo que posponer ya que no se sentía bien. La hostigaba un fuerte dolor en la parte baja del abdomen. Sufría también de una aflicción al orinar. Se encontraba en la casa de Ernesto en ese entonces. Al principio pensó que se trataba de un mentado mal de orín, una infección en las vías urinarias, algo que ya le había sucedido antes, y por lo cual no se preocupó mucho y decidió tomar bastante agua para tratar de curarse de esa supuesta enfermedad. El tomar mucho líquido le había ayudado la última vez que sufrió de esa aflicción, cuando el dolor desapareció después de un día de tomar bastante agua. Pero el mal persistió en esta nueva ocasión. También el inaguantable dolor. Aunque hubiera preferido mantener la enfermedad en secreto, optó por llamar a Enriqueta y decírselo. Ernesto y Cassandra no estaban en casa. Su hija vino a recogerla de inmediato y la llevó al doctor. Tina tenía piedras en los riñones; esa fue la prognosis.

En esos años casi siempre era necesaria la intervención quirúrgica para eliminar dichos cálculos en el riñón, aunque de vez en cuando los pacientes lograban expulsarlos en forma espontánea. En el caso de Tina, sin embargo, su enfermedad se encontraba en una etapa bastante grave y avanzada, le explicó el médico a Enriqueta, por lo cual era necesario hospitalizarla y operarla. Agregó que el caso de su mamá era peligroso, más que todo por la gran cantidad de piedras que los rayos equis habían detectado en las vías urinarias. Sin demora alguna se hizo dicha intervención invasiva, sacando hasta el último cálculo de su vientre. Tina durmió por largas horas después de la operación. Tanto Heraclio como Ernesto se encontraban en el hospital, esperando junto a Enriqueta a que la mamá se despertara. Fueron horas de angustia y desesperación, de lágrimas y rezos. También de reflexión y de llanto en secreto. Enriqueta fue el firme pilar que mantuvo viva la esperanza en ese crucial momento de espera; de su ser se desprendían centelleos de optimismo que pronto contagiaron a los otros dos hermanos.

Después de dormir por casi veinte horas, Tina se despertó. Se sentía agotada, les dijo. Se le dificultaba hablar. Se encontraba aún en un estado de delirio y candidez, pero como pudo logró hacer despegar una leve sonrisa de sus labios. Se durmió de nuevo y no se despertó hasta ocho horas después. Se notaba alerta y lúcida ya para entonces. Se sonrió y alargó sus manos hacia sus tres hijos. «Que bueno que están aquí», les dijo. Estaba fuera de peligro, de acuerdo con el doctor. Él también se había preocupado.

—Se tiene que quedar en el hospital por unos días —agregó el médico—, tres días cuando mucho.

Una vez dada de alta del hospital, Tina tuvo que quedarse en la ciudad de México por más de un mes. Era necesario darle seguimiento al tratamiento recibido. Una semana antes de que arribara la fecha de su cumpleaños recibió el visto bueno. Se había curado por completo, de acuerdo con el dictamen del doctor, así que se preparó para regresar a Mexicali. Cassandra insistió en que se fuera con ellos días después, en avión, lo cual sería más rápido. Pero Tina le dijo que no, que jamás lo haría. Le causaba terror ese medio de transporte, especialmente después de que se matara una de sus clientas en un accidente aéreo. Sucedió el diecisiete de abril del año mil novecientos cincuenta y nueve. Nunca se olvidó de dicha fecha, ya que una semana antes de que sucediera ese fatal percance, Tina se había reunido con esa mujer para diseñarle un suntuoso vestido que la clienta pensaba estrenar en la boda de su hija. El avión, operado por la aerolínea Tigres Voladores, regresaba de Guaymas, pero nunca llegó a su destino, a Mexicali. Se desplomó en el aire. Supuestamente explotó, aunque nunca se verificó con certeza la verdadera causa del accidente. Su clienta había ido a Guaymas a visitar a sus papás.

Fue debido a ese pavor que ella les tenía a los vuelos por avión que prefirió regresarse a Mexicali en la forma usual, en autobús, aunque el viaje durara más. «Mejor me voy al quedito», se dijo a sí misma, «pero segura». Tina había hecho ese viaje por tierra en un montón de ocasiones. Los camiones de pasajeros eran cómodos y el trayecto casi ni se sentía. En grandes tramos del viaje dormía, especialmente en las horas de la noche. «Eran seguros además los autobuses, mucho mejor que los aviones», según ella.

El camión partió rumbo al norte antes de que saliera el sol, el miércoles siete de agosto. Poco a poco la inmensa ciudad de México se fue quedando atrás. Una vez liberado del angustioso y paulatino tráfico vehicular capitalino, el autobús se convirtió en un bólido de acero y voló sobre la carretera. Cruzó con apremio diferentes pueblos y estados de la república mexicana, haciendo breves escalas en un puñado de ciudades exigidas por su itinerario. Ya entrada la noche, empezó a escalar cerros y montañas en el occidente del país. El camino se encontraba colmado de curvas, tramos peligrosos, y profundos precipicios, pero pocos vehículos transitaban por allí a esas horas. Se trataba además de rutas plenamente conocidas para los choferes de esas líneas de autobuses, cuyos currículos de vida afirmaban que por ellas habían manejado en miles de ocasiones. Pero a veces «del plato a la boca se cae la sopa», como reza un dicho de nuestros pueblos. Desafortunadamente, eso le sucedió al chofer del camión en el cual viajaba Tina rumbo a Mexicali. Más o menos a las diez de la noche, el conductor se distrajo y «metió la pata». Estaba tratando de cambiar la señal en un pequeño radio de transistores ubicado sobre una improvisada mesa cerca del volante, junto a la ventana, en el lado izquierdo de la cabina. Aunque el aparato se encontraba asegurado con una correa para mantenerlo inmóvil, al tratar de cambiar la señal a tientas, el pequeño artefacto se zafó de la correa y se cayó hacia el piso de la cabina. Conforme caía, el chofer trató de atraparlo, momentáneamente descuidando el manejo del autobús, el cual entraba en una curva hacia la izquierda. De repente el camión empezó a pegarle a las barreras metálicas que protegían el lado derecho de la carretera. Al darse cuenta del percance, el chofer movió violentamente el volante hacia el lado contrario. Dicha maniobra resultó contraproducente y el conductor de inmediato perdió el control del camión. Segundos después, vectores centrífugos causaron que el autobús se volcara hacia la derecha y volara sobre las insignificantes barreras. Los pasajeros gritaban por sus vidas. Conforme el camión se volcaba una y otra vez sobre la ladera del profundo precipicio en donde caía, los cuerpos de los pasajeros volaron por todos lados, golpeándose contra los lados del interior de ese fatídico transporte. Algunos de ellos fueron eventualmente expulsados del camión, otros se quedaron dentro del mismo. Menos de un minuto después de que iniciara el percance, el fondo de ese barranco se había ya convertido en una provisional morada fúnebre.

Allí quedó por horas el autobús, atrapado entre las rocas y las plantas que fortificaban esa montaña. Decenas de viajeros que por allí transitaban en ese instante y horas después, trataron sin éxito alguno de ofrecer auxilio; lo mismo hizo el departamento de policía local, también los bomberos. Pero era difícil llegar hasta el casi inalcanzable fondo de ese abismo, más que todo bajo el manto de la noche. Eventualmente, poco antes de que saliera el sol, bajaron hasta ese lugar en donde yacía el camión elementos del servicio de rescate, con el equipo de auxilio requerido. Pero era ya demasiado tarde. Tanto todos los pasajeros como el chofer estaban muertos. Tina entre ellos.

NADIE EN ESA familia supo del accidente hasta más de veinte horas después de que sucediera. Al igual que lo hacía en otras ocasiones, José se fue a la terminal de la línea de transporte a esperar la llegada de su esposa el jueves por la tarde. De acuerdo con el itinerario, el autobús en el que viajaba Tina estaba programado para arribar a Mexicali un poco después de las seis. La sala de espera era pequeña, con cuando mucho una docena de asientos y un reducido espacio en donde los usuarios esperaban los arribos o las salidas de los escasos camiones de pasajeros que en ese entonces hacían escala en esa ciudad. José se mantuvo parado por más de una hora esperándola. Al ver que no llegaba, se dirigió al mostrador de la terminal para preguntar sobre el paradero de dicho autobús. Le dijeron que se había averiado y que todavía no se sabía cuándo llegaría. Aunque los empleados de esa sucursal estaban enterados del accidente, no tenían permiso para divulgar información sobre el trágico final que había tenido la corrida de ese camión, más que todo porque el accidente se encontraba aún bajo investigación. José se regreso a su casa. Poco después de llegar a ella, recibió una llamada telefónica de su hija Enriqueta. A ella le tocó comunicarle la funesta noticia. Le dijo que todos los viajeros en dicho autobús habían muerto. José se quedó callado. No podía creer lo que acababa de escuchar.

El teléfono estaba ubicado sobre un pequeño escritorio que Tina usaba para escribir notas y archivar documentos concernientes a su negocio. José se encontraba de pie; sus dos manos le temblaban. Se trataba de un involuntario tiritar. Con su mano izquierda movió hacia un lado unas carpetas que yacían sobre el escritorio y se sentó en él. Cerró los ojos, y aunque le quería hacer mil preguntas a su hija, no logró que de sus labios se desprendiera palabra alguna.

—¿Me escuchas, papá? —le preguntó Enriqueta—. ¿Escuchaste lo que te dije?

Su hija se había enterado del accidente por medio de un programa noticioso en la radio. Al principio nunca cruzó por su mente que se trataba del mismo autobús en el cual su mamá viajaba. Sin embargo, una vez que escuchó que se trataba de una corrida de la ciudad de México a Mexicali, similar al viaje en el que se había ido Tina y en la misma línea de autobuses, se empezó a preocupar. Llamó esa tarde a las oficinas de dicha empresa y después de tratar de evadir lo preguntado, saliéndose por la tangente y esquivando lo preguntado con rodeos, uno de los empleados de dicha firma confirmó que se trataba de la misma corrida en la que supuestamente viajaba su mamá, pero que todavía no se tenía la lista de los pasajeros que habían perecido. Después de recibir la amarga noticia y colgar el teléfono, Enriqueta trató como pudo para mantener la cordura. Pero no lo logró. Se encontraba en casa en ese momento, en su recámara. Atrancó la puerta de dicho aposento y dejó que lágrimas y sollozos se escaparan de lo más profundo de su alma. Una vez liberados esos sentimientos generalmente silenciados por ella y su temperamento calculador, Enriqueta lloró por un gran rato. Una vez recuperada su mesura, fue cuando llamó a su papá.

—No sé qué decirte hija —al fin dijo algo José—. Me siento destrozado.

—Yo también, y aún no lo puedo creer —contestó—. No sé qué más decirte en este momento excepto que tengas fe en Dios.

Le explicó que el día siguiente viajaría al sitio del percance para identificar los restos de su madre y programar la trasferencia del cuerpo a Mexicali. Agregó que estaba casi segura de que ninguno de sus hermanos sabía del accidente. Ella se los iba a decir.

Enriqueta y su esposo Miguel volaron a Mazatlán el viernes de esa semana para identificar el cuerpo sin vida de Tina. Ernesto y Heraclio habían insistido en ir también, pero ella convenció a sus hermanos de que no era necesario hacerlo. Que más bien se fueran a Mexicali de inmediato a acompañar al papá.

Los restos de los que perecieron en el fatal accidente ya habían sido trasladados a la morgue de esa ciudad sinaloense y se quedarían allí hasta ser identificados y reclamados por los respectivos parientes. Miguel y Enriqueta se dirigieron a dicho depósito de cadáveres luego de llegar al aeropuerto. Una vez en ese tétrico almacén en donde yacían los restos de otrora seres humanos, uno de los empleados llevó a Enriqueta y a su esposo a la sala en donde se ubicaba la hilera de occisos todavía no identificados. Era un lugar frío y lúgubre. A pesar de su carácter sensato, a Enriqueta se le habían puesto los nervios de punta. La atormentaba el dolor causado por la pérdida de su madre, pero también el tener que presenciar al cuerpo sin vida de la mujer que la parió y que después la cuidó y la guio. La anticipación de dicho encuentro le partía el alma. Conforme se acercaba a la hilera de cadáveres, Enriqueta le pidió a Dios que la ayudara y que le diera la fuerza interna necesaria para poder aguantar los embates que iba a recibir durante ese ingrato reencuentro.

—Aquí están los cuerpos de las mujeres adultas que viajaban en el camión —les dijo a los dos el empleado de la morgue.

Cada uno de los cuerpos estaba cubierto con una lona. El empleado los fue destapando, uno por uno. No tardó mucho para que Enriqueta identificara el cuerpo de su mamá. Fue el tercero que se descubría. Trató de no dejar que su dolor interno se apoderara de ella; era un plan que ya traía en mente para poder hacer su labor con mesura. La reconoció de inmediato, también el vestido que llevaba el cadáver de su madre, un atuendo que a Tina le gustaba mucho. Tenía años que lo había confeccionado. Notó además los moretones en su cara y en sus brazos. Los habían causado los golpes que su cuerpo le dio al interior del autobús conforme dicho camión se volcaba hasta el fondo del abismo. Notó su cuerpo inflado, acosado por las reacciones físicas que poco a poco distorsionan al ser humano una vez que fallece. Enriqueta tenía ganas de llorar, pero se aguantó. Se había dicho a sí misma que no lo iba a ser, que ella le correspondía ser el firme pilar de esa familia. Observó los labios de Tina. No eran los mismos. Se encontraban al igual distorsionados, torcidos y llenos de moretones. Le hubiera gustado no verlos así, sin vida y carentes de la sonrisa que por montones de años los había adornados. Le hubiera gustado, se dijo Enriqueta a sí misma de nuevo, no ver a su mamá de esa forma, aliñada con esa cruel imagen que para siempre iba a quedar grabada en su mente. Pero fue ella quien decidió identificar a ese cuerpo, el de la matriarca, el de la mamá que por años mantuvo un inalienable enlace en esa familia García García. Eso se dijo a sí misma una y otra vez mientras contemplaba el cuerpo de la mamá muerta.

Encima del cadáver se encontraba un pequeño paquete en el cual se guardaban las pertenencias del occiso. Enriqueta lo recogió y lo abrió para revisar el contenido de este. Notó una carterita con fotos. Se trataba más que todo de imágenes de sus cinco nietos. Dentro de la cartera se encontraba además un recorte de periódico. Enriqueta lo sacó y lo revisó. Era algo que había sido publicado en uno de los diarios de Morelia, anunciando los nombres de los estudiantes que acababan de recibir sus títulos universitarios ese verano, en el año mil novecientos cincuenta y nueve. Ernesto y Enriqueta se encontraban en esa lista. El reportaje mencionaba también que esos dos estudiantes habían sido honrados por sus calificaciones académicas. Había otros objetos en ese paquete, cosas personales. Pero hacía falta algo, se dijo a sí misma Enriqueta. Se trataba de un pequeño monedero en el cual Tina guardaba su dinero. No había rastro de él ni del montón de billetes que de costumbre su mamá escondía en él. «Se lo robaron», se dijo Enriqueta a sí misma. «Pinches rateros», agregó.

Poco después ella y Miguel se regresaron a la capital mexicana. Pero antes de irse de ese lugar, coordinaron y pagaron para que el cuerpo de Tina fuera transportado a una funeraria en Mexicali. Pronto verían ese cuerpo de nuevo. Y lo velarían y también lo enterrarían.

AUTOR: Pedro Chávez