IMAGEN: Humanos pegados a sus teléfonos digitales, dizque inteligentes.
Si me llegaran a preguntar cuántos años tengo, no lo podría decir. Es que soy un fantasma bien viejito. Aunque ya perdí la cuenta, debo tener entre cuatrocientos y quinientos años de andar rodando en este mundo, cumpliendo mi condena. Entre paréntesis, yo no soy de esos espectros malones, esos que asustan a la gente o que hacen ruidos raros, jalando cadenas a ciertas horas de la noche o moviendo osamentas de un lado para el otro con ningún fin predeterminado, excepto el de atemorizar a medio mundo. De eso se encargan muchos de mis compañeros, fantasmas jóvenes que quieren darle un pronto final a sus bien merecidos castigos, para eventualmente irse al cielo. Yo ya me olvidé de eso, de cumplir mi condena, y ya no deseo irme a ese lugar en donde se disfruta del eterno paraíso, sin incitaciones y manzanas prohibidas o serpientes instigadoras. Es que ya me acostumbré a la vida terrenal.
Además, me apetece portarme mal cuando de ciertas tentaciones se trata. Acá entre nos, a mí me encanta la vida de los humanos, aunque sea yo solo un fantasma, cuya misión es asustar a los terráqueos para que se porten bien. Es que me gusta eso de pedir perdón después de hacer lo incorrecto y que le perdonen los pecados a uno con solo confesarse. Espero no me malentiendan, ya que mi fin no es comentar sobre temas religiosos, sino de disparates que se engendran en mi mente de fantasma, un rebelde espectro con una larga trayectoria en este valle de lágrimas y de regocijo. Y a quien le encanta divertirse.
Antes de seguir adelante, contándoles tarugadas, tengo que confesarles algo. Mi estadía en este pueblo «cachanilla», en Mexicali, en donde los calorones de verano son inaguantables, iba a ser de un año, a la mejor de dos. Eso fue lo que me dijo mi superior, un fantasma metido en eso de la jerarquía, ya que según él, ese tipo de quehacer administrativo le iba a ayudar a irse más pronto al cielo. Pero debido a que no hice lo que tenía que hacer, eso de asustar a la gente como es requerido, mi estadía en este infierno terrenal se alargó. Me dieron dos años adicionales, después tres más, después diez. Pero conforme me quedaba más aquí, en esta tierra con gente acostumbrada a aguantar los calorones, más me gustó el quedarme aquí. Es que los pobladores de estos lares son a todo dar. No se preocupan de nada. Eso sí, trabajan como burros. A pesar de los infernales veranos.
Tengo que confesarles también que hace más de cinco décadas mi superior me quería enviar a Panamá, según él, para asustar a la gente panameña durante los carnavales, pues la mayoría de los pobladores de ese país se olvidaban de sus deberes domésticos cuando se celebraban dichas fiestas en esas tierras. Un compañero, un fantasma igual de viejo que yo y quien tenía siglos de tratar de entrar al cielo, me dijo que no me fuera a Panamá. Que inventara alguna excusa para no ir a ese país. Agregó que las panameñas se volvían locas durante los carnavales y que lo único que querían hacer era bailar y bailar, desde muy temprano hasta ya entrada la noche. Que no dejaban de mover sus caderas al son de tambores chiquitos, que gritaban a cada rato, y que decían no sé qué, pero que nada de darle mordiscos a la manzana prohibida. Para no hacerles el cuento largo, después de todo no me enviaron a Panamá y más bien seguí quedándome en Mexicali. De acuerdo con lo que me enteré veinte años después, y para mi sorpresa, resulta que había una gran lista de fantasmas voluntarios que rogaban por la asignación a ese país. La mayoría se trataba de espectros jóvenes que aún podían mover sus cuerpos al son de la música de esa tierra, interpretada con tamboritos, churucas y mejoranas. Y quienes soñaban con volver a escuchar décimas y cumbias, pero más que todo la pegajosa canción El tambor de la alegría.
Pero regresando al principal tema de esta nota, Mexicali, no cabe duda, siempre me ha gustado montones, aunque últimamente me he desilusionado un poco. La gente ya no es igual. Está bien agringada. Solo habla de YouTube, de Facebook y de Instagram. También de Messenger y de WhatsApp. Los ves por todos lados, arqueados y sin fijarse por dónde van, enfocados en las pantallas de sus teléfonos dizque inteligentes. No, la gente de por aquí ya no es igual. Aunque me cuentan otros compañeros fantasmas que lo mismo pasa en otros lados y que existen lugares en donde a la gente ya les empezaron a crecer jorobas de tanto andar agachada.
Pero lo que más me rechina es ver a niños hacer lo mismo en este terruño. Es increíble. A cada rato veo chamacos de apenas cinco o seis años de edad pegados a enormes teléfonos, viendo no sé qué. Por todos lados observo a escuincles muertos de risa, conforme pican los mini-teclados de esos aparatos. Los papás, no cabe duda, les prestan los teléfonos para que dejen de dar lata y de chillar, y para que se entretengan. A veces me dan ganas de decirles a esos desmañados padres de familia que cumplan sus deberes como Dios manda, pero me aguanto de hacerlo, ya que tengo órdenes estrictas de mis superiores, de que no me meta en lo que no me atañe. Lo que yo les diría a esos ineptos engendradores de mocosos malcriados, si tuviera permiso para hacerlo, sería que corrijan a sus vástagos a la antigua, de la forma como lo hacían las mamás de antaño, con una vara de alguna mata, preferiblemente con una de cachanilla, todavía medio verde, para que les duela y aprendan a portarse bien. Pero no, eso ya no sucede en el Mexicali de ahora. Hoy en día se corrigen a los niños con pura palabrería, con eso de que «si te portas bien, te voy a llevar a McDonald’s». ¡Ay! Dios mío. También les hablan a esos rapaces con palabras en inglés, como por ejemplo, «sorry» y «please» y un montón de otras expresiones importadas de Gringolandia.
Ya ven, así es esta tierra que yo adopté hace casi cien años, cuando llegué aquí a cumplir mi sentencia fantasmagórica, con órdenes de amedrentar a todo aquel que se portara mal. Pero como nunca cumplí mi deber ni mi sentencia, aquí sigo todavía, aguantando los calorones y los crudos inviernos, aunque eso es solo un decir ya que nosotros los fantasmas no sentimos nada, ni frío ni calor. Eso sí, cuando nos transformamos y tomamos la forma humana, sí que nos cala el medio ambiente.
Otro detalle, sobre algo que acaba de aterrizar en mi mente espectral y que tiene que ver con el comportamiento. Pensándolo bien pensado, yo también me portaba mal cuando estaba chamaco y todavía no «colgaba los tenis», antes de convertirme en un fantasma rebelde.
Con razón no me he podido ir al cielo.
Autor: Pedro Chávez