IMAGEN: Antigua escuela Cuauhtémoc que también sirvió como la escuela preparatoria de Mexicali. Ilustración por Pedro Chávez. Derechos reservados.
Mexicali, mi terruño, anda de manteles largos. Es que acaba de cumplir años. Ciento veinte para ser exacto. Yo nací y crecí en ese entonces pueblito hace ya un buen rato, antes de que Baja California se convirtiera en estado. Por cuestiones de la vida, un servidor y el resto de mi familia eventualmente levantamos ancla y nos fuimos al otro lado. Andábamos detrás del sueño americano. Yo estaba aún chamaco; tenía un mes de haber cumplido los dieciséis abriles. No me quería ir, pero me fui de todas maneras. A huevo, como se dice vulgarmente. Nuestra madre fue quien decidió la inesperada partida. Yo acaté lo decidido, ya que en donde manda capitán, no gobierna marinero.
Pero nunca me he olvidado de mi tierra, la que me forjó y de la cual heredé importantes cualidades. Una de ellas tiene que ver con la capacidad para superar los malos ratos. Es algo que me ha ayudado en miles de ocasiones, más que todo para abrirme paso en la vida. Acá entre nos, cada vez que se me atora la carreta por equis causa, en lugar de culpar a terceros por la mala racha, saco mi garra cachanilla y le busco soluciones al enredo. Esa es una de las formas de actuar que aprendí en esa tierra en donde nací.
Mexicali, entre paréntesis, ya no es un pueblito. Me cuentan que ha crecido un montón, pero que en cierta forma sigue igual de pueblerino y que sus gentes siguen igual de luchadoras y hospitalarias. Que ese pueblo aún le dan la bienvenida a propios y extraños, tanto a visitantes como a los que llegan allí en busca de un mejor futuro.
Así era mi terruño cuando yo vivía allí, a todo mundo le echaba el hombro. Me imagino que así son los pueblos y los seres humanos que han sido aporreados por malos ratos. Aprenden a ser humildes y a darle la mano a otros, a los que pasan por similares situaciones.
Mexicali, no cabe duda, ha tenido un difícil pasado. Antes y después de que esa ciudad se fundara. Cuando gran parte de sus tierras se inundaban año tras año, cuando el agua que llegaba del norte venía ensalitrada, y cuando lo único que caía del cielo era un calorón infernal. Se debe a ese engorroso pasado, creo yo, que Mexicali es también de pocas pulgas y que no le apetece andar con rodeos. Su gente es igual de impaciente. El decir que reza «a lo que te truje Chencha» le cae como anillo al dedo tanto a esa ciudad como a su gente. Digo yo.
Si no lo conoces bien, pronto te vas a enterar de que Mexicali tiene además un ingrato sentido del humor. Es algo muy cachanilla. Para empezar, te da la bienvenida con tremendos calorones o con gélidos inviernos. Parece que no existen los términos medios. Casi nunca llueve, pero cuando eso sucede, muchas de sus calles se inundan. Así es mi terruño. Es algo bromista. Pero es buen cuate.
Yo lo recuerdo montones. Recuerdo sus campos, sus surcos, sus cerros. Sus gentes, las que se vinieron de otros rumbos para trabajar esa tierra. Recuerdo los campos vestidos de blanco, listos para ser cosechados. También la ola humana que con manos diestras recogía el fruto de los algodonales. Al igual recuerdo las hileras de camiones que después de la cosecha se iban sobrecargados hacia cercanas y lejanas plantas despepitadoras.
También recuerdo sus pinos salados, los que crecían por todos lados. Y los cenzontles, los que encontraban hospedaje en esos árboles, cantando «ahí mesmo», tratando de atraer a sus parejas con piropos disfrazados de silbidos. También recuerdo las chicharras, las que se pegaban en los palos de mesquite, entonando incansablemente fatídicas melodías.
Desafortunadamente y por cosas de la vida, hace tiempo que no me doy una vuelta por ese terruño. Pero pronto lo haré, no sólo para verlo de nuevo sino para comprobar que ese pueblo que me vio nacer aún conserva su alcurnia culinaria. Que todavía se venden los tacos de machaca en sus calles, hechos con enormes tortillas al estilo Sonora. Que los restaurantes chinos son igual de buenos y que aún abundan las ventas de mariscos preparados con toques sinaloenses. Eso quiero comprobar.
Por supuesto, mi plan incluye ingerir no sólo exquisitos bocadillos sino acompañarlos con una variedad de aguas frescas. De horchata, de cebada, de tamarindo, y de limón. Como las que se servían en antaño en un lugar que para mí fue muy especial, y el cual estaba ubicado sobre el costado sur de la avenida Madero, frente al parque de los Niños Héroes. Aguas frescas que eran sacadas con cucharones de barriles de vidrio en donde se conservaban frías y atiborradas con hielo. Y que eran servidas en vasos cristalinos, casi congelados, pero repletos de sabor cachanilla.
Te quiero, Mexicali.
Espero que no hayas cambiado mucho y que seas igual de hospitalario, de pueblerino. Pronto lo cerciorare. Te lo juro.
AUTOR: Pedro Chávez