A principios de los años cuarenta, cuando la última gran guerra de insectos aún estaba en marcha, libélulas, cigarras, mariposas y otros insectos voladores del norte de la frontera visitaron el Valle de Mexicali para reclutar abejas de esa región agrícola mexicana. Llegaron con ofertas de grandes sueldos y extraordinarios beneficios laborales, inigualables entonces en ambos lados de la frontera. Les explicaron a las abejas de Mexicali que su pericia era necesaria para ayudar a polinizar los campos agrícolas del Valle Imperial, ya que sus propias abejas habían sido reclutadas para ir a luchar en una segunda versión de «La guerra de los insectos que acabaría con todas las guerras de los insectos».
Las abejas del Valle de Mexicali, sin embargo, rechazaron esa oferta inicial, al igual que adicionales propuestas hechas por ese crisol de insectos del otro lado.
—Somos felices aquí, viviendo y trabajando en este valle, ayudando a polinizar diferentes tipos de flores y contribuyendo al crecimiento de esta tierra —dijo una de las abejas reinas a los representantes de los insectos del norte, un equipo de enviados que esperaba una respuesta diferente.
—Pero será mejor en el Valle Imperial, ya lo saben; las cosas son mejores allí —explicó una cigarra—. Además, van a ser muy bien recompensadas por venir a ayudarnos en estos tiempos difíciles.
—Estamos bien aquí; nos quedaremos en este valle —respondió la misma abeja reina—. Amamos esta tierra.
Pero los insectos del otro lado no se dieron por vencidos fácilmente y siguieron insistiendo en obtener la ayuda de las abejas de Mexicali, más aún después de que los primeros signos de la primavera fueran visibles por todos lados.
—¿Qué tenemos que hacer para que nos ayuden? —preguntó la cigarra.
—Nada, gracias, estamos bien aquí en Mexicali; no hay nada que puedan hacer para que cambiemos de opinión —les dijo otra abeja reina a la cigarra y a otros insectos visitantes del norte—. Amamos nuestros algodonales y todos los árboles que crecen a lo largo de nuestro valle.
—De nuevo, necesitamos su ayuda en nuestro propio valle. Por favor, ayúdenos —dijo una libélula del norte—. Les pagaremos bien.
Después de tanto insistir, varias colonias de abejas del Valle de Mexicali finalmente decidieron ir al norte para ayudar a polinizar los cultivos al otro lado de la frontera. Otros tantos enjambres de abejas, sin embargo, se quedaron para seguir esparciendo el polen por todo esos campos mexicanos, que también estaban repletos de todo tipo de vegetación. Allí, además, no existía casa alguna que no tuviera algo verde: árboles de sombra, vides, granados e higueras, y diversos tipos de plantas decorativas. Incluso los cactos de aquella tierra semidesértica tenían tareas para aquellas incansables abejas. Las biznagas, los nopales, y otros cactos dependían de estas indispensables trabajadoras mexicanas para ayudarlos a crecer y regar descendientes por todos lados.
Una vez que se tomó la decisión de ayudar a polinizar las tierras de cultivo al otro lado de la frontera, una colonia tras otra de abejas de Mexicali iniciaron sus viajes al Valle Imperial, volando sobre la valla fronteriza sin pasaporte ni visado. No se necesitaban en ese entonces. Enjambre tras enjambre voló felizmente hacia esos campos, con la intención de ayudar a crecer la vegetación en el valle vecino. Una vez allí, empezaron a trabajar en esa tierra, transportando el polvo reproductivo de una flor a otra, y trabajando incansable e inteligentemente desde el amanecer hasta el anochecer. Poco después de su llegada, aquellos campos del otro lado que durante semanas habían sufrido la falta de polinización, recuperaban su vigor y se preparaban para dar frutos. Ahora había verdor en toda esa tierra.
—Gracias, muchas gracias —dijo una mariposa a un grupo de abejas de Mexicali que estaban ocupadas trabajando en el Valle Imperial—. Muchas gracias por todo su trabajo y por venir a ayudarnos.
—No hay de qué —le contestó una de las abejas migrantes de Mexicali.
Pero con el pasar del tiempo la situación cambió. Un par de años después, una vez que la gran guerra de los insectos llegó a su final, algunas de las abejas que habían sido enviadas a luchar en esa segunda versión de «La guerra de los insectos que acabaría con todas las guerras de los insectos» empezaron a regresar a casa. Enjambre tras enjambre de esas abejas americanas se regresaba a ese valle. Una vez allí, pronto descubrieron que ya no había trabajo de polinización para ellas. Las abejas de Mexicali lo hacían todo ahora y lo hacían muy bien, tan bien que los insectos que cultivaban esos campos ya tenían planes para seguir empleando a las abejas mexicanas para siempre.
Las abejas americanas, sin embargo, no pensaban quedarse con las patas cruzadas, sin hacer nada al respecto, por lo cual organizaron una reunión con los insectos que cultivaban esas tierras con el fin de deshacerse de las abejas mexicanas.
—Miren nuestros campos —dijo una libélula durante la reunión que se llevó a cabo con las abejas americanas—. Están floreciendo sin medida. Las abejas de Mexicali están haciendo un gran trabajo.
—No lo permitiremos —dijo una de las abejas reina de un enjambre del norte—. Esta es nuestra tierra. Las abejas mexicanas deben regresarse al lugar de donde vinieron.
—Pero están haciendo una labor increíble, esas abejas mexicanas —respondió la libélula—. Además, tuvimos que rogar para que vinieran a ayudarnos.
—Eso no importa; esta es nuestra tierra y nos corresponde trabajarla —dijo otra abeja reina que participaba en la reunión—. Repitiendo lo que acabo de afirmar, esta es nuestra tierra, y si las abejas mexicanas están haciendo «un trabajo increíble», como usted dice, lo están haciendo sólo para hacernos quedar mal.
—Lo siento, pero debemos seguir empleando a esas trabajadoras abejas de Mexicali —dijo la libélula que representaba al grupo de insectos que cultivaban la tierra de ese lado de la frontera.
—Bien. Iremos a los tribunales para recuperar nuestros puestos de trabajo —dijo otra abeja reina americana poco antes de que se concluyera la reunión.
El caso no tardó en ser decidido y un juez falló a favor de las abejas del norte. Sin embargo, el grupo de insectos que cultivaba esas tierras apeló el caso. Más de una vez. Por desgracia, cada recurso tuvo resultados similares. Un juez tras otro falló a favor de las abejas que habían ido a la gran guerra de los insectos. Pero ya no importaba. Mientras los insectos que cultivaban esa tierra esperaban el veredicto del más alto tribunal de su tierra, los enjambres de abejas de Mexicali decidieron volver a casa tras celebrar una rápida reunión en grupo para discutir el asunto y determinar qué hacer a continuación.
—No vamos a quedarnos a trabajar en un lugar que no aprecia nuestra labor —declaró una abeja reina de uno de los enjambres mexicalenses.
Todas las demás abejas reina estuvieron de acuerdo con ella y con su conclusión, y en poco tiempo todas esas incansables abejitas que habían cruzado la frontera para ayudar a polinizar los cultivos del Valle Imperial se fueron a casa. Volaron hacia el sur, zumbando y emitiendo sonidos felices que se oían por esos cielos y también abajo. Una vez en casa, se pusieron a trabajar allí, en el lado mexicano, colaborando de nuevo con las abejas que se habían quedado atrás para polinizar esos campos del Valle de Mexicali.
—Nunca más iremos al norte —dijo otra abeja reina mientras su enjambre comenzaba a armar su nueva colmena—. Nos quedaremos en México hasta los últimos días de nuestras vidas.
Las libélulas, cigarras y mariposas del norte, sin embargo, pronto volvieron a esa región del sur de la frontera para rogar a las abejas de allí que volvieran al Valle Imperial, pero fue en vano.
—Somos felices aquí; esta es nuestra tierra y nuestro verdadero hogar —les dijo a los visitantes una abeja reina que regía en una colmena en un poblado llamado Paredones—. Pero gracias, de todos modos.
Las abejas de Mexicali mantuvieron su promesa de no volver a cruzar y volar sobre esa línea que define dónde acaba un país y empieza el otro. Lo hicieron durante años y años. Hasta el día cuando los descendientes de las abejas de ambos valles decidieron unir sus fuerzas y trabajar juntas, polinizando los cultivos tanto del norte como del sur de la frontera de forma armoniosa y concertada. Pero tuvieron que pasar muchos, muchos años para que eso sucediera. Muchos, muchos años.
Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
AUTOR: Pedro Chávez