Me toca escribir algo sobre Amanda, nuestra hermana mayor, quien nació en Mexicali hace ya un montón de años. El 4 de mayo de 1945, para aquellos que prefieren las exactitudes. Y en la avenida Lerdo, además.
«Amanda manda», dijo el cura al bautizarla en una iglesia de ese lugar. Fue una rima oportuna, no cabe duda, pero también una certeza anunciada.
Yo no estuve presente en dicha ceremonia ya que todavía no nacía, pero ese comentario lo repitió nuestra madre en varias ocasiones. Acá entre nos, Amanda nunca ha sido una de esas mujeres mandonas o gritonas, pero a menudo ha demostrado una innata cualidad de liderazgo, de ese don de mando.
Después se van a dar cuenta porque tengo que escribir sobre ella. Por el momento me gustaría mencionar algunas anécdotas acerca de esa hermana mayor. Las tres primeras están ligadas a ese pueblo que la vio nacer.
A finales de la década de los años cincuenta, se lanzó una campaña de alfabetización en toda la República Mexicana. Me imagino que algunos de ustedes la recuerdan. En Mexicali, así como en otros pueblos, se buscaron voluntarios para que participaran como tutores en esa campaña. Más que todo en las escuelas secundarias. Amanda alzó la mano de inmediato y en menos que canta un gallo consiguió cliente, una señora mayor que deseaba aprender a leer y escribir. En pocos meses, esa persona logró lo pretendido y jubilosa anunciaba que ya no era «una burra».
Debido a ese éxito educacional, a Amanda se le pidió poco después que sustituyera temporalmente a una maestra de la primaria Presidente Alemán, el plantel en el cual ella había cursado sus primeros seis años de escuela. Hizo la labor de sustituta por una semana o dos cuando mucho, ya que pronto se consiguió a una maestra calificada para que efectuara esas labores. Pero la experiencia sirvió para que se ilusionara con una carrera educacional y que meses después se inscribiera en la Escuela Normal Fronteriza.
Hay algo más que no debo dejar de contar sobre esa hermanita mayor. Durante el último año de secundaria, cuando ella y yo asistíamos a la escuela Nocturna Treinta, a Amanda la escogieron para que recitara el poema La guaja durante una asamblea literaria escolar. Fue todo un éxito. Todo mundo aplaudió, algunos lloraron.
Por cuestiones de la vida, pronto abandonaríamos nuestra tierra y un montón de sueños ligados a ese pueblo y esa cuna que nos vio nacer y crecer y en el verano de 1962 nos fuimos a los Estados Unidos. Amanda dejó de estudiar en la Normal Fronteriza, yo en la preparatoria. Una vez en el lado norte de la línea y cuando vivíamos en El Centro, los dos nos inscribimos en el Imperial Valley College. El campus estaba a varios kilómetros de distancia pero de alguna manera llegábamos a él, más que todo con la ayuda del «dedo gordo», ya que no había autobuses que te llevaran a esa escuela. Para mí era más fácil encontrar a alguien que me llevara, creo yo, pero no para Amanda. No sé cómo lo hacía, pero de una forma u otra, ella llegaba a tiempo a clases.
Un año más tarde, cuando vivíamos en Stockton, en el norte del estado, Amanda ya no tenía que buscar a alguien que la llevara a la escuela. Eso sí, tenía que abordar dos autobuses urbanos para llegar al San Joaquín Delta College, su nuevo centro de estudios. Fue en ese colegio en donde se le ocurrió estudiar enfermería en lugar de dedicarse al magisterio, fijando su vista en eventualmente convertirse en enfermera titulada. No fue un objetivo fácil de alcanzar, lo recuerdo claramente, pero al fin lo consiguió, tras años de trabajo como LVN, enfermera vocacional licenciada. Para entonces, ya había laborado en los tres principales hospitales de Stockton: en el St. Joseph, en el Dameron y en el hospital del condado.
A medida que pasaban los años y cambiaban las formas de prestar asistencia médica, Amanda se dedicó a la enfermería a domicilio y, finalmente, a los cuidados paliativos. Fue una especialidad que ejerció durante años, hasta el día de su jubilación.
Antes de colgar la gorra de enfermera, optó por tomar varios caminos metafóricamente menos transitados. Así era ella. Era una persona arriesgada pero comprometida y dedicada, no sólo para alcanzar sus metas profesionales sino para vivir la vida al máximo.
Una de esas decisiones la llevó a ella y a su marido a vivir en Rosarito, Baja California, cerca del agua y del océano Pacífico. A ella no le importaba el largo viaje habitual a San Diego, en donde trabajaba, con tal de poder vivir cerca de la playa. Muchos de nosotros los visitábamos allí. Era divertido.
Amanda también viajó montones, no sólo en sentido figurado y en esas rutas menos transitadas. Viajó en avión, en coche y también en una casa rodante. Un par de años antes de jubilarse, compró un vehículo recreativo de quinta rueda y un camión de gran tonelaje para jalarlo, para que ella y su marido pudieran vivir en él y en los cercanos parques de vehículos recreativos del delta de San Joaquín. Lo hizo además para ir acostumbrándose a ese tipo de vida campestre y sin comodidades, ya que ella y su marido tenían planes para viajar por todo Estados Unidos en esa casa rodante.
«Lo harían poco después de jubilarse», según ella. Y así fue.
Al principio viajaron por los caminos del sur del país. Por tierras desérticas, por carreteras interestatales y por caminos menos conocidos. Vieron cañones, ríos, montañas y acabaron en Florida. Desde allí condujeron hacia el norte, a New Hampshire, en donde se quedaron un tiempo con la hija de ella. Una vez finalizada esa estancia temporal, volvieron al oeste, deambulando hacia allí, parando aquí y allá, sin mucha prisa.
Amanda se encargó de conducir durante toda esa travesía ya que el esposo ya no manejaba. Fue un logro asombroso y un recorrido maratoniano que sólo una persona con su fortaleza y determinación podía llevar a cabo.
Recientemente, sin embargo, ocurrió algo triste y doloroso. Algo trágico. El sábado 1 de abril de este año, mientras visitaba familiares en el norte de Los Ángeles, se produjo el infortunio. Un conductor que circulaba en sentido contrario sufrió un infarto y perdió el conocimiento. Segundos después, el vehículo que esa persona conducía atravesó la división central del camino y chocó de frente contra el auto de Amanda. Ella y su marido acabaron en un hospital cercano en estado crítico. El conductor del otro vehículo falleció en el lugar del accidente.
Dale, el marido de Amanda, resultó bastante golpeado. Tenía magulladuras por todo el cuerpo pero no presentaba lesiones internas. Pero ella no tuvo la misma suerte. Sufrió una fractura en la pierna, costillas rotas y tenía sangre esparcida por el abdomen. Tras una operación exploratoria, los médicos le cortaron parte del intestino y remendaron lo que pudieron discernir que necesitaba ser reparado. Durante días, el pronóstico no fue bueno, pero al sexto día parecía que iba a sanar. Pudo salir del estado de sedación y podía hablar, además respiraba por sí misma, sin la ayuda de un ventilador. Se sentía tan bien que quería aplicarse maquillaje. Quería verse guapa. Era una de sus obsesiones.
Como el pronóstico había pasado de malo a bueno, eventualmente la trasladaron de cuidados intensivos a una habitación normal del hospital. La mañana siguiente, sin embargo, el cuerpo de Amanda fue incapaz de soportar la transición y subsistir sin la ayuda de artilugios médicos conectados a su cuerpo. Pocas horas después de medianoche se atragantó con la comida y sufrió un ataque al corazón. Las enfermeras tuvieron que recurrir a la reanimación cardiopulmonar para salvarla. Pronto después la llevaron de nuevo a cuidados intensivos, en donde la mantuvieron con vida gracias a un respirador. Pero su cerebro ya no funcionaba bien y ella ya no podía respirar por sí misma. Un par de días después, el doce de abril, tras de desconectarla del respirador, la máquina que la mantenía artificialmente con vida, Amanda falleció.
Fue un triste final de la vida de Amanda, un hermoso ser humano, nuestra hermana, la mayor del clan, y cuya trayectoria terrenal había estado impulsada por el afán de disfrutar y saborear el mundo que la rodeaba. Su prematuro fallecimiento sigue siendo difícil de aceptar. Para algunos de nosotros es muy duro. Pero mientras sufrimos por esa pérdida, todos podemos encontrar consuelo en el legado que dejó: un espíritu luchador, una actitud de «vamos a hacerlo» y un amor inequívoco por la vida.
AUTOR: Pedro Chávez