Lo llamaban El Torito. Su padre era El Toro. Eran de La Isla del Encanto, de Puerto Rico. Ambos jugaron béisbol profesionalmente. El hijo llegó a jugar en las Mayores; el papá sólo jugó en la isla. El padre no tuvo la oportunidad de jugar en las Grandes Ligas porque era negro. Aunque era bueno, muy bueno. Sin embargo, tuvo la oportunidad de jugar en la Negro League, pero se negó a hacerlo. Quería jugar en las Grandes Ligas. Era así de bueno. Él lo sabía; los demás también. Fue uno de los mejores jugadores de su generación en Puerto Rico, según algunos.
Tanto el hijo como el padre crecieron pobres. Muy pobres. Eran de Ponce, un buen lugar en esa isla del encanto. Entonces era difícil ganar dinero. Sobre todo jugando pelota. Pero el hijo hizo unos cuantos dólares después en las Grandes Ligas, jugando para los Gigantes, el equipo que se trasladó a San Francisco a finales de los años cincuenta. Allí demostró ser un gran bateador, y un jugador con el que se podía contar para llegar a la base, para que corredores anotaran, y para batear dobles y jonrones. Probablemente lo conozcas. Su nombre es Orlando Cepeda.
Lo vi jugar muchas veces en 1966, después de que San Francisco lo intercambiara con los Cardenales. Yo estaba destinado en la Base de la Fuerza Aérea Scott, cerca de Belleville, Illinois. Un autobús del Service Club nos llevaba al recién inaugurado Busch Stadium, a unas cuarenta millas de distancia, en Saint Louis, para ver jugar a los Cardenales. Era genial ver jugar al Torito, al The Baby Bull, así lo llamaban en inglés, haciendo de lo suyo, con su bateo, con su actitud. Le vi romper su bate muchas veces, cuando lo ponchaban. No alcanzar por lo menos a una base no era una opción para Orlando Cepeda; era una obligación, aunque conseguir un hit en uno de cada tres intentos, como él lo hacía a menudo, es una hazaña bastante buena según las estadísticas. Pero no para él. Rompía su bate y se escondía avergonzado en algún lugar del banquillo.
Orlando ya era un héroe para mí cuando yo vivía en el Valle Central de California, no muy lejos del Área de la Bahía. Entonces había muy pocos jugadores de béisbol latinos. Así que convertirlo en mi héroe fue una obviedad. Además, era bueno. Muy, muy bueno. Probablemente tan bueno como su padre, Pedro Aníbal Cepeda, también conocido como Perucho. Supe de él años después.
A los Cardenales les fue bien con Orlando Cepeda durante ese año y después también. Ganaron el banderín en el 67. La Serie Mundial, además. Él fue una gran pieza en ese equipo ganador.
Una vez fuera del béisbol, Cepeda se metió en problemas con la ley. Lo atraparon trayendo marihuana a los Estados Unidos desde Colombia. Estuvo en la cárcel y cayó un poco en desgracia con sus fans, pero pagó muy caro ese paso en falso, pasando por un infierno personal durante más de una década. Pero las cosas cambiaron con el tiempo. Con la ayuda de algunos amigos, se le dio la oportunidad de volver al béisbol profesional. En 1987, los Gigantes de San Francisco contrataron a Cepeda para que hiciera labores de ojeador en la República Dominicana, en México y en otros países latinoamericanos.
Para celebrar el giro positivo de su fortuna y para enviar a Cepeda al Área de la Bahía con un toque de pompa y fanfarria, un grupo de aficionados del norte de California organizó una fiesta de despedida en Sacramento. Estuve allí para escribir sobre ello y entrevistarlo. Cepeda se miraba bien, en buena condición, pero algo nervioso, lo cual tenía sentido. Después de todo, él estaba de nuevo metido en eso de la fama. Pero pronto cambió su comportamiento. Cuando lo entrevisté, Cepeda era el mismo de siempre, simpático, divirtiéndose y reía. Listo para regresar a su mundo, no para enfrentarse a lanzadores contrarios con su bate, sino para ir a buscar a los futuros peloteros de las Grandes Ligas, en el Caribe y en otros lugares muy queridos nuestros de América Latina.
Orlando Cepeda fue al fin seleccionado para entrar al Salón de la Fama del Béisbol en 1999. También recibió premio tras premio humanitario, años después de haber metido la pata. Como quien dice, se rehabilitó. Tiene ahora 85 años de edad y vive en el norte de California, sufriendo los embates de la edad. Pero sigue siendo el mismo, un luchador, y sigue siendo mi héroe. No sólo por lo que hizo con su bate durante sus tiempos de gloria en el béisbol, cuando la vida le sonreía montones, sino por su legado en general.
En el béisbol, en la búsqueda de nuevas estrellas beisbolísticas en nuestros pueblos, y en la vida en general.
Te envío un fuerte abrazo, mano, como decimos los mexicanos.
AUTOR: Pedro Chávez